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17 de outubro de 2012

Memento: Jean-Paul Sartre

Octavio Paz

La muerte de Jean-Paul Sartre, pasada la sorpresa inicial que provoca esta clase de noticias, despertó en mí un sentimiento de resignada melancolía. Yo viví en París durante los años de la postguerra, que fueron los del mediodía de su gloria y de su influencia. Sartre soportaba aquella celebridad con humor y sencillez; a pesar de que la beatería de muchos de sus admiradores ― sobre todo la de los latinoamericanos, ávidos siempre de filosofías up-to-date ― era irritante y cómica a un tiempo, su simplicidad, realmente filosófica, desarmaba a los espíritus más reticentes. Durante esos años lo leí con pasión encarnizada: una de sus cualidades fue la de sucitar en sus lectores, con la misma violencia, la repulsa y el asentimiento. Muchas veces, en el curso de mis lecturas, lamenté no conocerlo en persona para decirle de viva voz mis dudas y desacuerdos. Un incidente me dio esa oportunidad.

Un amigo, enviado a París por nuestra Universidad para completar sus estudios de filosofía, me confió que estaba en peligro de perder su beca si no publicaba pronto un trabajo sobre algún tema filosófico. Se me ocurrió que un diálogo con Sartre podía ser la materia de ese artículo. A través de amigos comunes nos acercamos a él y le propusimos nuestra idea. Aceptó ya los pocos días comimos los tres en el bar del Pont-Royal. La comida-entrevista duró más de tres horas y durante ella Sartre estuvo animadísimo, hablando con inteligencia, pasión y energía. También supo escucharnos y se tomó el trabajo de responder a mis preguntas y mis tímidas objeciones. Mi amigo nunca escribió el artículo pero aquel primer encuentro me dio ocasión de volver a ver a Sartre en el mismo bar del Pont-Royal. La relación cesó al cabo del tercer o cuarto encuentro: demasiadas cosas nos separaban y no volví a buscarlo. He puntualizado esas diferencias en algunas páginas de Corriente Alterna y de El Ogro Filantrópico.

Los temas de esas conversaciones fueron los de aquellos días: el existencialismo y sus relaciones con la literatura y la política. La publicación en Les Temps Modernes de un fragmento del libro sobre Jean Genet, que entonces escribía, nos llevó a hablar de ese escritor y de Santa Teresa. Un paralelo muy de su gusto pues ambos, decía, al escoger el Mal Supremo y el Bien Supremo ("le Non-Etre de I'Etre et I'Etre du Non-Etre"), en realidad habían escogido lo mismo. Me sorprendió que, guiado sólo por la lógica verbalista, ignorase precisamente aquello que era el centro de sus preocupaciones y el fundamento de su crítica filosófica: la subjetividad de Santa Teresa y su situación histórica. O sea: la persona concreta que había sido la monja española y el horizonte intelectual y afectivo de su vida, la religiosidad del siglo XVI español. Para Genet, Satanás y Dios son palabras que significan realidades nebulosas, entidades suprasensibles: mitos o ideas; para Santa Teresa, esas mismas palabras eran realidades espirituales y sensibles, ideas encarnadas. Y ésto es lo que distingue a la experiencia mística de las otras: aunque el Diablo es la No-Persona por antonomasia y aunque estrictamente, salvo en el misterio de la Encarnación, Dios tampoco es una persona, para el creyente los dos son presencias tangibles, espíritus humanados.

Durante esta conversación hice un descubrimiento incómodo: Sartre no había leído a Santa Teresa. Hablaba de oídas. Más tarde, en unas declaraciones periodísticas, dijo que se había inspirado en una comedia de Cervantes, El Rufián Dichoso, para escribir Le Diable et le bon Dieu, aunque aclaró que no había leído la pieza sino sólo el argumento. Esta ignorancia de la literatura española no es insólita sino general entre europeos y norteamericanos: Edmund Wilson se vanagloriaba de no haber leído ni a Cervantes ni a Calderón ni a Lope de Vega. No obstante, la confesión de Sartre revela que desconocía uno de los momentos más altos de la cultura europea: el teatro español de los siglos XVI y XVII. Su incuria todavía me asombra pues uno de los grandes temas del teatro español, origen de algunos de las mejores obras de Tirso de Molina, Mirademescua y Calderón, es precisamente el mismo que lo desveló a él toda su vida: el conflicto entre la gracia y la libertad. En otra conversación me confió su admiración por Mallarmé. Años después, al leer lo que había escrito sobre este poeta, me di cuenta de que, nuevamente, el objeto de su admiración no eran los poemas que efectivamente escribió Mallarmé sino su proyecto de poesía absoluta, aquel Libro que nunca hizo. A despecho de lo que predica su filosofía, Sartre prefirió siempre las sombras a las realidades.

Nuestra última conversación fue casi exclusivamente política. Al comentar las discusiones en las Naciones Unidas sobre los campos de concentración rusos, me dijo: "Los ingleses y los franceses no tienen derecho a criticar a los rusos por sus campos, pues ellos tienen sus colonias. En realidad, las colonias son los campos de concentración de la burguesía". Su tajante juicio moral pasaba por alto las diferencias específicas ― históricas, sociales, políticas ― entre los dos sistemas. Al equiparar el colonialismo de Occidente con el sistema represivo soviético, Sartre escamoteaba el problema, el único que podía y debía interesar a un intelectual de izquierda corno él: ¿cuál era la verdadera naturaleza social e histórica del régimen soviético? Al eludir el fondo del tema, ayudaba indirectamente a los que querían perpetuar las mentiras con que, hasta entonces se había ocultado la realidad soviética. Esta fue su grave equivocación, si puede llamarse así a esa falta intelectual y moral.

Cierto, en aquellos días el imperialismo explotaba a la población colonial como el Estado soviético explotaba a los prisioneros de los campos. La diferencia consistía en que las colonias no formaban parte del sistema represivo de los Estados burgueses (no había obreros franceses condenados a trabajos forzados en Argelia ni había disidentes ingleses deportados a la India), mientras que la población de los campos era el pueblo mismo soviético campesinos, obreros, intelectuales y categorías sociales enteras (étnicas, religiosas y profesionales). Los campos, es decir: la represión, eran (son) parte integrante del sistema soviético. En esos años, por lo demás, las colonias conquistaron su independencia, en tanto que el sistema de campos de concentración se ha extendido, como una infección, en todos los países en donde imperan regímenes comunistas. Y hay algo más: ¿es pensable siquiera, que dentro de los campos rusos, cubanos o vietnamitas, nazcan y se desarrollen movimientos de emancipación como los que han liberado a las antiguas colonias europeas en Asia y Africa? Sartre no era insensible a estas razones pero era difícil convencerlo: pensaba que los intelectuales burgueses, mientras subsistiesen en nuestros países la opresión y la explotación, no teníamos derecho moral para criticar los vicios del sistema soviético. Cuando estalló la revolución húngara, atribuyó en parte la sublevación a las imprudentes declaraciones de Kruschef revelando los crímenes de Stalin: no había que desesperar a los trabajadores.

