Translate

Mostrando postagens com marcador Modernidade. Mostrar todas as postagens
Mostrando postagens com marcador Modernidade. Mostrar todas as postagens

20 de novembro de 2012

Vargas Llosa: El Elefante y la Cultura

Cuenta el historiador chileno Claudio Véliz que, a la llegada de los españoles, los indios mapuches tenían un sistema de creencias que ignoraba los conceptos de envejecimiento y de muerte natural. Para ellos, el hombre era joven y eterno. La decadencia física y la muerte sólo podían resultar de la magia, las malas artes o las armas de los adversarios. Esta convicción, sencilla y cómoda, ayudó a los mapuches a ser los feroces guerreros que fueron. No los ayudó, en cambio, a forjar una civilización original.

La actitud de los viejos mapuches está lejos de ser un caso extravagante. En realidad, se trata de un extendido fenómeno. Atribuir la causa de nuestros infortunios o defectos a los demás ― al 'otro' ― es un recurso que ha permitido a innumerables sociedades e individuos, si no a librarse de sus males, por lo menos a soportarlos y a vivir con la conciencia tranquila. Enmascarada detrás de sutiles razonamientos, oculta bajo frondosas retóricas, esta actitud es la raíz, el fundamento secreto, de una remota aberración a la que el siglo XIX volvió respetable: el nacionalismo. Dos guerras mundiales y la perspectiva de una tercera y última, que acabaría con la humanidad, no nos han librado de él, sino, más bien, parecen haberlo robustecido.

¿En qué consiste el nacionalismo en el ámbito de la cultura? Básicamente, en considerar lo propio un valor absoluto e incuestionable y lo extranjero un desvalor, algo que amenaza, socava, empobrece o degenera la personalidad espiritual de un país. Aunque semejante tesis difícilmente resiste el más somero análisis y es fácil mostrar lo prejuiciado e ingenuo de sus argumentos, y la irrealidad de su pretensión ― la autarquía cultural ―, la historia nos muestra que arraiga con facilidad y que ni siquiera los países de antigua y sólida civilización están vacunados contra ella. Sin ir muy lejos, la Alemania de Hitler, la Italia de Mussolini, la Unión Soviética de Stalin, la España de Franco, la China de Mao practicaron el "nacionalismo cultural", intentando crear una cultura incomunicada, y defendida de los odiados agentes corruptores ― el extranjerismo, el cosmopolitismo ― mediante dogmas y censuras. Pero en nuestros días es sobre todo en el Tercer Mundo, en los países subdesarrollados, donde el nacionalismo cultural se predica con más estridencia y tiene más adeptos. Sus defensores parten de un supuesto falaz; que la cultura de un país es, como las riquezas naturales y las materias primas que alberga su suelo, algo que debe ser protegido contra la codicia voraz del imperialismo, y mantenido estable, intacto e impoluto pues su contaminación con lo foráneo lo adulteraría y envilecería. Luchar por la 'independencia cultural', emanciparse de la 'dependencia cultural extranjera' a fin de 'desarrollar nuestra propia cultura' son fórmulas habituales en la boca de los llamados progresistas del Tercer Mundo. Que tales muletillas sean tan huecas como cacofónicas, verdaderos galimatías conceptuales, no es obstáculo para que resulten seductoras a mucha gente, por el airecillo patriótico que parece envolverlas. (Y en el dominio del patriotismo, ha escrito Borges, los pueblos sólo toleran afirmaciones). Se dejan persuadir por ellas, incluso, medios que se sienten invulnerables a las ideologías autoritarias que las promueven. Personas que dicen creer en el pluralismo político y en la libertad económica, ser hostiles a las verdades únicas y a los estados omnipotentes o omniscientes, suscriben, sin embargo, sin examinar lo que ellas significan, las tesis del nacionalismo cultural. La razón es muy simple: el nacionalismo es la cultura de los incultos y éstos son legión.


Hay que combatir resueltamente estas tesis a las que, la ignorancia de un lado y la demagogia de otro, han dado carta de ciudadanía, pues ellas son un tropiezo mayor para el desarrollo cultural de países como el nuestro. Si ellas prosperan jamás tendremos una vida espiritual rica, creativa y moderna, que nos exprese en toda nuestra diversidad y nos revele lo que somos nosotros mismos y ante los otros pueblos de la tierra. Si los propagadores del nacionalismo cultural ganan la partida y sus teorías se convierten en política oficial del 'ogro filantrópico' ― como ha llamado Octavio Paz al Estado de nuestros días ― el resultado es previsible: nuestro estancamiento intelectual y científico y nuestra asfixia artística, eternizarnos en una minoría de edad cultural y representar, dentro del concierto de las culturas de nuestro tiempo, el anacronismo pintoresco, la excepción folklórica, a la que los civilizados se acercan con despectiva benevolencia Sólo por sed de exotismo o nostalgias de la edad bárbara.

En realidad no existen culturas 'dependientes' y 'emancipadas' ni nada que se les parezca. Existen culturas pobres y ricas, arcaicas y modernas, débiles y poderosas. Dependientes lo son todas inevitablemente. Lo fueron siempre, pero lo son más ahora, en que el extraordinario adelanto de las comunicaciones ha volatizado las barreras entre las naciones y hecho a todos los pueblos copartícipes inmediatos y simultáneos de la actualidad. Ninguna cultura se ha gestado, desenvuelto y llegado a la plenitud sin nutrirse de otras y sin, a su vez, alimentar a las demás, en un continuo proceso de préstamos y donativos, influencias recíprocas y mestizajes, en el que sería dificilísimo averiguar qué corresponde a cada cual. Las nociones de 'lo propio' y 'lo ajeno' son dudosas, por no decir absurdas, en el dominio cultural. En el único campo en el que tienen asidero ― el de la lengua ― ellas se resquebrajan si tratamos de identificarlas con las fronteras geográficas y políticas de un país y convertirlas en sustento del nacionalismo cultural. Por ejemplo ¿es 'propio' o es 'ajeno' para los peruanos el español que hablamos junto con otros trescientos millones de personas en el mundo? Y, entre los quechua hablantes de Perú, Bolivia y Ecuador ¿quiénes son los legítimos propietarios de la lengua y la tradición quechua y quienes los 'colonizados' y 'dependientes' que 'deberían emanciparse de ellas? A idéntica perplejidad llegaríamos si quisiéramos averiguar a qué nación corresponde patentar como aborigen el monólogo interior, ese recurso clave de la narrativa moderna. ¿A Francia, por Edouard Dujardiez, el mediocre novelista que fue el primero en usarlo? ¿A Irlanda, por el célebre monólogo de Molly Bloom en el Ulises de Joyce que lo entronizó en el ámbito literario? ¿O a Estados Unidos donde, gracias a la hechicería de un Faulkner, adquirió flexibilidad y suntuosidad insospechadas? Por este camino ― el del nacionalismo ― se llega en el campo de la cultura, tarde o temprano, a la confusión y al disparate.

Lo cierto es que en este dominio, aunque parezca extraño, lo propio y lo ajeno se confunden y la originalidad no está reñida con las influencias y aun con la imitación y hasta el plagio y que el único modo en que una cultura puede florecer es en estrecha interdependencia con las otras. Quien trata de impedirlo no salva la 'cultura nacional': la mata.

Unos ejemplos de lo que digo, tomados del quehacer que me es más afín: el literario. No es difícil mostrar que los escritores latinoamericanos que han dado a nuestras letras un sello más personal fueron, en todos los casos, aquellos que mostraron menos complejos de inferioridad frente a los valores culturales forasteros y se sirvieron de ellos a sus anchas y sin el menor escrúpulo a la hora de crear. Si la poesía hispanoamericana moderna tiene una partida de nacimiento y un padre, ellos son el modernismo y su fundador: Rubén Darío ¿Es posible concebir un poeta más 'dependiente' y más 'colonizado' por modelos extranjeros que este nicaragüense universal? Su amor desmedido y casi patético por los simbolistas y parnasianos franceses, su cosmopolitismo vital, esa beatería enternecedora con que leyó, admiró y se empeñó en aclimatar a las modas literarias del momento su propia poesía, no hicieron de ésta un simple epígono, una 'poesía subdesarrollada y dependiente'. Todo lo contrario. Utilizando con soberbia libertad, dentro del arsenal de la cultura de su tiempo, todo lo que sedujo su imaginación, sus sentimientos y su instinto, combinando con formidable irreverencia esas fuentes disímiles en las que se mezclaban la Grecia de los filósofos y los trágicos con la Francia licenciosa y cortesana del siglo XVIII y con la España del Siglo de Oro y con su experiencia americana, Rubén Darío llevó a cabo la más profunda revolución experimentada por la poesía española desde los tiempos de Góngora y Quevedo, rescatándola del academicismo en que languidecía e instalándola de nuevo, como cuando los poetas españoles del XVI y el XVII, a la vanguardia de la modernidad.

El caso de Darío es el de casi todos los grandes artistas y escritores; es el de Machado de Assis, en el Brasil, que jamás hubiera escrito su hermosa comedia humana sin haber leído antes la de Balzac; el de Vallejo en el Perú, cuya poesía .aprovechó todos los' ismos' que agitaron la vida literaria en América Latina y en Europa entre las dos guerras mundiales, y es, en nuestros días, el caso de un Octavio Paz en México y el de un Borges en Argentina. Detengámonos un segundo en este último. Sus cuentos, ensayos y poemas son, seguramente, los que mayor impacto han causado en otras lenguas de autor contemporáneo de nuestro idioma y su influencia se advierte en escritores de los países más diversos. Nadie como él ha contribuido tanto a que nuestra literatura sea respetada como creadora de ideas y formas originales. Pues bien: ¿hubiera sido posible la obra de Borges sin 'dependencias' extranjeras? ¿Nos llevaría el estudio de sus influencias por una variopinta y fantástica geografía cultural a través de los continentes, las lenguas y las épocas históricas? Borges es un diáfano ejemplo de cómo la mejor manera de enriquecer con una obra original la cultura de la nación en que uno ha nacido y el idioma en el que escribe es siendo, culturalmente, un ciudadano del mundo.


II

La manera como un país fortalece y desarrolla su cultura es abriendo sus puertas y ventanas, de par en par, a todas las corrientes intelectuales, científicas y artísticas, estimulando la libre circulación de las ideas, vengan de donde vengan, de manera que la tradición y la experiencia propias se vean constantemente puestas a prueba, y sean corregidas, completadas y enriquecidas por las de quienes, en otros territorios y con otras lenguas, y diferentes circunstancias, comparten con nosotros las miserias y las grandezas de la aventura humana. Sólo así, sometida a ese reto continuo, será nuestra cultura auténtica, contemporánea y creativa, la mejor herramienta de nuestro progreso económico y social.

Condenar el 'nacionalismo cultural' como una atrofia para la vida espiritual de un país no significa, por supuesto, desdeñar en lo más mínimo las tradiciones y modos de comportamiento nacionales o regionales ni objetar que ellos sirvan, incluso de manera primordial, a pensadores, artistas, técnicos e investigadores del país para su propio trabajo. Significa, únicamente, reclamar, en el ámbito de la cultura, la misma libertad y el mismo pluralismo que deben reinar en lo político y en lo económico en una sociedad democrática. La vida cultural es más rica mientras es más diversa y mientras más libre e intenso es el intercambio y la rivalidad de ideas en su seno.

Los peruanos estamos en una situación de privilegio para saberlo, pues nuestro país es un mosaico cultural en el que coexisten o se mezclan 'todas las sangres', como escribió Arguedas: las culturas prehispánicas y España y todo el occidente que vino a nosotros con la lengua y la historia española; la presencia africana, tan viva en nuestra música; las inmigraciones asiáticas y ese haz de comunidades amazónicas con sus idiomas, leyendas y tradiciones. Esas voces múltiples expresan por igual al Perú, 'país plural, y ninguna tiene más derecho que otra a atribuirse mayor representatividad. En nuestra literatura advertimos parecida abundancia. Tan peruano es Martín Adán, cuya poesía no parece tener otro asiento ni ambición que el lenguaje, como José María Eguren, que creía en las hadas y resucitaba en su casita de Barranco a personajes de los mitos nórdicos, o como José María Arguedas que transfiguró el mundo de los Andes en sus novelas, o como César Moro que escribió sus más bellos poemas en francés. Extranjerizante a veces y a veces folklórica, tradicional con algunos y vanguardista con otros, costeña, serrana o selvática, realista y norteamericanizada, en su contradictoria factura ella expresa esa compleja y múltiple verdad que somos. Y la expresa porque nuestra literatura ha tenido la fortuna de desenvolverse con una libertad de la que no hemos disfrutado siempre los peruanos de carne y hueso. Nuestros dictadores eran incultos que privaban de la libertad a los hombres, rara vez a los libros. Pero eso pertenece al pasado. Las dictaduras de ahora son ideológicas y quieren dominar también los espíritus. Para eso se valen de pretextos, como el de que la cultura nacional debe ser protegida contra la infiltración foránea. No lo admitamos. No admitamos que, con el argumento de defender la' cultura contra el peligro de 'desnacionalización', los gobiernos establezcan sistemas de control del pensamiento y la palabra que, en verdad, no persiguen otro objetivo que impedir las críticas. No admitamos que, con el cuento de preservar la pureza o la salud ideológica de la cultura, el Estado se atribuya una función rectora y carcelera del trabajo intelectual y artístico de un país. Cuando esto ocurre, la vida cultural queda atrapada en la camisa de fuerza de una burocracia y se anquilosa [paralisa] sumiendo a la sociedad en el letargo espiritual.

Para asegurar la libertad y el pluralismo cultural es preciso fijar claramente la función del Estado en este campo. Esta función sólo puede ser la de crear las condiciones más propicias para la vida cultural y la de inmiscuirse lo menos posible en ella. El Estado debe garantizar la libertad de expresión y libre tránsito de las ideas, fomentar la investigación y las artes, garantizar el acceso a la educación y a la información de todos, pero no imponer ni privilegiar doctrinas, teorías o ideologías, sino permitir que éstas florezcan y compitan libremente. Ya sé que es difícil y casi utópico conseguir esa neutralidad frente a la vida cultural del Estado de nuestros días, ese elefante tan grande y tan torpe que con sólo moverse causa estragos. Pero si no conseguimos controlar sus movimientos y reducirlos al mínimo indispensable acabará pisoteándonos y devorándonos.

No repitamos, en nuestros días, el error de los indios mapuches, combatiendo supuestos enemigos extranjeros sin advertir que los principales obstáculos que tenemos que vencer están entre o dentro de nosotros mismos. Los desafíos que debemos enfrentar, en el campo de la cultura, son demasiado reales y grandes para, además, inventarnos dificultades imaginarias como las de potencias forasteras empeñadas en agredimos culturalmente y en envilecer nuestra cultura. No sucumbamos ante esos delirios de persecución ni ante la demagogia de los politicastros incultos, convencidos de que todo vale en su lucha por el poder y que, si llegaran a ocuparlo, no vacilarían, en lo que concierne a la cultura, en rodearla de censuras y asfixiarla con dogmas para, como el Calígula de Albert Camus, acabar con los contradictores y las contradicciones. Quienes proponen esas tesis se llaman a sí mismos, por una de esas vertiginosas sustituciones mágicas de la semántica de nuestro tiempo, 'progresistas'. En realidad, son los retrógrados y oscurantistas contemporáneos, los continuadores de esa sombría dinastía de carceleros del espíritu, como los llamó Nietzsche, cuyo origen se pierde en la noche de la intolerancia humana, y en la que destacan, idénticos y funestos a través de los tiempos, los inquisidores medievales, los celadores de la ortodoxia religiosa, los censores políticos y los comisarios culturales fascistas y estalinistas.