El caso de Sartre es ejemplar pero no es único. Una suerte de masoquismo moralizante, inspirado en los mejores principios, ha paralizado a gran parte de los intelectuales de Occidente y de la América Latina durante más de treinta años. Hemos sido educados en la doble herencia del cristianismo y de la Ilustración; las dos corrientes, la religiosa y la secular, en sus momentos más altos fueron críticas. Nuestros modelos han sido aquellos hombres que, como un Las Casas o un Rousseau, tuvieron el valor de mostrar y denunciar los horrores y las injusticias de su propia sociedad. No seré yo quien reniegue de esa tradición; sin ella, nuestras sociedades dejarían de ser ese diálogo consigo mismas sin el cual no hay verdadera civilización y se transformarían en el monólogo, a un tiempo bárbaro y monótono, del poder. La crítica sirvió a Kant y a Hume, a Voltaire ya Diderot para fundar el mundo moderno. Su crítica y la de sus herederos en el siglo XIX y en la primera mitad del XX fue creadora. Nosotros hemos pervertido a la crítica: la hemos puesto al servicio de nuestro odio a nosotros mismos y a nuestro mundo. No hemos construido nada con ella, salvo cárceles de conceptos. Y lo peor: con la crítica hemos justificado a las tiranías. En Sartre esta enfermedad intelectual se convirtió en miopía histórica: para él nunca brilló el sol de la realidad. Ese sol es cruel pero también, en ciertos momentos, es un sol de plenitud y de dicha. Plenitud, dicha: dos palabras que no aparecen en su vocabulario ... Nuestra conversación terminó bruscamente: llegó Simone de Beauvoir y, con cierta impaciencia, lo hizo apurar su café y marcharse.

A pesar de que Sartre había hecho un corto viaje a México, apenas si me habló de su experiencia mexicana. Creo que no era un buen viajero: tenía demasiadas opiniones. Sus verdaderos viajes los hizo alrededor de sí mismo, encerrado en su cuarto. La naturalidad de Sartre, su franqueza y su rectitud me impresionaron tanto como la agilidad de su pensamiento y la solidez de sus convicciones. Estas dos cualidades no se contraponían: su agilidad era la de un pugilista de peso completo. Carecía de gracia pero la suplía con un estilo campechano, directo. Esta falta de afectación era una afectación en sí misma y podía pasar de la franqueza al exabrupto. Sin embargo, acogía con cordialidad al extraño y se adivinaba que era más áspero consigo mismo que con los otros. Era rechoncho y un poco torpe de movimientos; rostro redondo y sin acabar: más que una cara, un proyecto de cara. Los gruesos vidrios de sus anteojos hacían más distante su persona. Pero bastaba con oírlo para olvidar su fisonomía. Es extraño: aunque Sartre ha escrito páginas sutiles sobre la significación de la mirada y del acto de mirar, el efecto de su conversación era el contrario: anulaba el poder de la vista.

Al recordar aquellas pláticas me sorprende la continuidad moral, la constancia de Sartre: los temas y problemas que lo apasionaron en su juventud fueron los mismos de su madurez y su vejez. Cambió de opinión muchas veces y, no obstante, en todos esos cambios fue fiel a sí mismo. Recuerdo que le pregunté si yo estaba en lo cierto al suponer que el libro de moral que prometía escribir ― un proyecto que concibió como su gran empresa intelectual y que no llegó a realizar enteramente ― tendría que desembocar en una filosofía de la historia. Movió la cabeza, dudando: la expresión "filosofía de la historia" le parecía sospechosa, espuria, como si la filosofía fuese una cosa y la historia otra. Además, el marxismo era ya esa filosofía pues había desentrañado el sentido del movimiento histórico de nuestra época. El se proponía insertar, dentro del marxismo, al individuo concreto, real. Somos nuestra situación: nuestro pasado, nuestro momento; asimismo, somos algo irreductible a esas condiciones, por más determinantes que sean. En la presentación de Les Temps Modernes habla de una liberación total del hombre pero unas líneas más adelante dice que el peligro consiste en que "el hombre-totalidad" desaparezca "tragado por la clase". Así, se oponía tanto a la ideología que reduce los individuos a no ser sino funciones de la clase como a la que concibe a las clases como funciones de la nación. Conservó esta posición durante toda su vida.

Su filosofía de la "situación" ― Ortega había dicho con mayor exactitud: "circunstancia" ― no le parecía una negación de lo absoluto sino la única manera de comprenderlo y de realizarlo. En el mismo ensayo decía: "Lo absoluto es Descartes, el hombre que se nos escapa porque ha muerto, que vivió en su época y la pensó hora tras hora con los medios a su mano, que amó en su infancia a una muchacha bizca, etc.; la relativo es el cartesianismo, esa filosofía ambulante que pasean de siglo en siglo ... " No estoy muy seguro de que estas fórmulas perentorias resistan a un análisis un poco detenido. ¿Por qué lo "absoluto" ha de ser una pasión infantil por una muchacha bizca (¿por qué bizca?) y por qué ha de ser relativa, frente a esa pasión infantil, la filosofía de Descartes (que no es lo mismo exactamente que el cartesianismo a que alude Sartre despectivamente)? ¿Y para qué usar esa palabra: absoluto, impregnada de teología? Ni a las pasiones ni a las filosofías les conviene ese objetivo despótico. Hay pasiones por y hacia lo absoluto y hay filosofías de lo absoluto pero no hay pasiones ni filosofías absolutas ... Me he desviado. Lo que deseaba subrayar es que en ese ensayo Sartre introduce en las determinaciones sociales e históricas un elemento de indeterminación: la persona humana, los hombres. Así, ya en 1947 había comenzado su largo e infortunado diálogo con el marxismo y los marxistas. ¿Qué se propuso realmente? Reconciliar al comunismo con la libertad. Fracasó pero su fracaso ha sido el de tres generaciones de intelectuales de izquierda.


Sartre escribió tratados de filosofía y ensayos de política, libros de crítica y novelas, cuentos y piezas de teatro. Profusión no es excelencia. Sus dones no eran los del artista: con frecuencia se pierde en digresiones y amplificaciones inútiles. Su lenguaje es insistente y repetitivo: el martilleo como argumento. El lector acaba cansado, no convencido. Si su prosa no es memorable, ¿qué decir de sus novelas y cuentos? Escribió relatos admirables pero le faltaba el poder del novelista: la capacidad de crear mundos, ambientes y personajes. El mismo reproche pudo hacerse a sus piezas teatrales; recordamos las ideas de Les Mouches y de Huis-Clos, no a los fantasmas que las exponen. En su búsqueda del hombre concreto Sartre se quedó muchas veces con un puñado de abstracciones. ¿Y su filosofía? Sus contribuciones fueron valiosas pero parciales. Su obra no es un comienzo sino una continuación y, a veces, un comentario de otras. ¿Qué quedaría de ella sin Heidegger?

En sus ensayos abundan las páginas vivas, densas, siempre un poco excesivas, poderosas oleadas verbales hirvientes de ideas, sarcasmos, ocurrencias. Lo mejor de su escritura, para mi gusto, es lo más personal, lo menos "comprometido" esos textos que estan más cerca de la confesión que de la especulación, como tantas páginas de Les Mots, quizá su mejor libro: las palabras encarnan, juegan, vuelven a la niñez. Sartre sobresalía en dos formas opuestas: el análisis y la inventiva. Fue un crítico excelente y un encendido polemista. El polemista dañó al crítico: sus análisis se convierten muchas veces en acusaciones, como en sus libros sobre Baudelaire y Flaubert o en sus descabelladas críticas del surrealismo. Peores que el hacha del polemista fueron la vara del moralista y la regla del profesor. Con frecuencia Sartre ejerció la crítica como un tribunal que distribuye, exclusivamente, castigos y amonestaciones. Su Baudelaire, es á un tiempo, penetrante y parcial; más que un estudio, es un escarmiento; una lección. Aunque el libro sobre Genet peca por el exceso contrario ― hay momentos en que es una muy cristiana apología de la obyección como camino de salud ― tiene páginas que es difícil olvidar. Cuando Sartre se dejaba arrastrar por su don verbal, el resultado era sorprendente. Si al hablar de los hombres los reducía a conceptos, ideas y tesis, en cambio convertía a las palabras en seres animados. Cruel paradoja: despreció a la literatura y fue ante todo un literato.