Además del dogmatismo y la falta de libertad, de las intrusiones burocráticas y los prejuicios ideológicos, otro peligro ronda el desarrollo de la cultura en cualquier sociedad contemporánea: la sustitución del producto cultural genuino por el producto seudo-cultural que es impuesto masivamente en el mercado a través de los grandes medios de comunicación. Esta es una amenaza cierta y gravísima y sería insensato restarle importancia. La verdad es que estos productos seudo-culturales son ávidamente consumidos y ofrecen a una enorme masa de hombres y mujeres un simulacro de vida intelectual, embotándoles la sensibilidad, extraviándoles el sentido de los valores artísticos y anulándoles para la verdadera cultura. Es imposible que un lector cuyo gusto literario se ha establecido leyendo a Corín Tellado aprecie a Cervantes o a Cortázar, o que otro que ha aprendido todo lo que cabe en el Reader's Digest, haga el esfuerzo necesario para profundizar en un área cualquiera del conocimiento, y que mentes condicionadas por la publicidad se atrevan a pensar por cuenta propia. La chabacanería [grosseria] y el conformismo, la chatura intelectual y la indigencia artística, la miseria formal y moral de estos productos seudo-culturales afectan profundamente la vida espiritual de un país. Pero es falso que este sea un problema infligido a los países subdesarrollados por los desarrollados. Es un problema que unos y otros compartimos, que resulta del adelanto tecnológico de las comunicaciones y del desarrollo de la industria cultural, y al que ningún país del mundo, rico o pobre, adelantado o atrasado, ha dado aún solución. En la culta Inglaterra el escritor más leído no es Antony Burgess ni Graham Green sino Bárbara Cartland y las telenovelas que hacen las delicias del público francés son tan ruines como las mexicanas o norteamericanas. La solución de este problema no consiste, por supuesto en establecer censuras que prohíban los productos seudo-culturales y den luz verde a los culturales. La censura no es nunca una solución, o, mejor dicho, es la peor solución, la que siempre acarrea males peores que los que quiere resolver. Las culturas "protegidas ", se tiñen [tingem] de oficialismo y terminan adoptando formas más caricaturales y degradadas que las que surgen, junto con los auténticos productos culturales, en las sociedades libres.

Ocurre que la libertad, que en este campo es también, siempre, la mejor opción, tiene un precio que hay que resignarse a pagar. El extraordinario desarrollo de los medios de comunicación ha hecho posible, en nuestra época, que la cultura, que en el pasado fue, por lo menos en sus formas más ricas y elevadas, patrimonio de una minoría, se democratice y esté en condiciones de llegar, por primera vez en la historia, a la inmensa mayoría. Esta es una posibilidad que debe entusiasmamos. Por primera vez existen las condiciones técnicas para que la cultura sea de verdad popular. Es, paradójicamente, esta maravillosa posibilidad la que ha favorecido la aparición y el éxito de la industria masiva de productos semi-culturales. Pero no confundamos el efecto con la causa. Los medios de comunicación masivos no son culpables del uso mediocre o equivocado que se haga de ellos. Nuestra obligación es conquistarlos para la verdadera cultura, elevando mediante la educación y la información el nivel del público, volviendo a éste cada vez más riguroso, más inquieto y más crítico, y exigiendo sin tregua a quienes controlan estos medios ― el Estado y las empresas particulares ― una mayor responsabilidad y un criterio más ético en el empleo que les dan. Pero es, sobre todo, a los intelectuales, técnicos, artistas y científicos, a los productores culturales de todo orden, a quienes les incumbe una tarea audaz y formidable: asumir nuestro tiempo, comprender que la vida cultural no puede ser hoy, como ayer, una actividad de catacumbas, de clérigos encerrados en conventos o academias, sino algo a lo que puede y debe tener acceso el mayor número. Esto exige una reconversión de todo el sistema cultural, que abarque desde un cambio de psicología en el productor individual, y de sus métodos de trabajo, hasta la reforma radical de los canales de difusión y medios de promoción de los productos culturales, una revolución, en suma de consecuencias difíciles de prever. La batalla será larga y difícil, sin duda, pero la perspectiva de lo que significaría el triunfo debería damos fuerza moral y coraje para librarla; es decir, la posibilidad de un mundo en el que, como quería Lautreamont para la poesía, la cultura sea por fin de todos, hecha por todos y para todos.

Publicado em Vuelta nr. 70 de setembro de 1982.

13 de novembro de 2012

Paz: Dostoievsky

Passe o mouse sobre os links para obter tradução de alguns termos


Dostoievski: el diablo y el ideólogo

Octavio Paz

Hace un siglo, el 28 de enero de 1881, murió Fedor Dostoievski. Desde entonces su influencia no ha cesado de crecer y extenderse; primero en su patria ― ya había alcanzado en vida la celebridad ―, después en Europa, América y Asia. Esta influencia no ha sido exclusivamente literaria sino espiritual y vital: varias generaciones han leído sus novelas no como ficciones sino como estudios sobre el alma humana y cientos de miles de lectores en todo el mundo han conversado y discutido silenciosamente con sus personajes, como si fuesen viejos conocidos. Su obra ha marcado a espíritus tan diversos como Nietzsche y Gide. Faulkner y Camus; en México dos escritores lo leyeron con pasión, sin duda porque pertenecían a su misma familia intelectual y se reconocían en muchas de sus ideas y obsesiones: Vasconcelos y Revueltas. Es (o fue) un autor preferido por los jóvenes: todavía recuerdo las conversaciones interminables que sostenía, al finalizar el bachillerato, con algunos compañeros de clase, en caminatas que comenzaban al anochecer en San Ildefonso y terminaban, pasada la medianoche, en Santa María o en la Avenida de los Insurgentes, en busca del último tranvía. Iván y Dimitri Karamazov peleaban en cada uno de nosotros.

Nada más natural que aquel fervor: a pesar del siglo que nos separa, Dostoievski es nuestro gran contemporáneo. Muy pocos escritores del pasado poseen su actualidad: leer sus novelas es leer una crónica del siglo XX. Pero su actualidad no es la de la novedad intelectual o literaria. Por sus gustos y sus preocupaciones estéticas es un escritor de otra edad; es prolijo y, si no fuese por su humor, extrañamente moderno, muchas de sus páginas serían tediosas. Su mundo histórico no es el nuestro. El Diario de un escritor tiene muchas páginas que me repugnan por su esclavismo y antisemitismo. Sus tiradas antieuropeas me recuerdan, aunque son más inspiradas, los desahogos y resentimientos del nacionalismo mexicano e hispanoamericano. Su visión de la historia a veces es profunda pero también confusa: carece de esa comprensión del acontecimiento, a un tiempo rápida y aguda, que nos deleita, por ejemplo, en un Stendhal. Tampoco tuvo la mirada de un Tocqueville, que traspasa la superficie de una sociedad y de una época. No fue, como Tolstoy, un cronista épico. No nos cuenta lo que pasa sino que nos obliga a descender al subsuelo para que veamos qué es lo que está pasando realmente: nos obliga a vernos a nosotros mismos. Dostoievski es nuestro contemporáneo porque adivinó cuáles iban a ser los dramas y conflictos de nuestra época. Y lo adivinó no porque tuviese el don de la doble vista o fuese capaz de prever los sucesos futuros sino porque tuvo la facultad de penetrar en el interior de las almas.

Fue uno de los primeros ― tal vez el primero ― que se dio cuenta del nihilismo moderno. Nos ha dejado descripciones de ese fenómeno espiritual que son inolvidables y que, todavía, nos estremecen por su penetración y su misteriosa exactitud. El nihilismo de la Antigüedad estaba emparentado con el escepticismo y el epicureísmo; su ideal era una noble serenidad: alcanzar la ecuanimidad ante los accidentes de la fortuna. El nihilismo de la India antigua, que tanto impresionó a Alejandro y a sus acompañantes, según cuenta Plutarco, era una actitud filosófica no sin analogía con el pirronismo y que terminaba en la contemplación de la vacuidad. El nihilismo era, para Nagarjuna y sus seguidores, la antesala de la religión. Pero el nihilismo moderno, aunque también nace de una convicción intelectual, no desemboca ni en la impasibilidad filosófica ni en la beatitud de la ataraxia; más bien es una incapacidad para creer y afirmar algo, una falla espiritual más que una filosofía.

Nietzsche imaginó el advenimiento de un "nihilista completo", encarnado en la figura del Superhombre, que juega, danza y ríe en los giros del Eterno Retorno. La danza del Superhombre celebra la insignificancia universal, la evaporación del sentido y la subversión de los valores. Pero el verdadero nihilista, como lo vio con mayor realismo Dostoievski, no danza ni ríe: va de aquí para allá ― alrededor de su cuarto o, es igual para él, alrededor del mundo ― sin poder jamás descansar pero también sin poder hacer nada. Está condenado a dar vueltas, hablando con sus fantasmas. Su mal, como el de los libertinos de Sade o la acidia de los monjes medievales, atacados por el demonio de mediodía, es una continua insatisfacción, un no poder amar a nadie ni a nada, una agitación sin objeto, un disgusto ante sí mismo ― y un amor por sí mismo. El nihilista moderno, Narciso desdichado, mira en el fondo del agua su imagen rota en pedazos. La visión de su caída lo fascina: siente náuseas ante sí mismo y no puede apartar los ojos de sí. Quevedo adivinó su estado en dos líneas difíciles de olvidar:

las aguas del abismo
donde me enamoraba de mí mismo.

Stavrogin, el héroe de Demonios (aunque sea menos literal, la antigua traducción: Los poseídos, era más exacta), escribe a Daria Pavlovna, que lo amaba: "He puesto a prueba, en todas partes, mi fuerza ... Durante esas pruebas, ante mí mismo o ante los otros, esa fuerza se ha revelado siempre sin límites. Pero ¿a qué aplicarla? Esto es lo que nunca supe y lo que continúo sin saber, a pesar de todo el ánimo que quieres darme ... Puedo sentir el deseo de realizar una buena acción y esto me da placer; sin embargo, experimento el mismo placer ante el deseo de cometer una maldad ... Mis sentimientos son mezquinos, nunca fuertes ... Me lancé al libertinaje ... pero no amo ni me gusta el libertinaje... ¿ Crees, porque me amas, que podrás darle algún propósito a mi existencia? No seas imprudente: mi amor es tan mezquino como yo ... Tu hermano me dijo un día que aquel que ya no tiene lazos con la tierra, pierde inmediatamente a sus dioses, es decir, a sus designios. Se puede discutir de todo indefinidamente pero yo sólo puedo negar, negar sin la menor grandeza de alma, sin fuerza. En mí, la negación misma es mezquina. Todo es fofo, blanduzco mole. El generoso Kirilov no pudo soportar su idea y se voló la tapa de los sesos estourou os miolos ... Yo nunca podría perder la razón ni creer en una idea, como él ... Yo nunca, nunca, podría darme un tiro en la sien." ¿Cómo definir a esta situación? Desánimo, falta de ánima. Stavrogin: el desalmado.

Sin embargo, después de haber escrito esa carta, Stavrogin se ahorca en el desván. Ultima paradoja: el cordón era de seda y el suicida, previa y cuidadosamente, lo había untado de jabón. La grandeza del nihilista no reside ni en su actitud ni en sus ideas sino en su lucidez. Su claridad lo redime de lo que Stavrogin llamaba su bajeza o mezquindad. ¿O el suicidio, lejos de ser una respuesta, es otra prueba? Si es así, es una prueba insuficiente. No importa: el nihilista es un héroe intelectual pues se atreve a penetrar en su alma dividida, a sabiendas de que se trata de una exploración sin esperanza. Nietzsche diría que Stavrogin es un "nihilista incompleto": le falta el saber del Eterno Retorno. Pero quizá sea más exacto decir que el personaje de Dostoievski, como tantos de nuestros contemporáneos, es un cristiano incompleto. Ha dejado de creer pero no ha podido substituir las antiguas certidumbres por otras ni vivir a la intemperie, sin ideas que justifiquen o den sentido a su existencia. Dios ha desaparecido, no el mal. La pérdida de las referencias ultraterrenas no extinguen al pecado: al contrario, le dan una suerte de inmortalidad. El nihilista está más cerca del pesimismo gnóstico que del optimismo cristiano y su esperanza en la salvación. Si no hay Dios no hay redención de los pecados pero tampoco hay abolición del mal: el pecado deja de ser un accidente, un estado y se transforma en la condición permanente de los hombres. Es un agustinismo al revés: el mal es ser. El utopista quisiera traer el cielo a la tierra, hacernos dioses; el nihilista se sabe condenado de nacimiento: la tierra ya es el infierno.

El retrato del nihilista, ¿es un autorretrato? Si y no: Dostoievski quiere escapar del nihilismo no por el suicidio y la negación sino por la afirmación y la alegría. La respuesta al nihilismo, enfermedad de intelectuales, es la simplicidad vital de Dimitri Karamazov o la alegría sobrenatural de Aliocha. De una y otra manera, la respuesta no está en la filosofía y las ideas sino en la vida. La refutación al nihilismo es la inocencia de los simples. El mundo de Dostoievski está poblado de hombres, mujeres y niños a un tiempo cotidianos y prodigiosos. Unos san angustiados y otros sensuales, unos cantan en la abyección y otros se desesperan en la prosperidad. Hay santos y criminales, idiotas y genios, mujeres piadosas como un vaso de agua y niños que son ángeles atormentados por sus padres. (¡Qué opuestas visiones de la niñez la de Dostoievski y la de Freud! Mundo de criminales y justos: para unos y otros están abiertas las puertas del reino de los cielos. Todos pueden salvarse o perderse. El cadáver del padre Zósima despide un tufo exala um cheiro de corrupción, revelador de que, a pesar de su piedad, no murió en olor de santidad; en cambio, al recordar a los bandidos y criminales que fueron sus compañeros de prisión en Siberia, Dostoievski dice: "allá el hombre, de pronto, escapa a toda medida". El hombre, "criatura improbable", puede salvarse en cualquier momento. En esto el cristianismo de Dostoievski está cerca de las ideas sobre la libertad y la gracia de Calderón, Tirso y Mira de Amescua.

Para nosotros, los santos y las prostitutas, los criminales y los justos de Dostoievski poseen una realidad casi sobrehumana; quiero decir, son seres insólitos y de otro tiempo. Un tiempo en vías de extinción: pertenecen a la era preindustrial. En este sentido Marx fue más lúcido pues previó la disgregación de los vínculos tradicionales y la erosión de las antiguas formas de vida por la doble acción del mercado capitalista y la industria. Pero Marx no adivinó el surgimiento de un nuevo tipo de hombres que, aunque llamándose sus herederos, consumarían en el siglo XX la ruina de los sueños y aspiraciones socialistas. Dostoievski fue el primero en describir esta clase de hombres. Nosotros los conocemos muy bien pues en nuestros días se han convertido en legión: son los sectarios y los fanáticos de la ideología, los prosélitos de los Stavrogin y los Iván. Su prototipo es Smerdiakov, el parricida, discípulo de Iván.

Los sectarios no han heredado de los nihilistas la lucidez sino la incredulidad. Mejor dicho, han convertido a la incredulidad en una nueva y más baja superstición. Dostoievski los llama endemoniados aunque, a diferencia de lván y de Stavrogin, no tienen conciencia de que están poseídos por los diablos. Por eso los compara con los cerdos del Evangelio (San Lucas, VII, 32-36). Al perder su antigua fe, veneran ídolos falsamente racionales: el progreso, las utopías sociales y revolucionarias. Han abjurado de la religión de sus padres, no de la religión: en lugar de Cristo y la Virgen adoran dos o tres ideas de manual. Son los antepasados de nuestros terroristas. El mundo de Dostoievski es el de una sociedad enferma de esa corrupción de la religión que llamamos ideología. Su mundo es la prefiguración del nuestro.

Dostoievski fue revolucionario en su juventud. Por sus actividades fue encarcelado. condenado a muerte y después perdonado. Pasó varios años en Siberia ― los campos de concentración de la Rusia actual son una herencia perfeccionada y amplificada del sistema de represión zarista ― y a su regreso rompió con su pasado radical. Fue conservador, cristiano, monárquico y nacionalista. Sin embargo, sería un error reducir su obra a una definición ideológica. No fue un ideólogo ― aunque las ideas tengan una importancia cardinal en sus novelas ― sino un novelista. Uno de sus héroes, Dimitri Karamazov, dice: Debemos amar más a la vida que al sentido de la vida. Dimitri es una respuesta a Iván, pero no es la respuesta: Dostoievski no opone una idea a otra sino una realidad humana a otra. A diferencia de Flaubert, James o Proust, las ideas son reales para él, pero no en sí mismas sino como una dimensión religiosa de la existencia. Las únicas ideas que le interesaron fueron las ideas encarnadas. Algunas vienen de Dios, es decir, de la profundidad del corazón; otras, las más, vienen del diablo, es decir, del cerebro. Como el alma de los clérigos medievales, la conciencia del intelectual moderno es un teatro de batalla. Las novelas de Dostoievski, desde esta perspectiva, son parábolas religiosas y su arte está más cerca de San Pablo, San Agustín y Pascal que el realismo moderno. Al mismo tiempo, por el rigor de sus análisis psicológicos, su obra anticipa a Freud y, en cierto modo, lo trasciende.