Pensó y escribió mucho y sobre muchas cosas. A pesar de esta diversidad, mucho de lo que dijo, incluso cuando se equivocó, me parece esencial. Aclaro: esencial para nosotros, sus contemporáneos. Sartre vivió las ideas, las luchas y las tragedias de nuestra época con la intensidad con que otros viven sus dramas privados. Fue una conciencia y una pasión. Las dos palabras no se contradicen porque la suya fue la conciencia de una pasión; quiero decir: conciencia del tránsito del tiempo y de los hombres. Más que un filósofo fue un moralista. No en el sentido de la tradición del Grand Siècle, interesada en la descripción y el análisis del alma y sus pasiones. No fue un La Rochefoucauld. Lo llamo moralista no por su penetración psicológica sino porque tuvo el valor de hacerse durante toda su vida las únicas preguntas que de veras importan: ¿qué razones tenemos para vivir? ¿por qué y para qué vivimos?, ¿vale la pena vivir como vivimos?

Conocemos las respuestas que dio a estas preguntas: el hombre, rodeado de nada y no-sentido, es poco ser. El hombre no es hombre: es un proyecto de hombre. Ese proyecto es elección: estamos condenados a escoger y nuestra pena se llama libertad. También conocemos a donde lo llevó esta paradoja de la libertad como condena. Una y otra vez apoyó a las tiranías de nuestro siglo porque pensó que el despotismo de los césares revolucionarios no era sino la máscara de la libertad. Una y otra vez tuvo que confesar que se había equivocado: lo que parecía un antifaz era el rostro de cemento de los Jefes. En nuestro siglo la revolución ha sido la máscara de la tiranía. Sartre saludó a cada revolucionario triunfante con alegría (China, Cuba, Argelia, Viet-Nam) y después, siempre un poco tarde; tuvo que declarar que se había equivocado: esos regímenes eran abominables. Si fue severo con la intervención norteamericana en Viet-Nam y con la política francesa en Argelia, tampoco, cerró los ojos ante los casos de Hungría, Checoslovaquia y Cambodia. Sin embargo, durante años se obstinó en defender a la URSS y a sus satélites porque creyó que, a pesar de todo, esos regímenes encarnaban, aunque deformado, el proyecto socialista. Su crítica de Occidente fue implacable y destila odio a su mundo y a sí mismo; su prólogo al libro de Fanon es un feroz e impresionante ejercicio de denigración que es, asimismo, una autoexpiación. Es revelador que, al escribir esas páginas, no haya percibido en los movimientos de liberación del llamado Tercer Mundo los gérmenes de corrupción política que han transformado esas revoluciones en dictaduras.

¿Por qué se empeñó en no ver y en no oír? Excluyo desde luego la posibilidad de complicidad o duplicidad, como en los casos de los Aragon, los Neruda y tantos otros que, aunque sabían, callaban. ¿Terquedad, orgullo? ¿Cristianismo penitencial de un hombre que ha dejado de creer en Dios pero no en el pecado? ¿Loca esperanza en que un día las cosas cambiarán? Pero ¿cómo pueden cambiar si nadie se atreve a denunciarlas, o si esa denuncia, "para no hacerle el juego al imperialismo", es condicional y está llena de reservas y cláusulas exculpatorias? Sartre predicó la responsabilidad del escritor y, no obstante, durante los años en que ejerció una suerte de magisterio moral en todo el mundo (salvo en los países comunistas), sus sucesivos y contradictorios "engagements" fueron un ejemplo, ya que no de irresponsabilidad, si de precipitación y de incoherencia. La filosofía del "compromiso" se disolvió en gestos públicos contradictorios. Es aleccionador comparar los cambios de Sartre con la obra lúcida y extremadamente coherente de Cioran, un espíritu en apariencia al margen de nuestra época pero que la ha vivido y pensado en profundidad y, por lo tanto, silenciosamente. Las ideas y las actitudes de Sartre justificaron lo contrario de lo que él se proponía: la desenfadada y generalizada irresponsabilidad de los intelectuales de izquierda (sobre todo los latinoamericanos) que durante los últimos veinte años, en nombre del "compromiso" revolucionario, la táctica, la dialéctica y otras lindezas, han elogiado y solapado a los tiranos y a los verdugos.

No sería generoso continuar con el catálogo de sus ofuscaciones. ¿Cómo olvidar que fueron hijas de su amor por la libertad? Tal vez su amor fue poco clarividente por su misma arrebatada intensidad. Además, muchos de esos errores fueron los nuestros, los de nuestra época. Al fin de su vida rectificó casi completamente y se unió a su antiguo adversario, Raymond Aron, en la campaña para fletar un barco que transportase a los fugitivos de la tiranía comunista de Viet-Nam. También protestó contra la invasión de Afganistán y su nombre es uno de los que encabezan el manifiesto de los intelectuales franceses que han pedido a su gobierno unirse al boycot contra la Olimpíada de Moscú. Las sombras de Breton y de Camus, que él atacó con saña y poca justicia, deben estar satisfechas. Los extravíos de Sartre son un ejemplo más del uso perverso de la dialéctica hegeliana en el siglo XX. Su influencia ha sido funesta en la conciencia intelectual europea: la dialéctica nos hace ver al mal como el necesario complemento del bien. Si todo está en movimiento, el mal sólo es un momento del bien; pero un momento necesario y, en el fondo, bueno: el mal sirve al bien.

En una capa más profunda de la personalidad de Sartre había un antiguo fondo moral marcado más que por la dialéctica, por la herencia del protestantismo familiar. Durante toda su vida practicó con gran severidad el examen de conciencia, eje de la vida espiritual de sus antepasados hugonotes. Nietzsche dijo que la gran contribución del cristianismo al conocimiento del alma había sido la invención del examen de conciencia y de su corolario, el remordimiento, que simultáneamente es autocastigo y ejercicio de introspección. La obra de Sartre es una confirmación, otra más, de la exactitud de esta idea. Su crítica, trátese de la política norteamericana o de las actitudes de Flaubert, obedece al esquema intelectual y moral del examen de conciencia: comienza por ser un desvelamiento, un arrancar los velos y las máscaras, no en busca de la desnudez sino de la llaga oculta, y termina, inexorablemente, en un juicio. Para la conciencia religiosa protestante conocer al mundo es juzgarlo y juzgarlo es condenarlo.

A través de una curiosa transposición filosófica, Sartre substituyó la predestinación y la libertad de la teología protestante por el psicoanálisis y el marxismo. Pero todos los grandes temas que apasionaron a los reformadores aparecen en su obra. El centro de su pensamiento fue la oposición complementaria entre la situación (la predestinación) y la libertad; éste fue también el tema de los calvinistas y el punto capital de sus debates con los jesuitas. Ni siquiera falta Dios: la Situación (la Historia) asume sus funciones, ya que no sus rasgos ni su esencia. Pero la Situación de Sartre es una divinidad que, a fuerza de tener todos los rostros, no tiene ninguno: es una divinidad abstracta. A la inversa del Dios cristiano, no se humaniza ni es cómplice de nuestro destino: nosotros somos sus cómplices y ella se realiza en nosotros. Sartre heredó del cristianismo no la trascendencia, la afirmación de otra realidad y de otro mundo, sino la negación de este mundo y el aborrecimiento de nuestra realidad terrestre. Así, en el fondo de sus análisis, protestas e insultos contra la sociedad burguesa, resuena la vieja voz vindicativa del cristianismo. El verdadero nombre de su crítica es remordimiento. Al acusar a su clase y a su mundo, Sartre se acusa a sí mismo con una violencia de penitente.