Debemos a Dostoievski el diagnóstico más profundo y completo de la enfermedad moderna: la escisión psíquica, la conciencia dividida. Su descripción es, simultáneamente, psicológica y religiosa. Stavrogin e Iván padecen visiones: ven y hablan con espectros que son demonios. Al mismo tiempo, como ambos son modernos, atribuyen esas apariciones a trastornos psíquicos: son proyecciones de su alma perturbada. Pero ninguno de los dos está muy seguro de esa explicación. Una y otra vez, en sus conversaciones con sus espectrales visitantes, se ven constreñidos a aceptar, con desesperación, su realidad: en verdad hablan con el diablo. La conciencia de la escisión es diabólica: estar poseído significa saber que el yo se ha roto y que hay un extraño que usurpa nuestra voz. ¿Ese extraño es el diablo o nosotros mismos? Cualquiera que sea nuestra respuesta, la identidad de la persona se escinde. Estos pasajes son alucinantes: las conversaciones de Iván con sus demonios están relatadas con gran realismo y como si se tratase de sucesos cotidianos. Abundan las situaciones absurdas y las reflexiones irónicas. Alternativamente el miedo nos hace reír y nos hiela la sangre. Experimentamos una fascinación ambigua: la descripción psicológica se transforma insensiblemente en especulación metafísica, esta en visión religiosa y, en fin, la visión en cuento que mezcla de modo inextricable lo sobrenatural y lo cotidiano, lo grotesco y lo abismal.

Los diablos de Dostoievski poseen una veracidad única en la literatura moderna. Desde el siglo XVIII los fantasmas de nuestros poemas y novelas son poco convincentes. Son personajes de comedia y la afectación de su lenguaje y de sus actitudes es, a un tiempo, pomposa e insoportable. Los de Goethe y Valéry son plausibles por su mismo carácter extremadamente intelectual y simbólico; también son aceptables los que de manera deliberada e irónica se presentan como ficciones fantásticas: el diablo de La mano encantada de Nerval o el delicioso Diablo enamorado de Cazotte. Pero los diablos modernos hacen todo lo posible por hacernos saber que vienen de allá, del mundo subterráneo. Son los parvenus de lo sobrenatural. Aunque los diablos de Dostoievski también son modernos y no se parecen a los antiguos demonios medievales y barrocos ― lascivos, astutos y un poco estúpidos ― no son literarios. Tienen una realidad clínica, por decirlo así. En esto reside, quizá, su gran descubrimiento: vio el parentesco oculto entre el mal y la enfermedad, entre la posesión y la reflexión. Son diablos que razonan y que, como si fuesen psicoanalistas, se empeñan en probar su inexistencia, su naturaleza imaginaria. Triunfan gracias a esos razonamientos irrefutables; Iván y Savrogin, dos intelectuales, no tienen más remedio que creerles: son verdaderamente el diablo pues solamente el diablo puede razonar así. Pero también estarían poseídos por el diablo si se aferrasen a la creencia de que se trata de meras alucinaciones de una mente enferma. En uno y otro caso, los dos están poseídos por la negación, esencia del demonio. Así se cumple el pensamiento que aterra a Iván: para creer en el diablo no es necesario creer en Dios.

Hay una especie inmune a la seducción del diablo: el ideólogo. Es el hombre que ha extirpado la dualidad. No conversa: demuestra, adoctrina, refuta, convence, condena. Llama a los otros camaradas pero jamás habla con ellos: habla con su idea. Tampoco habla con el otro que todos llevamos dentro. Ni siquiera sospecha que existe: el otro es una fantasía idealista, una superstición pequeño-burguesa. El ideólogo es el mutilado del espíritu: le falta la mitad de sí mismo. Dostoievski amaba a los pobres y a los simples, a los humillados y ofendidos pero nunca ocultó su antipatía hacia los que se decían sus salvadores. Le parecía absurda su "pretensión de querer liberar al hombre de la carga de la libertad". Carga terrible y preciosa. Los ideólogos han correspondido a su antipatía con otra no menos intensa. En una carta a su amiga Inés Armand, Lenin lo llama "el archimediocre Dostoievski". En otra ocasión dijo: "no pierdo el tiempo con esa basura". En la época de Stalin fue un autor casi prohibido y todavía hoy, en los círculos oficiales, es visto como reaccionario y un enemigo. A pesar de la hostilidad gubernamental, sus libros son los más leídos en Rusia, sobre todo entre los estudiantes, los intelectuales y, claro, los detenidos en los campos de concentración.

El tirano es arbitrario y caprichoso; contra los excesos de locos y desequilibrados como Nerón o Calígula, el remedio tradicional ha sido el puñal del regicida. Es un recurso inutilizable contra el despotismo ideológico, que es sistemático e impersonal: no se puede asesinar a una abstracción. Pero la ideología, que es inmune a las balas, no lo es a la crítica. De allí que el déspota ideológico no conozca, como forma de expresión, sino el monólogo y el discurso. La tiranía del ideólogo es el soliloquio de un profesor sádico y pedante, empeñado en hacer de la sociedad un cuadrado y de cada hombre un triángulo. Por esto, aparte de la permanente fascinación que sentimos ante su obra, Dostoievski es actual. Su actualidad es moral y política: nos enseña que la sociedad no es un pizarrón quadro-negro y que el hombre, criatura imprevisible, escapa a todas las definiciones y prisiones, incluso a las del tirano convertido en geómetra.


Publicado em Revista Vuelta nr. 52, março de 1981.

19 de outubro de 2012

La búsqueda del presente

Discurso proferido por Octavio Paz em 1990 por ocasião do recebimento do Prêmio Nobel de Literatura da Academia Sueca


Comienzo con una palabra que todos los hombres, desde que el hombre es hombre, han proferido: gracias. Es una palabra que tiene equivalentes en todas las lenguas. Y en todas es rica la gama de significados. En las lenguas romances va de lo espiritual a lo físico, de la gracia que concede Dios a los hombres para salvarlos del error y la muerte a la gracia corporal de la muchacha que baila o a la del felino que salta en la maleza. Gracia es perdón, indulto, favor, beneficio, nombre, inspiración, felicidad en el estilo de hablar o de pintar, ademán que revela las buenas maneras y, en fin, acto que expresa bondad de alma. La gracia es gratuita, es un don; aquel que lo recibe, el agraciado, si no es un mal nacido, lo agradece: da las gracias. Es lo que yo hago ahora con estas palabras de poco peso. Espero que mi emoción compense su levedad. Si cada una fuese una gota de agua, ustedes podrían ver, a través de ellas, lo que siento: gratitud, reconocimiento. Y también una indefinible mezcla de temor, respeto y sorpresa al verme ante ustedes, en este recinto que es, simultáneamente, el hogar de las letras suecas y la casa de la literatura universal.

Las lenguas son realidades más vastas que las entidades políticas e históricas que llamamos naciones. Un ejemplo de esto son las lenguas europeas que hablamos en América. La situación peculiar de nuestras literaturas frente a las de Inglaterra, España, Portugal y Francia depende precisamente de este hecho básico: son literaturas escritas en lenguas transplantadas. Las lenguas nacen y crecen en un suelo; las alimenta una historia común. Arrancadas de su suelo natal y de su tradición propia, plantadas en un mundo desconocido y por nombrar, las lenguas europeas arraigaron en las tierras nuevas, crecieron con las sociedades americanas y se transformaron. Son la misma planta y son una planta distinta. Nuestras literaturas no vivieron pasivamente las vicisitudes de las lenguas transplantadas: participaron en el proceso y lo apresuraron. Muy pronto dejaron de ser meros reflejos transatlánticos; a veces han sido la negación de las literaturas europeas y otras, con más frecuencia, su réplica.

A despecho de estos vaivenes, la relación nunca se ha roto. Mis clásicos son los de mi lengua y me siento descendiente de Lope y de Quevedo como cualquier escritor español ... pero no soy español. Creo que lo mismo podrían decir la mayoría de los escritores hispanoamericanos y también los de los Estados Unidos, Brasil y Canadá frente a la tradición inglesa, portuguesa y francesa. Para entender más claramente la peculiar posición de los escritores americanos, basta con pensar en el diálogo que sostiene el escritor japonés, chino o árabe con esta o aquella literatura europea: es un diálogo a través de lenguas y de civilizaciones distintas. En cambio, nuestro diálogo se realiza en el interior de la misma lengua. Somos y no somos europeos. ¿Qué somos entonces? Es difícil definir lo que somos pero nuestras obras hablan por nosotros.