Es notable que los dos escritores de mayor influencia en Francia durante este siglo ― hablo de moral, no de literatura ― hayan sido André Gide y Jean-Paul Sartre. Dos protestantes en rebelión contra el protestantismo, su familia, su clase y la moral de su clase. Dos moralistas inmoralistas. Gide se rebeló en nombre de los sentidos y de la imaginación; más que liberar a los hombres, quiso liberar a las pasiones aherrojadas en cada hombre. El comunismo lo decepcionó porque vio que substituía la cárcel de la moral cristiana por una más total y más férrea. Gide era un moralista pero también era un esteta y en su obra la crítica moral se alía al culto por la hermosura. La palabra placer tiene en sus labios un sabor a un tiempo subversivo y voluptuoso. Más evangélico y radical, Sartre despreció al arte y a la literatura con el furor de un Padre de la Iglesia. En un momento de desesperación dijo: "El infierno es los otros" .. Frase terrible pues los otros son nuestro horizonte: el mundo de los hombres. Por ésto, sin duda, después sostuvo que la liberación del individuo pasaba por la liberación colectiva. Su obra parte del yo a la conquista del nosotros. Olvidó quizá que el nosotros es un tú colectivo: para amar a los otros hay que amar antes al otro, al prójimo. Nos hace falta, a los modernos, redescubrir al tú.

En una de sus primeras obras, Les Mouches, háy una frase que ha sido citada varias veces pero que vale la pena repetir: "la vida comienza del otro lado de la desesperación". Sólo que lo que está del otro lado de la desesperación no es la vida sino la antigua virtud cristiana que llamamos esperanza. La primera vez que, de una manera explícita, aparece la palabra esperanza en los labios de Sartre es al final de la entrevista que publicó Le Nouvel Observateur un poco antes de su muerte. Fue su último escrito. Un texto deshilvanado y conmovedor. En algún momento, con desenvoltura que unos han encontrado desconcertante y otros simplemente deplorable, declara que su pesimismo fue un tributo a la moda del tiempo. Curiosa afirmación: la entrevista entera está recorrida por una visión del mundo a ratos desilusionada y otros, los más, acentuadamente pesimista. En el curso de su conversación con su joven discípulo, Sartre muestra una estoica y admirable resignación ante su muerte próxima. Esta actitud cobra justamente todo su valor porque se destaca contra un fondo negro: Sartre confiesa que su obra ha quedado incompleta, que se frustró su acción política y que el mundo que deja es más sombrío que el que encontró al nacer. Por esto me impresionó de veras su tranquila esperanza: a pesar de los desastres de nuestra época, algún día los hombres reconquistarán (¿o conquistarán por primera vez?) la fraternidad. Me extrañó, en cambio, que dijese que el origen y el fundamento de esa esperanza está en el judaísmo. Es el menos universal de los tres monoteísmos. El judaismo es una fraternidad cerrada. ¿Por qué fue otra vez sordo a la voz de su tradición?

El sueño de la hermandad universal ― y más: la iluminada certidumbre de que ese es el estado al que todos los hombres estamos natural y sobrenaturalmente predestinados, si recobramos la inocencia original ― aparece en el cristianismo primitivo. Reaparece entre los gnósticos de los siglos III y IV y en los movimientos milenaristas que, periódicamente, han conmovido a Occidente, desde la Edad Media hasta la Reforma. Pero no importa ese pequeño desacuerdo. Es exaltante que, al final de su vida, sin renegar de su ateísmo, resignado a morir, Sartre haya recogido lo mejor y más puro de nuestra tradición religiosa: la visión de un mundo de hombres y mujeres reconciliados, transparentes el uno para el otro porque ya no hay nada que ocultar ni que temer, vueltos a la desnudez original. La pérdida y la reconquista de la inocencia fue el tema de otro gran protestante, envuelto como él en las luchas del siglo y que, por el exceso de su amor a la libertad, justificó al tirano Cromwell: el poeta John Milton. En el canto final de su Paradise Lost describe la lenta y penosa marcha de Adán y Eva ―-y con ellos la de todos nosotros, sus hijos ― hacia el reino inocente.

The world was all before them, where to choose
Their place of rest, and Providence their guide:
They hand in hand, with wandering steps and slow,
Through Eden took their solitary way.

Al terminar estas páginas y releerlas, pensé otra vez en el hombre que las ha inspirado. Sentí entonces la tentación de parafrasearlo ― homenaje y reconocimiento ― escribiendo en su memoria: la libertad es los otros .

Publicado em Vuelta nr. 42 de maio de 1980


16 de outubro de 2012

DECADENCIA DE LAS IDEAS UTOPICAS EN OCCIDENTE

Isaiah Berlin

Mi tema es el "utopismo", pero antes de comenzar quisiera poner mis cartas sobre la mesa. Me propongo hablar acerca de los dos tipos de ideología occidental que a mi parecer se confrontan una a la otra en el mundo moderno. El utopismo puede ser sólo una clavija conveniente sobre la cual quiero colgar mis refléxiones dispersas sobre este tema.

En una de estas ideologías, que pienso ha desempeñado un papel dominante en el mundo occidental durante casi tres milenios, los valores principales son la verdad, la búsqueda y descubrimiento de la verdad, y esto naturalmente acompañado de respeto por aquellos que hacen las cosas bien, ya sea por adquisición de conocimiento ― esto es, aquellos que son sabios, los prudentes ― o por el logro de algo en el reino de la práctica, tal como los hombres de Estado que gobiernan sociedades, o conquistadores, que buscan, adquieren y retienen poder sobre otros hombres. Lo que fue admirado en el mundo occidental, y mostrado como ejemplo, fue el logro en pensamiento o acción, desde los días de Homero o los profetas hebreos y quizás desde antes, hasta bien entrado el siglo XVII. Esta es una generalización cruda y excesivamente simplificada pero pienso que contiene algún grado de veracidad.

Después de eso parece emerger una nueva constelación de valores, cuando el respeto es concedido a virtudes que no fueron contempladas como tales en periodos previos, tales como, por ejemplo, sinceridad e integridad. Hasta donde yo sé, nadie en el Occidente antes del fin del-siglo XVII fue registrado por sus alabanzas a alguien que sinceramente apoyaba una visión que él, el observador, creyó falsa. Puedo estar equivocado en cuanto a esto; pero si hay excepciones a esta proposición general, creo que son muy pocas.

El martirio era, por supuesto, admirado siempre profundamente, pero sólo si el mártir sufría a causa de la verdad. Si el martirio era por algo que el crítico consideraba falso, entonces se trataba de algo tonto o patético, pero no merecía un respeto profundo. Ningún cristiano en la Edad Media, hasta donde yo puedo decirlo, expresó admiración por la sinceridad con la que un musulmán o un pagano se aferró a sus doctrinas falsas; ni durante las guerras de religión occidentales sé de algún católico romano que admitiera que había algo noble y tierno, o incluso conmovedor, en la dedicadón y la pureza de corazón con la cual los herejes protestantes estaban dispuestos a morir por sus malvadas y peligrosas visiones. Y esto era recíproco en el otro lado.

Otro valor que parece comparativamente reciente es, por ejemplo, nuestro respeto por, o interés en, la verdad como tal. De nuevo, no creo que la verdad fuera muy admirada en Occidente antes, diría, de 1600. La visión tradicional, desde Platón en adelante, es que la verdad es una, el error tiene muchas caras; sólo la unidad es buena, la multiplicidad ― para decirlo de una manera cruda ― es siempre mala. Trataré de ilustrar esto con lo que tengo que decir sobre el utopismo. Así, también, hay otros valores que han surgido (en el Occidente) en un pasado comparativamente reciente.

Cuando la gente dice que no hay nada nuevo bajo el sol, esto me parece una falsedad resonante. Nuevas situaciones sí ocurren. Nacen nuevos valores y para el historiador de las ideas es una labor interesante rastrear su origen y su desarrollo.

Llego a mi propio tema. La idea de una sociedad perfecta es un sueño muy viejo, ya sea por las desdichas del presente, que hacen a los hombres concebir lo que su mundo sería sin ellos ― imaginar algún estado ideal en el cual no habría miseria y codicia, peligro o pobreza o trabajo embrutecedor o inseguridad ―, o porque estas utopías son ficciones construidas deliberadamente como sátiras, cuya intención es criticar el mundo actual y apenar a aquellos que controlan regímenes existentes o aquellos que los sufren demasiado humildemente; o quizás son fantasías sociales ― simples ejercicios de imaginación poética.