La gran novedad de este siglo, en materia literaria, ha sido la aparición de las literaturas de América. Primero surgió la angloamericana y después, en la segunda mitad del siglo XX, la de América Latina en sus dos grandes ramas, la hispanoamericana y la brasileña. Aunque son muy distintas, las tres literaturas tienen un rasgo en común: la pugna, más ideológica que literaria, entre las tendencias cosmopolitas y las nativistas, el europeísmo y el americanismo. ¿Qué ha quedado de esa disputa? Las polémicas se disipan; quedan las obras. Aparte de este parecido general, las diferencias entre las tres son numerosas y profundas. Una es de orden histórico más que literario: el desarrollo de la literatura angloamericana coincide con el ascenso histórico de los Estados Unidos como potencia mundial; el de la nuestra con las desventuras y convulsiones políticas y sociales de nuestros pueblos. Nueva prueba de los límites de los determinismos sociales e históricos; los crepúsculos de los imperios y las perturbaciones de las sociedades coexisten a veces con obras y momentos de esplendor en las artes y las letras: Li-Po y Tu Fu fueron testigos de la caída de los Tang, Velázquez fue el pintor de Felipe IV, Séneca y Lucano fueron contemporáneos y víctimas de Nerón. Otras diferencias son de orden literario y se refieren más a las obras en particular que al carácter de cada literatura. ¿Pero tienen carácter las literaturas, poseen un conjunto de rasgos comunes que las distingue unas de otras? No lo creo. Una literatura no se define por un quimérico, inasible carácter. Es una sociedad de obras únicas unidas por relaciones de oposición y afinidad.

La primera y básica diferencia entre la literatura latinoamericana y la angloamericana reside en la diversidad de sus orígenes. Unos y otros comenzamos por ser una proyección europea. Ellos de una isla y nosotros de una península. Dos regiones excéntricas por la geografía, la historia y la cultura. Ellos vienen de Inglaterra y la Reforma; nosotros de España, Portugal y la Contrarreforma. Apenas si debo mencionar, en el caso de los hispanoamericanos, lo que distingue a España de las otras naciones europeas y le otorga una notable y original fisonomía histórica. España no es menos excéntrica que Inglaterra aunque lo es de manera distinta. La excentricidad inglesa es insular y se caracteriza por el aislamiento: una excentricidad por exclusión. La hispana es peninsular y consiste en la coexistencia de diferentes civilizaciones y pasados: una excentricidad por inclusión. En lo que sería la católica España los visigodos profesaron la herejía de Arriano, para no hablar de los siglos de dominación de la civilización árabe, de la influencia del pensamiento judío, de la Reconquista y de otras peculiaridades.

En América la excentricidad hispánica se reproduce y se multiplica, sobre todo en países con antiguas y brillantes civilizaciones como México y Perú. Los españoles encontraron en México no sólo una geografía sino una historia. Esa historia está viva todavía: no es un pasado sino un presente. El México precolombino, con sus templos y sus dioses, es un montón de ruinas pero el espíritu que animó ese mundo no ha muerto. Nos habla en el lenguaje cifrado de los mitos, las leyendas, las formas de convivencia, las artes populares, las costumbres. Ser escritor mexicano significa oír lo que nos dice ese presente - esa presencia. Oírla, hablar con ella, descifrarla: decirla... Tal vez después de esta breve digresión sea posible entrever la extraña relación que, al mismo tiempo, nos une y separa de la tradición europea.

La conciencia de la separación es una nota constante de nuestra historia espiritual. A veces sentimos la separación como una herida y entonces se transforma en escisión interna, conciencia desgarrada que nos invita al examen de nosotros mismos; otras aparece como un reto, espuela que nos incita a la acción, a salir al encuentro de los otros y del mundo. Cierto, el sentimiento de la separación es universal y no es privativo de los hispanoamericanos. Nace en el momento mismo de nuestro nacimiento: desprendidos del todo caemos en un suelo extraño. Esta experiencia se convierte en una llaga que nunca cicatriza. Es el fondo insondable de cada hombre; todas nuestras empresas y acciones, todo lo que hacemos y soñamos, son puentes para romper la separación y unirnos al mundo y a nuestros semejantes. Desde esta perspectiva, la vida de cada hombre y la historia colectiva de los hombres pueden verse como tentativas destinadas a reconstruir la situación original. Inacabada e inacabable cura de la escisión. Pero no me propongo hacer otra descripción, una más, de este sentimiento. Subrayo que entre nosotros se manifiesta sobre todo en términos históricos. Así, se convierte en conciencia de nuestra historia. ¿Cuando y cómo aparece este sentimiento y cómo se transforma en conciencia? La respuesta a esta doble pregunta puede consistir en una teoría o en un testimonio personal. Prefiero lo segundo: hay muchas teorías y ninguna del todo confiable.

El sentimiento de separación se confunde con mis recuerdos más antiguos y confusos: con el primer llanto, con el primer miedo. Como todos los niños, construí puentes imaginarios y afectivos que me unían al mundo y a los otros. Vivía en un pueblo de las afueras de la ciudad de México, en una vieja casa ruinosa con un jardín selvático y una gran habitación llena de libros. Primeros juegos, primeros aprendizajes. El jardín se convirtió en el centro del mundo y la biblioteca en caverna encantada. Leía y jugaba con mis primos y mis compañeros de escuela. Había una higuera, templo vegetal, cuatro pinos, tres fresnos, un huele-de-noche, un granado, herbazales, plantas espinosas que producían rozaduras moradas. Muros de adobe. El tiempo era elástico; el espacio, giratorio. Mejor dicho: todos los tiempos, reales o imaginarios, eran ahora mismo; el espacio, a su vez, se transformaba sin cesar: allá era aquí: todo era aquí: un valle, una montaña, un país lejano, el patio de los vecinos. Los libros de estampas, particularmente los de historia, hojeados con avidez, nos proveían de imágenes: desiertos y selvas, palacios y cabañas, guerreros y princesas, mendigos y monarcas. Naufragamos con Simbad y con Robinson, nos batimos con Artagnan, tomamos Valencia con el Cid. ¡Cómo me hubiera gustado quedarme para siempre en la isla de Calipso! En verano la higuera mecía todas sus ramas verdes como si fuesen las velas de una carabela o de un barco pirata; desde su alto mástil, batido por el viento, descubrí islas y continentes - tierras que apenas se desvanecían. El mundo era ilimitado y, no obstante, siempre al alcance de la mano; el tiempo era una substancia maleable y un presente sin fisuras.

¿Cuando se rompió el encanto? No de golpe: poco a poco. Nos cuesta trabajo aceptar que el amigo nos traiciona, que la mujer querida nos engaña, que la idea libertaria es la máscara del tirano. Lo que se llama "caer en la cuenta" es un proceso lento y sinuoso porque nosotros mismos somos cómplices de nuestros errores y engaños. Sin embargo, puedo recordar con cierta claridad un incidente que, aunque pronto olvidado, fue la primera señal. Tendría unos seis años y una de mis primas, un poco mayor que yo, me enseñó una revista norteamericana con una fotografía de soldados desfilando por una gran avenida, probablemente de Nueva York. "Vuelven de la guerra", me dijo. Esas pocas palabras me turbaron como si anunciasen el fin del mundo o el segundo advenimiento de Cristo. Sabía, vagamente, que allá lejos, unos años antes, había terminado una guerra y que los soldados desfilaban para celebrar su victoria; para mí aquella guerra había pasado en otro tiempo, no ahora ni aquí. La foto me desmentía. Me sentí, literalmente, desalojado del presente.

Desde entonces el tiempo comenzó a fracturarse más y más. Y el espacio, los espacios. La experiencia se repitió una y otra vez. Una noticia cualquiera, una frase anodina, el titular de un diario, una canción de moda: pruebas de la existencia del mundo de afuera y revelaciones de mi irrealidad. Sentí que el mundo se escindía: yo no estaba en el presente. Mi ahora se disgregó: el verdadero tiempo estaba en otra parte. Mi tiempo, el tiempo del jardín, la higuera, los juegos con los amigos, el sopor bajo el sol de las tres de la tarde entre las yerbas, el higo entreabierto - negro y rojizo como un ascua pero un ascua dulce y fresca - era un tiempo ficticio. A pesar del testimonio de mis sentidos, el tiempo de allá, el de los otros, era el verdadero, el tiempo del presente real. Acepté lo inaceptable: fui adulto. Así comenzó mi expulsión del presente.