En términos generales, las utopías occidentales suelen contener los mismos elementos, donde una sociedad vive en un estado de armonía, en la cual todos sus miembros viven en paz, se aman los unos a los otros, están libres de peligro físico, de carencias de cualquier tipo, de inseguridad, de trabajo degradante, de envidia, de frustración; no experimentan injusticias o violencia de cualquier tipo, viven a perpetuidad, hasta ligeros, en un clima templado, en médio de una naturaleza infinitamente fecunda y generosa. La característica principal de muchas, quizás de todas las utopías es el hecho de que son estáticas. Nada se altera en ellas, porque han alcanzado la perfección; no hay necesidad para la novedad o el cambio; nadie puede desear alterar una condición en la que todos los deseos humanos son colmados. La suposisión sobre la cual esto está basado es que los hombres tienen una cierta naturaleza fija, e inalterable, ciertas metas universales, comunes e inmutables. Una vez que estas son realizadas, la naturaleza humana es totalmente colmada. La sola idea de satisfacción universal presupone que los seres humanos como tales buscan las mismas metas esenciales, idénticas para todos, en todos los tiempos, en todo lugar. Porque a menos de que esto sea así, la utopía no puede ser utopía, porque entonces la sociedad perfecta no satisfacerá perfectamente a todos.

La mayoría de las utopías son arrojadas hacia un pasado remoto: había una vez una Era Dorada. Así Hornero habla de los felices faecianos, o de los inocentes etíopes entre los cuales a Zeus le gusta vivir, o canta acerca de las islas de los Blest. Hesíodo habla de una Edad Dorada, seguida por eras progresivamente peores, desceñdiendo hasta los terribles tiempos en los cuales él mismo vivió. Platón habla, en el Simposio, del hecho de que los hombres alguna vez fueron ― en un pasado remoto y feliz ― de forma esférica, y luego se rompieron a la mitad, y desde entonces cada hemisferio está tratando de encontrar su pareja apropiada con el propósito dé volverse una vez más redondeado y perfecto. Y también habla de la vida feliz de Atlántida, perdida, perdida para siempre como resultado de un desastre natural. Virgilio habla de Saturnia regia, el Reino de Satán, en el cual todas las cosas eran buenas. La Biblia hebrea habla de un Paraíso Terrenal, en el cual Adán y Eva fueron creados por Dios y llevaron vidas intachables, felices, serenos; una situación que podía haber seguido para siempre, pero fue traído a un fin desdichado por la desobediencia del hombre a su Creador. Cuando, en el siglo pasado, el poeta Alfred Tennyson habla de un reino en el que "no hay granizo, ni lluvia, ni nieve, ni el viento sopla fuerte", esto refleja una larga, ininterrumpida tradición y mira hacia atrás al sueño homérico de luz eterna brillando sobre un mundo sin viento. Estos son los poetas que piensan que la Edad Dorada es un pasado que nunca puede regresar. Y luego están los pensadores que reflexionan que la Edad Dorada está aún por llegar. El profeta hebreo Isaiah nos dice que "en los últimos días, los hombres harán de sus espadas arados y de sus lanzas ganchos para podar; naciones no alzarán su espada contra nación; ni aprenderán más de la guerra. El lobo también vivirá con el cordero y el leopardo se recostará con el cabrito. Los desiertos florecerán como una rosa, la pena y los suspiros huirán". San Pablo habla en forma similar de un mundo en el que no habrá judío ni griego, ni hombre ni mujer, ni atado ni libre. Todos los hombres serán iguales y perfectos a la vista de Dios.

Lo que es común a todos estos mundos, ya sea si son concebidos como un paraíso terrenal o como algo más allá de la tumba, es que muestran una perfección estática en la cual la naturaleza es finalmente realizada en pleno, y todo es inmóvil e inmutable y eterno. Este ideal puede asumir formas sociales y políticas, tanto jerárquicas como democráticas. En la República de Platón hay una jerarquía rígida, unificada de tres clases, basada en la proposióón de que hay tres tipos de naturaleza humana, cada una de las cuales puede ser plenamente realizada y que juntas forman un todo entrelazado, armonioso. Zeno, el Estoico, concibe una sociedad anarquista en la que todos los seres racionales viven en perfecta paz, igualdad y felicidad sin el beneficio de las instituciones. Si los hombres son racionales, no necesitan control; seres racionales no tienen necesidad del Estado, ni del dinero, ni de las cortes de ley, ni de la vida organizada, institucional. En la sociedad perfecta hombres y mujeres usarán ropa idéntica y "comerán en un apacentadero común". Siempre que sean racionales, todos sus deseos serán necesariamente racionales también, y así capaces de una realización armoniosa total. Zeno fue el primer utópico anarquista, el fundador de una larga tradición que ha tenido repentino, a veces violento, florecimiento en nuestro propio tiempo.

El mundo griego generó una buena cantidad de utopías después de que la ciudad-estado mostró los primeros signos de decadencia. Junto con las utopias satíricas de Aristófanes hay un plan para el estado perfecto de Theopompas. Está la utopía de Euhemerus, en la que hombres felices viven en islas en el mar Arábigo, donde no hay animales salvajes, invierno, primavera, sino un verano eterno, suave, cálido, donde frutas caen desde los árboles a las bocas de los hombres, y donde no hay necesidad para el trabajo. Estos hombres viven en un estado de placer incesante en islas divididas por el mar de la malvada y caótica tierra firme, en la cual los hombres son tontos, injustos y miserables.

Puede haber habido intentos de poner esto en práctica. El discípulo de Zeno, Blossio de Cumae, un estoico romano, probablemente predicó un igualitarismo social que puede haber sido derivado de los comunistas iambulus tempranos. Fue acusado de inspirar revueltas anti-romanas de tipo comunista y fue debidamente investigado, prácticamente "atormentado" por un comité de senadores que lo acusó de esparcir ideas subversivas ― similar a las investigaciones McCarthy en Estados U nidos. Blossio, Aristonicus, Cayo Graco fueron acusados ― la historia termina con la ejecución de Gracchi. Sin embargo, estas consecuencias políticas son contingentes a mi tema. Durante la Edad Media hay una distintiva decadencia en las utopías, quizás porque según la fe cristiana el hombre no puede obtener la perfección a través de sus propios esfuerzos, sin ayuda; sólo la gracia divina puede salvalo ― y la salvación no puede llegarle mientras esté sobre esta tierra, es una criatura nacida en el pecado. Ningún hombre puede construir una habitación duradera en este valle de lágrimas, pues todos somos tan sólo peregrinos aquí abajo, buscando entrar a un reino no de este mundo.

El tema constante que corre a través de todo el pensamiento utópico, cristiano y pagano por igual, es que hubo una vez un estado perfecto, luego tuvo lugar un enorme desastre: en la Biblia es el pecado de la desobediencia ― la fatal comida de la fruta prohibida ― o si no, es el Diluvio; o malvados gigantes vinieron y perturbaron el mundo; o los hombres en su arrogancia construyeron la Torre de Babel y fueron castigados. También en la mitología griega el estado perfecto fue sólo por algún desastre, como en la historia de Prometeo, o de Deucalión y Pyrrha, o de la caja de Pandora ― la unidad original es destrozada y el resto de la historia humana es un intento continuo por unir los fragmentos para reestablecer la serenidad, para que el estado perfecto pueda ser realizado de nuevo. La estupidez humana, la maldad o la debilidad pueden prevenir esta consumación; o los dioses pueden impedirla; pero las vidas de los hombres son concebidas, particularmente en el pensamiento de los gnósticos y en las visiones de los místicos, como un esfuerzo agónico de unir los rotos fragmentos de un todo perfecto con el cual el universo empezó, y al cual puede aún regresar. Esta es una idea persistente que recorre el pensamiento europeo desde sus principios más tempranos; subyace a todas las viejas utopías y ha influido profundamente en las ideas metafísicas, morales y políticas de Occidente. En este sentido, el utopismo ― la noción de una unidad rota y su restauración ― es un hilo central en todo el pensamiento de Occidente. Por esta razón podría ser no poco ventajoso tratar de revelar muchas de las proposiciones principales que parecen subyacer en él.

Las proposiciones en el caso del pensamiento europeo son tres, una especie de banco de tres patas sobre el cual la tradición central del pensamiento político occidental parece descansar. De nuevo, temo, simplificaré demasiado estos asuntos, pero una ponencia no es un libro y la simplificación excesiva ― sólo puedo esperarlo así ― no siempre es falsificación y frecuentemente sirve para cristalizar los temas. La primera proposición es esta: para todas las preguntas genuinas sólo puede haber una respuesta correcta, siendo incorrectas todas las otras respuestas. Si no hay una respuesta correcta a ella, entonces la pregunta no puede ser genuina. Cualquier pregunta genuina debe, por lo menos en principio, ser contestable, y si estoes así, sólo una respuesta puede ser correcta. Ninguna pregunta dada, siempre que sea claramente establecida, puede tener dos preguntas que son diferentes y sin embargo correctas ambas. Los fundamentos de las respuestas posibles deben ser ciertas; todas las otras respuestas posibles deben englobar, o descansar sobre la falsedad, que tiene ambas caras. Esta es la primera suposición cardinal.

La segunda suposición es que existe un método para el descubrimiento de estas respuestas correctas. Sialgún hombre lo conoce, o puede de hecho conocerlo, es otra cuestión; pero debe, por lo menos en principio, ser cognoscible, siempre que el procedimiento adecuado para establecerlo sea utilizado.

La tercera suposición, y quizás la más importante en el contexto de esta ponencia, es que todas las respuestas correctas deben, por lo menos, ser compatibles unas con las otras. Esto se deriva de una verdad simple y lógica: una verdad no puede ser incompatible con otra verdad; todas las respuestas correctas engloban o descansan sobre verdades; de allí que todas las respuestas correctas, ya sea si son respuestas a preguntas acerca de lo que hay en el mundo, o de lo que los hombres deberían hacer o, en otras palabras, de lo que los hombres deberían ser, ya sea si contestan preguntas concernientes a hechos o valores (y para pensadores que creen en esta tercera proposición, las preguntas de valor son en algún sentido preguntas de hechos) ― nunca pueden estar en conflicto una con la otra. En el mejor de los casos, estas verdades lógicamente se encadenarán una a la otra en un solo todo, sistemático e interconectado; por lo menos serían consistentes entre sí: esto es, formarán un todo armónico. Así que cuando uno haya descubierto todas las respuestas correctas a las preguntas, centrales de la vida humana, y las haya juntado, el resultado formará una especie de esquema de la suma de conocimiento necesario para una ― o más bien la ― vida perfecta. Es posible que hombres mortales no puedan obtener tal conocimiento. Puede haber muchas razones para esto. Algunos pensadores cristianos sostenían que el pecado original hace a los hombres incapaces de tener tal conocimiento. O quizás vivimos a la lúz de tales verdades alguna vez, em El Jardín de Edén antes de la edad del pecado; y luego esta luz nos falló porque probamos el fruto del Arbol del Conocimiento, conocimiento que, como nuestro castigo, está sujeto a permanecer incompleto durante la vida sobre la tierra. O quizás lo sabremos todo un día, ya sea antes o después de la muerte del cuerpo. O de nuevo, puede ser que los hombres nunca lo sabrán; sus mentes pueden ser demasiado débiles o los obstáculos ofrecidos por la naturaleza intratable pueden ser demasiado grandes para hacer posible tal conocimiento. Quizás sólo los ángeles pueden saber lo, o quizás sólo Dios lo sabe; o si no hay Dios, entonces uno debe expresar esta creencia diciendo que en principio tal conocimiento puede ser concebido, aun si nadie lo ha alcanzado o es capaz de hacerlo. Porque, en principio, la respuesta debe ser cognoscible; a menos de que esto sea así, las respuestas no serían genuinas; hablar de una pregunta que es en principio incontestable es no entender qué tipo de pregunta es, porque el entender la naturaleza de una pregunta es saber qué tipo de respuesta podría ser la respuesta correcta, ya sea si la sabemos correcta o no; de allí que el rango de posibles respuestas debe ser concebible: y una en el rango debe ser la correcta. De otro modo, para pensadores racionalistas de este tipo, el pensamiento racional terminaría en enigmas inexplicables. Si esto es descartado por la misma naturaleza de la razón, debe derivarse que el patrón de la suma (quizás de una infinidad) de las soluciones posibles a todos los problemas posibles, constituirá el conocimiento perfecto.

Permítanme continuar con este argumento. Se afirma que a menos de que podamos concebir algo perfecto, no podremos comprender qué se entiende por imperfección. Si, digamos, nos quejamos acerca de nuestra condición aquí, sobre la tierra, señalando el conflicto, la miseria, la crueldad, el vicio ― "las desgracias, locuras, crímenes de la humanidad" ― si, en breve, declaramos nuestro estado lejos de ser perfecto; ésto es inteligible sólo en comparación con un mundo más perfecto; es en la medición de la brecha entre los dos que podemos medir la extensión por la cual nuestro mundo se queda corto. ¿Corto de qué? La idea de la cual se queda corto es la idea de un estado perfecto. Esto es, pienso, lo que subyace el pensamiento utópico, y ciertamente, a una gran parte del pensamiento occidental en general; de hecho parece serle central, desde Pitágoras y Platón en adelante.

Ahora podemos preguntarnos ¿dónde, si este es el caso, deben ser buscadas las soluciones? , ¿quiénes son los expertos?, ¿quiénes pueden, mostrarnos el camino correcto para la teoría y la práctica? Sobre esto (como era de esperarse) ha habido poco acuerdo en Occidente. Algunos nos han dicho que las verdaderas respuestas pueden encontrarse en textos sagrados, dadas por profetas inspirados o por sacerdotes que son los intérpretes autorizados de estos textos. Otros niegan la validez de la revelación o la prescripción o la tradición y dicen que sólo el conocimiento exacto de la naturaleza provee las respuestas verdaderas ― a ser obtenidas por medio de la observación controlada, el experimento, la aplicación de técnicas lógicas y matemáticas ―, la naturaleza no es un templo, sino un laboratorio y las hipótesis deben ser probadas a través de métodos que cualquier ser racional puede aprender, aplicar, comunicar y checar; la ciencias, declaran, podrá no contestar; y todas las preguntas que queremos hacer, pero lo que no pueda contestarse a través de ella ningún otro método lo proveerá: es el único instrumento confiable que tenemos o tendremos alguna vez. De nuevo, algunos nos dicen que sólo los expertos saben: hombres dotados de visión mística o percepción metafísica y poder especulativo, con habilidades científicas o dotados de sabiduría natural ― sabios, hombres de intelecto elevado. Pero otros niegan esto y declaran que las verdades más importantes son accesibles a todos los hombres; cada hombre que mire dentro de su propio corazón, su propia alma, se entenderá a sí mismo ya la naturaleza que lo rodea; sabrá cómo vivir y qué hacer siempre y cuando no haya sido cegado por la triste influencia de otros hombres cuyas naturalezas han sido pervertidas por malas instituciones. Esto es lo que Rousseau hubiera dicho: la verdad no debe buscarse en las ideas o en el comportamiento de los corruptos habitantes de ciudades sofisticadas, y que muy probablemente se encuentra en la gente sencilla o en un niño inocente ― y Tolstoi en efecto se hace eco de esto. Es una visión que tiene adherentes hoy apesar del trabajo de Freud y sus discípulos.