Decir que hemos sido expulsados del presente puede parecer una paradoja. No: es una experiencia que todos hemos sentido alguna vez; algunos la hemos vivido primero como una condena y después transformada en conciencia y acción. La búsqueda del presente no es la búsqueda del edén terrestre ni de la eternidad sin fechas: es la búsqueda de la realidad real. Para nosotros, hispanoamericanos, ese presente real no estaba en nuestros países: era el tiempo que vivían los otros, los ingleses, los franceses, los alemanes. El tiempo de Nueva York, París, Londres. Había que salir en su busca y traerlo a nuestras tierras. Esos años fueron también los de mi descubrimiento de la literatura. Comencé a escribir poemas. No sabía qué me llevaba a escribirlos: estaba movido por una necesidad interior difícilmente definible. Apenas ahora he comprendido que entre lo que he llamado mi expulsión del presente y escribir poemas había una relación secreta. La poesía está enamorada del instante y quiere revivirlo en un poema; lo aparta de la sucesión y lo convierte en presente fijo. Pero en aquella época yo escribía sin preguntarme por qué lo hacía. Buscaba la puerta de entrada al presente: quería ser de mi tiempo y de mi siglo. Un poco después esta obsesión se volvió idea fija: quise ser un poeta moderno. Comenzó mi búsqueda de la modernidad.

¿Qué es la modernidad? Ante todo, es un término equívoco: hay tantas modernidades como sociedades. Cada una tiene la suya. Su significado es incierto y arbitrario, como el del período que la precede, la Edad Media. Si somos modernos frente al medievo, ¿seremos acaso la Edad Media de una futura modernidad? Un nombre que cambia con el tiempo, ¿es un verdadero nombre? La modernidad es una palabra en busca de su significado: ¿es una idea, un espejismo o un momento de la historia? ¿Somos hijos de la modernidad o ella es nuestra creación? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Poco importa: la seguimos, la perseguimos. Para mí, en aquellos años, la modernidad se confundía con el presente o, más bien, lo producía: el presente era su flor extrema y última. Mi caso no es único ni excepcional: todos los poetas de nuestra época, desde el período simbolista, fascinados por esa figura a un tiempo magnética y elusiva, han corrido tras ella. El primero fue Baudelaire. El primero también que logró tocarla y así descubrir que no es sino tiempo que se deshace entre las manos. No referiré mis aventuras en la persecusión de la modernidad: son las de casi todos los poetas de nuestro siglo. La modernidad ha sido una pasión universal. Desde 1850 ha sido nuestra diosa y nuestro demonio. En los últimos años se ha pretendido exorcizarla y se habla mucho de la "postmodernidad". ¿Pero qué es la postmodernidad sino una modernidad aún más moderna?

Para nosotros, latinoamericanos, la búsqueda de la modernidad poética tiene un paralelo histórico en las repetidas y diversas tentativas de modernización de nuestras naciones. Es una tendencia que nace a fines del siglo XVIII y que abarca a la misma España. Los Estados Unidos nacieron con la modernidad y ya para 1830, como lo vio Tocqueville, eran la matriz del futuro; nosotros nacimos en el momento en que España y Portugal se apartaban de la modernidad. De ahí que a veces se hablase de "europeizar" a nuestros países: lo moderno estaba afuera y teníamos que importarlo. En la historia de México el proceso comienza un poco antes de las guerras de Independencia; más tarde se convierte en un gran debate ideológico y político que divide y apasiona a los mexicanos durante el siglo XIX. Un episodio puso en entredicho no tanto la legitimidad del proyecto reformador como la manera en que se había intentado realizarlo: la Revolución mexicana. A diferencia de las otras revoluciones del siglo XX, la de México no fue tanto la expresión de una ideología más o menos utópica como la explosión de una realidad histórica y psíquica oprimida. No fue la obra de un grupo de ideólogos decididos a implantar unos principios derivados de una teoría política; fue un sacudimiento popular que mostró a la luz lo que estaba escondido. Por esto mismo fue, tanto o más que una revolución, una revelación. México buscaba al presente afuera y lo encontró adentro, enterrado pero vivo. La búsqueda de la modernidad nos llevó a descubrir nuestra antigüedad, el rostro oculto de la nación. Inesperada lección histórica que no sé si todos han aprendido: entre tradición y modernidad hay un puente. Aisladas, las tradiciones se petrifican y las modernidades se volatilizan; en conjunción, una anima a la otra y la otra le responde dándole peso y gravedad.

La búsqueda de la modernidad poética fue una verdadera quéte, en el sentido alegórico y caballeresco que tenía esa palabra en el siglo XII. No rescaté ningún Grial, aunque recorrí varias waste lands, visité castillos de espejos y acampé entre tribus fantasmales. Pero descubrí a la tradición moderna. Porque la modernidad no es una escuela poética sino un linaje, una familia esparcida en varios continentes y que durante dos siglos ha sobrevivido a muchas vicisitudes y desdichas: la indiferencia pública, la soledad y los tribunales de las ortodoxias religiosas, políticas, académicas y sexuales. Ser una tradición y no una doctrina le ha permitido, simultáneamente, permanecer y cambiar. También le ha dado diversidad: cada aventura poética es distinta y cada poeta ha plantado un árbol diferente en este prodigioso bosque parlante. Si las obras son diversas y los caminos distintos, ¿qué une a todos estos poetas? No una estética sino la búsqueda. Mi búsqueda no fue quimérica, aunque la idea de modernidad sea un espejismo, un haz de reflejos. Un día descubrí que no avanzaba sino que volvía al punto de partida: la búsqueda de la modernidad era un descenso a los orígenes. La modernidad me condujo a mi comienzo, a mi antigüedad. La ruptura se volvió reconciliación. Supe así que el poeta es un latido en el río de las generaciones.


La idea de modernidad es un sub-producto de la concepción de la historia como un proceso sucesivo, lineal e irrepetible. Aunque sus orígenes están en el judeocristianismo, es una ruptura con la doctrina cristiana. El cristianismo desplazó al tiempo cíclico de los paganos: la historia no se repite, tuvo un principio y tendrá un fin; el tiempo sucesivo fue el tiempo profano de la historia, teatro de las acciones de los hombres caídos, pero sometido al tiempo sagrado, sin principio ni fin. Después del Juicio Final, lo mismo en el cielo que en el infierno, no habrá futuro. En la Eternidad no sucede nada porque todo es. Triunfo del ser sobre el devenir. El tiempo nuevo, el nuestro, es lineal como el cristiano pero abierto al infinito y sin referencia a la Eternidad. Nuestro tiempo es el de la historia profana. Tiempo irreversible y perpetuamente inacabado, en marcha no hacia su fin sino hacia el porvenir. El sol de la historia se llama futuro y el nombre del movimiento hacia el futuro es Progreso.

Para el cristiano, el mundo - o como antes se decía: el siglo, la vida terrenal - es un lugar de prueba: las almas se pierden o se salvan en este mundo. Para la nueva concepción, el sujeto histórico no es el alma individual sino el género humano, a veces concebido como un todo y otras a través de un grupo escogido que lo representa: las naciones adelantadas de Occidente, el proletariado, la raza blanca o cualquier otro ente. La tradición filosófica pagana y cristiana había exaltado al Ser, plenitud henchida, perfección que no cambia nunca; nosotros adoramos al Cambio, motor del progreso y modelo de nuestras sociedades. El Cambio tiene dos modos privilegiados de manifestación: la evolución y la revolución, el trote y el salto. La modernidad es la punta del movimiento histórico, la encarnación de la evolución o de la revolución, las dos caras del progreso. Por último, el progreso se realiza gracias a la doble acción de la ciencia y de la técnica, aplicadas al dominio de la naturaleza y a la utilización de sus inmensos recursos.

El hombre moderno se ha definido como un ser histórico. Otras sociedades prefirieron definirse por valores e ideas distintas al cambio: los griegos veneraron a la Polis y al círculo pero ignoraron al progreso, a Séneca le desvelaba, como a todos los estoicos, el eterno retorno, San Agustín creía que el fin del mundo era inminente, Santo Tomás construyó una escala - los grados del ser - de la criatura al Creador y así sucesivamente. Una tras otra esas ideas y creencias fueron abandonadas. Me parece que comienza a ocurrir lo mismo con la idea del Progreso y, en consecuencia, con nuestra visión del tiempo, de la historia y de nosotros mismos. Asistimos al crepúsculo del futuro. La baja de la idea de modernidad, y la boga de una noción tan dudosa como "postmodernidad", no son fenómenos que afecten únicamente a las artes y a la literatura: vivimos la crisis de las ideas y creencias básicas que han movido a los hombres desde hace más de dos siglos. En otras ocasiones me he referido con cierta extensión al tema. Aquí sólo puedo hacer un brevísimo resumen.