Casi no hay ninguna visión acerca de las fuentes del verdadero conocimiento que no haya sido apasionadamente sostenida, o dogmática mente afirmada, en el curso de la meditación consciente alrededor de este problema en la tradición helénica y judeo-cristiana. Sobre estas diferencias han surgido grandes conflictos y guerras sangrientas fueron peleadas, y no sorprende, ya que la salvación humana fue hecha depender de la solución correcta a estas preguntas ― los temas más agónicos y cruciales en la vida humana. Lo que quiero enfatizar es que todas las partes asumieron que estas preguntas podían ser contestadas. La creencia ― que puede ser cualquier cosa menos universal ―, a la que llega esto, es que las respuestas, son, como tales, tesoro escondido: el problema es encontrar el camino hacia él. O, para usar otra metáfora, a la humanidad se le han presentado las partes dispersas de un rompecabezas: si puedes unir las partes, formará un todo perfecto que constituye la meta de lá búsqueda de verdad, virtud y felicidad. Esa, yo pienso, es una de las suposiciones comunes de una gran parte del pensamiento occidental.

Esta convicción sin duda subyació a las utopías que proliferaron tan ricamente durante el Renacimiento europeo, cuando en el siglo XV hubo un gran redescubrimiento de los clásicos griegos y latinos que se pensaba contenían verdades olvidadas durante la larga noche de la Edad Media, suprimidas o distorsionadas por las supersticiones frailescas de las edades cristianas de la fe. La Nueva Enseñanza estaba basada en la creencia de que el conocimiento y sólo el conocimiento ― la rilente humana liberada ― podría salvarnos. Esto, a su vez, descansaba sobre la más fundamental de todas las proposiciones racionalistas ― que la virtud era conocimiento ― pronunciada por Sócrates, desarrollada por Platón y su más grande discípulo, Aristóteles, y las principales escuelas socráticas de la Grecia antigua. Para Platón, el paradigma de conocimiento era de carácter geométrico, para Aristóteles biológico y para varios pensadores durante' el Renacimiento debe haber sido neo-platónico o místico intuitivo o matematico, orgánico o mecánico, pero ninguno dudaba que el conocimiento por sí solo ofrecía la salvación espiritual y moral y política. Se asumía, yo creo, que si los hombres tienen una naturaleza común, esta naturaleza debe tener un propósito. La naturaleza del hombre podía ser plenamente realizada sólo si él sabía lo que verdaderamente deseaba. Si un hombre puede descubrir lo que hay en el mundo, y cuál es su relación con él, y qué es para sí mismo, como quiera que sea que lo haya descubierto, por cualquier método, por cualquier camino recomendado o tradicional al conocimiento ― él sabrá qué lo satisfacerá, qué, en otras palabras lo hará feliz, justo, virtuoso y sabio. Saber qué lo liberará a uno del error y la ilusión, y verdaderamente entender que como un ser espiritual y físico uno sabe buscarse, y sin embargo, a pesar de esto, abstenerse de actuar de tal modo, es no estar cuerdo ― ser irracional y quizás no del todo sano mentalmente. Que uno sepa cómo trazar sus propias metas y después no tratar de hacerlo es, en el fondo, no entender verdaderamente esas metas. Entender es actuar: hay un cierto sentido en el cual estos pensadores antecedieron a Karl Marx en su creencia en la unidad de teoría y práctica.


El conocimiento, para la tradición central del pensamiento occidental, significa no sólo conocimiento descriptivo de lo que hay en el universo de valores, o de cómo vivir, qué hacer, qué formas de vida son las mejores y las más valiosas y por qué. De acuerdo con esta doctrina ― que la virtud es conocimiento ― cuando los hombres cometen crímenes, lo hacen porque están en un error; han errado en lo que de hecho los beneficiará. Si verdaderamente supieran qué les beneficiaría, no harían esas cosas destructivas ― actos que deben terminar con la destrucción del actor a través de la frustración de sus verdaderos fines como ser humano, del bloqueo del desarrollo adecuado de sus facultades y poderes. Crimen, vicio, imperfección y miseria, todo surge de la ignorancia y la indolencia mental o el enredo. Esta ignorancia puede ser fomentada por personas malvadas que desean arrojar polvo a los ojos de otros para dominarlos, y que, al final, las más de las veces, son engañados por su propia propaganda. “La virtud es conocimiento" significa que si sabes el bien para el hombre, no puedes, si eres un ser racional, vivir de úna manera distinta a aquella en la que todos los deseos, esperanzas, plegarias y aspiraciones van encaminadas hacia la satisfacción; eso es lo que significa llamarles esperanzas. Para distinguir la realidad de la apariencia, para distinguir lo que verdaderamente satisfacerá al hombre de aquello que simplemente parece prometerlo, eso es conocimiento y sólo eso lo salvará. Es esta vasta suposición platónica, algunas veces en su forma cristiana, bautizada, la que anima a las grandes utopías del Renacimiento: la maravillosa fantasía de Moro, la Nueva Atlántida de Bacon, la Ciudad del Sol de Campanella, y una docena o más de utopías cristianas del siglo XVII ― de las cuales la de Fenelon es la mejor conocida. La fe absoluta en las soluciones racionales y la proliferación de escritos utópicos son dos aspectos de etapas similares de desarrollo cultural, en la Atenas clásica y el Renacimiento italiano y el siglo XIX francés y los doscientos años que siguieron, no menos en el presente que en el pasado reciente o distante. Hasta los relatos de los viajeros, que se afirma han ayudado a abrir los ojos de los hombres a la variedad de la naturaleza humana y por tanto a desacreditar la creencia en la uniformidad de las necesidades humanas, y consecuentemente en un solo remedio final a sus males, a menudo parecen haber tenido el efecto contrario. El descubrimiento, por ejemplo, de hombres en un estado salvaje en los bosques de América fue utilizado como evidencia de una naturaleza humana básica, del llamado hombre natural, con necesidades naturales tales y como hubieran existido en todas partes si los hombres no hubieran sido corrompidos por la civilización, por instituciones artificiales hechas por el hombre, debido al error o la maldad por parte de sacerdotes y reyes y otros que buscan el poder, que practicaron decepciones monstruosas sobre las crédulas masas, para dominarlas mejor y explotar su trabajo. El concepto del salvaje noble fue parte del mito de la pureza inmaculada de la naturaleza humana, inocente, en paz con su alrededor y consigo misma, arruinada sólo por el contacto con los vicios de la cultura corrupta de las ciudades occidentales. La noción de que en alguna parte, ya sea en una sociedad real o imaginada, el hombre habita en su estado natural al cual todos los hombres deberían regresar, está en el centro de las teorías primitivistas; es encontrada bajo varias apariencias en cada programa anarquista y populista de los últimos cien años y ha afectado hondamente al marxismo y a una vasta variedad de movimientos juveniles con metas radicales o revolucionarias.

Debo repetir que la doctrina común a todas estas visiones y movimientos es la noción de que existen verdades universales, ciertas para todos los hombres, en todas partes, en todo momento, y que estas verdades son expresadas en reglas universales: la ley natural de los estoicos y la iglesia medieval y los juristas del Renacimiento, desafío que sólo conduce al vicio, miseria y caos. Es cierto que algunas dúdas fueron arrojadas sobre esta idea, por ejemplo, por ciertos sofistas y escépticos en la Grecia antigua, así como por Protágoras, Hippias, Carneades, Pyrrho, Sexto Empírico, y en una fecha posterior por Montaigne y los pyrrhonistas del siglo XVII y sobre todo por Montesquieu, quien pensaba que formas de vida diferentes se ajustaban a hombres en medios y climas diferentes, con tradiciones y costumbres diferentes. Pero esto necesita mesura. Es cierto que un sofista citado por Aristóteles pensaba que "el fuego arde tanto aquí como en Persia mientras que las costumbres cambian debajo de nuestros propios ojos", y que Montesquieu pensaba que uno debería usar ropas abrigadoras en climas fríos y ropas delgadas en climas calientes, y que las costumbres persas no serían adecuadas para los habitantes de París. Pero a lo que llega esta súplica de variedad es a que diferentes medios son más efectivos en diferentes circunstancias dirigidas hacia la realización de fines similares. Esto es cierto incluso del conocido escéptico David Hume. Ninguno de estos dudosos desean negar que las metas humanas centrales son universales y uniformes: todos los hombres buscan comida y bebida, abrigo y seguridad; todos los hombres desean procrear; todos los hombres buscan intercambio social, justicia, un grado de libertad, medios de autoexpresión, etcétera. Los medios pueden diferir de país a país, y de edad a edad, pero los fines permanecen sin alteración: esto es resaltado por el alto grado de semejanza familiar en las utopías sociales tanto de los tiempos modernos como de los antiguos.