En primer término: está en entredicho la concepción de un proceso abierto hacia el infinito y sinónimo de progreso continuo. Apenas si debo mencionar lo que todos sabemos: los recursos naturales son finitos y un día se acabarán. Además, hemos causado daños tal vez irreparables al medio natural y la especie misma está amenazada. Por otra parte, los instrumentos del progreso - la ciencia y la técnica - han mostrado con terrible claridad que pueden convertirse fácilmente en agentes de destrucción. Finalmente, la existencia de armas nucleares es una refutación de la idea de progreso inherente a la historia. Una refutación, añado, que no hay más remedio que llamar devastadora.

En segundo término: la suerte del sujeto histórico, es decir, de la colectividad humana, en el siglo XX. Muy pocas veces los pueblos y los individuos habían sufrido tanto: dos guerras mundiales, despotismos en los cinco continentes, la bomba atómica y, en fin, la multiplicación de una de las instituciones más crueles y mortíferas que han conocido los hombres, el campo de concentración. Los beneficios de la técnica moderna son incontables pero es imposible cerrar los ojos ante las matanzas, torturas, humillaciones, degradaciones y otros daños que han sufrido millones de inocentes en nuestro siglo.

En tercer término: la creencia en el progreso necesario. Para nuestros abuelos y nuestros padres las ruinas de la historia - cadáveres, campos de batalla desolados, ciudades demolidas - no negaban la bondad esencial del proceso histórico. Los cadalsos y las tiranías, las guerras y la barbarie de las luchas civiles eran el precio del progreso, el rescate de sangre que había que pagar al dios de la historia. ¿Un dios? Si, la razón misma, divinizada y rica en crueles astucias, según Hegel. La supuesta racionalidad de la historia se ha evaporado. En el dominio mismo del orden, la regularidad y la coherencia - en las ciencias exactas y en la física - han reaparecido las viejas nociones de accidente y de catástrofe. Inquietante resurrección que me hace pensar en los terrores del Año Mil y en la angustia de los aztecas al fin de cada ciclo cósmico.

Y para terminar esta apresurada enumeración: la ruina de todas esas hipótesis filosóficas e históricas que pretendían conocer las leyes de desarrollo histórico. Sus (reyentes, confiados en que eran dueños de las llaves de la historia, edificaron poderosos estados sobre pirámides de cadáveres. Esas orgullosas construcciones, destinadas en teoría a liberar a los hombres, se convirtieron muy pronto en cárceles gigantescas. Hoy las hemos visto caer; las echaron abajo no los enemigos idelógicos sino el cansancio y el afán libertario de las nuevas generaciones. ¿Fin de las utopías? Más bien: fin de la idea de la historia como un fenómeno cuyo desarrollo se conoce de antemano. El determinismo histórico ha sido una costosa y sangrienta fantasía. La historia es imprevisible porque su agente, el hombre, es la indeterminación en persona.

Este pequeño repaso muestra que, muy probablemente, estamos al fin de un período histórico y al comienzo de otro. ¿Fin o mutación de la Edad Moderna? Es difícil saberlo. De todos modos, el derrumbe de las utopías ha dejado un gran vacío, no en los países en donde esa ideología ha hecho sus pruebas y ha fallado sino en aquellos en los que muchos la abrazaron con entusiasmo y esperanza. Por primera vez en la historia los hombres viven en una suerte de intemperie espiritual y no, como antes, a la sombra de esos sistemas religiosos y políticos que, simultáneamente, nos oprimían y nos consolaban. Las sociedades son históricas pero todas han vivido guiadas e inspiradas por un conjunto de creencias e ideas metahistóricas. La nuestra es la primera que se apresta a vivir sin una doctrina metahistórica; nuestros absolutos - religiosos o filosóficos, éticos o estéticos - no son colectivos sino privados. La experiencia es arriesgada. Es imposible saber si las tensiones y conflictos de esta privatización de ideas, prácticas y creencias que tradicionalmente pertenecían a la vida pública no terminará por quebrantar la fábrica social. Los hombres podrían ser poseídos nuevamente por las antiguas furias religiosas y por los fanatismos nacionalistas. Sería terrible que la caída del ídolo abstracto de la ideología anunciase la resurrección de las pasiones enterradas de las tribus, las sectas y las iglesias. Por desgracia, los signos son inquietantes.

La declinación de las ideologías que he llamado metahistóricas, es decir, que asignan un fin y una dirección a la historia, implica el tácito abandono de soluciones globales. Nos inclinamos más y más, con buen sentido, por remedios limitados para resolver problemas concretos. Es cuerdo abstenerse de legislar sobre el porvenir. Pero el presente require no solamente atender a sus necesidades inmediatas: también nos pide una reflexión global y más rigurosa. Desde hace mucho creo, y lo creo firmemente, que el ocaso del futuro anuncia el advenimiento del hoy. Pensar el hoy significa, ante todo, recobrar la mirada critica. Por ejemplo, el triunfo de la economía de mercado - un triunfo por default del adversario - no puede ser únicamente motivo de regocijo. El mercado es un mecanismo eficaz pero, como todos los mecanismos, no tiene conciencia y tampoco misericordia. Hay que encontrar la manera de insertarlo en la sociedad para que sea la expresión del pacto social y un instrumento de justicia y equidad. Las sociedades democráticas desarrolladas han alcanzado una prosperidad envidiable; asimismo, son islas de abundancia en el océano de la miseria universal. El tema del mercado tiene una relación muy estrecha con el deterioro del medio ambiente. La contaminación no sólo infesta al aire, a los ríos y a los bosques sino a las almas. Una sociedad poseída por el frenesí de producir más para consumir más tiende a convertir las ideas, los sentimientos, el arte, el amor, la amistad y las personas mismas en objetos de consumo. Todo se vuelve cosa que se compra, se usa y se tira al basurero. Ninguna sociedad había producido tantos desechos como la nuestra. Desechos materiales y morales.

La reflexión sobre el ahora no implica renuncia al futuro ni olvido del pasado: el presente es el sitio de encuentro de los tres tiempos. Tampoco puede confundirse con un fácil hedonismo. El árbol del placer no crece en el pasado o en el futuro sino en el ahora mismo. También la muerte es un fruto del presente. No podemos rechazarla: es parte de la vida. Vivir bien exige morir bien. Tenemos que aprender a mirar de frente a la muerte. Alternativamente luminoso y sombrío, el presente es una esfera donde se unen las dos mitades, la acción y la contemplación. Así como hemos tenido filosofías del pasado y del futuro, de la eternidad y de la nada, mañana tendremos una filosofía del presente. La experiencia poética puede ser una de sus bases. ¿Qué sabemos del presente? Nada o casi nada. Pero los poetas saben algo: el presente es el manantial de las presencias.

En mi peregrinación en busca de la modernidad me perdí y me encontré muchas veces. Volví a mi origen y descubrí que la modernidad no está afuera sino adentro de nosotros. Es hoy y es la antigüedad más antigua, es mañana y es el comienzo del mundo, tiene mil años y acaba de nacer. Habla en náhuatl, traza ideogramas chinos del siglo IX y aparece en la pantalla de televisión. Presente intacto, recién desenterrado, que se sacude el polvo de siglos, sonríe y, de pronto, se echa a volar y desaparece por la ventana. Simultaneidad de tiempos y de presencias: la modernidad rompe con el pasado inmediato sólo para rescatar al pasado milenario y convertir a una figurilla de fertilidad del neolítico en nuestra contemporánea. Perseguimos a la modernidad en sus incesantes metamorfosis y nunca logramos asirla. Se escapa siempre: cada encuentro es una fuga. La abrazamos y al punto se disipa: sólo era un poco de aire. Es el instante, ese pájaro que está en todas partes y en ninguna. Queremos asirlo vivo pero abre las alas y se desvanece, vuelto un puñado de sílabas. Nos quedamos con las manos vacías. Entonces las puertas de la percepción se entreabren y aparece el otro tiempo, el verdadero, el que buscábamos sin saberlo: el presente, la presencia.