Es cierto que un golpe aún más grave en contra de estas suposiciones fue dirigido por Maquiavelo, quien sugirió dudas en cuanto a si era posible, aun en principio, cambiar una visión cristiana de la vida que involucra auto-sacrificio y humildad, con la posibilidad de construir y mantener una república poderosa y gloriosa, que requeria no humildad o auto-sacrificio por parte de sus gobernantes y ciudadanos, sino las virtudes paganas de valor, vitalidad, auto-afirmación y, en el caso de los gobernantes, de una capacidad de acción insensible, sin escrúpulos y cruel cuando esto fuese dictado por las necesidades del Estado.

Maquiavelo no desarrolló las implicaciones totales de este conflicto de ideales ― no era filósofo profesional ―, pero lo que dijo causó gran inquietud en algunos de sus lectores durante cuatro siglos y medio. Sin embargo, en términos generales, el tema que él concibió tendió a ser mayoritariamente ignorado. Sus trabajos fueron declarados inmorales, condenados por la iglesia y no tomados demasiado en serio por los moralistas y pensadores políticos que, representaban la corriente central del pensamiemo occidental en estos campos.

En algún grado, yo pienso, Maquiavelo sí tuvo alguna influencia sobre Hobbes, sobre Rousseau, sobre Fichte y Hegel, seguramente sobre Federico el Grande, de Prusia, que se tomó el trabajo de publicar una refutación formal a sus visiones; y más claramente que todos, sobre Nietzsche y aquellos influidos por él. Pero, por amplio margen, la suposición más incómoda en Maquiavelo es, particularmente, que ciertos valores, y aún más, ciertos ideales, pueden ser incompatibles ― una noción que ofende la proposición que yo he enfatizado, que todas las respuestas verdaderas a preguntas serias deben ser compatibles ―; esa suposición fue silenciosamente ignorada por la mayor parte. Nadie parecía ansioso de asirse a la posibilidad de que las respuestas cristianas, y las respuestas paganas a preguntas morales o políticas, podrían ser ambas correctas dadas las premisas de las cuales parten: que esas premisas no eran demostrablemente falsas, sólo incompatibles, y que ningún estándar en forma de bóveda o criterio estaba disponible para decidir entre ellas o para reconciliar estas moralidades totalmente opuestas. Esto resultó ser algo preocupante para aquellos que se creían cristianos pero deseaban darle al César lo que era de César. Una división clara entre vida pública y privada, o política y moralidad, nunca funciona bien. Demasiados territórios han sido reclamados por ambos. Esto ha sido y puede ser un probléma agónico y, como frecuentemente ha sucedido en tales casos, los hombres no estaban demasiado ansiosos de enfrentarlo.

Hubo también otro ángulo desde el cual estas suposiciones fueron cuestionadas. Estas suposiciones, debo repetir al precio de ser aburrido, son las de la Ley Natural: que la naturaleza humana es una esencia estática, inalterable, que sus fines son eternos, inalterables y universales para todos los hombres, en todos los tiempos, y pueden ser conocidos y quizás satisfechos por todos aquellos que poseen el tipo apropiado de conocimiento.

Cuando los nuevos estados-nación surgieron en el curso y parcialmente como resultado de la Reforma en el siglo XVI en el oeste y norte de Europa, algunos entre los abogados involucrados en formular y defender las demandas y leyes de esos reinos, en su mayor parte reformistas, ya fuera por oposición a la autoridad de la iglesia de Roma (o, en algunos casos, a las políticas centralizadas del rey de Francia) empezaron a argumentar que la ley romana, con su pretensión a la autoridad universal, no era nada para ellos; ellos no eran romanos, ellos eran francos, celtas, escandinavos; tenían sus propias tradiciones francesas, bátavas, escandinavas; ellos vivían en Languedoc; tenían sus costumbres languedocenses desde tiempos inmemoriales: ¿qué era romano para ellos? En Francia eran descendientes de los conquistadores francos, sus antepasados habían sometido a los galo-romanos, ellos habían heredado, querían reconocer sólo sus leyes francas o borgónanas o helvéticas; lo que la ley romana tenía que decir no era aquí ni allá; no les era aplicable. Dejad que los italianos obedezcan a Roma. ¿Por qué tendrían los francos, teutones, descendientes de piratas vikingos, acetar el dominio de un solo código legal, universal; extranjero? Naciones diferentes, raíces diferentes, ideales diferentes. Cada uno tenía su propia manera de vivir ―¿qué derecho tenía uno para dictar sobre los otros? Menos que todos el Papa, cuyas pretensiones a la autoridad espiritual la Reforma negó. Esto rompió el hechizo de un solo mundo, una ley universal y consecuentemente una meta universal de todo los hombres. La sociedad perfecta que los guerreros francos o aún sus descendientes, concibieron como su ideal podría ser muy diferente a la visión utópica de un italiano, antiguo o moderno, y totalmente disímil a la de un indio o un sueco un turco. De aquí en adelante, el espectro del relativismo hace su temible aparición, y con ella, el principio de Ia disolución de la fe en el mismo concepto de metas universalmente válidas, por lo menos en la esfera social y política. Esto fue acompañado, en su transcurso, por un sentido de que quizás no habría tan sólo una falla histórica o política, sino también lógica en la misma idea de un universo igualmente aceptable a comunidades de origen diferente, con tradiciones diferentes, carácter, perspectivas, conceptos, categorías, visión de vida.

Pero de nuevo, las implicaciones de esto no fueron plenamente clasificadas, principalmente, quizás, por el enorme triunfo en este mismo tiempo de las ciencias naturales. Como resultado de los descubrimientos revolucionarios de Galileo y Newton, y el trabajo de otros matemáticos, físicos y biólogos de genio, el mundo externo fue visto como un solo cosmos, tal que, para tomar el ejemplo mejor conocido, por la aplicación de relativamente pocas leyes, el movimiento y la posición de cada partícula de materia podría ser determinado con precisión. Por primera vez fue posible organizar una masa caótica de datos de observaciones en un solo sistema, coherente, perfectamente ordenado. ¿Por qué no utilizar los mismos métodos y aplicados a asuntos humanos, a moral, a política, a la organización de la sociedad, con el mismo éxito? ¿Por qué tenía que ser asumido que los hombres pertenecen a algún orden fuera del sistema de la naturaleza? Lo que es válido para objetos materiales, de animales y plantas y minerales, en zoología, botánica, química, física, astronomía ― todas estas nuevas ciencias, en camino de ser unificadas, que proceden de hipótesis acerca de datos observados y de conclusiones científicas comprobables y que juntas forman un sistema coherente y científico ― ¿Por qué no podría ser esto también aplicable a los problemas humanos? ¿Por qué no puede uno crear una ciencia o ciencias del hombre y aquí también proveer soluciones tan claras y tan seguras como aquellas obtenidas en las ciencias del mundo externo?

Esta era una propuesta novedosa, revolucionaria y altamente plausible que los pensadores de la Ilustración, particularmente en Francia, aceptaron con entusiasmo natural. Era seguramente razonable suponer que el hombre tiene una naturaleza capaz de ser observada, analizada, probada como otros organismos y formas de materia viviente. El programa parecía claro: uno debe descubrir científicamente en qué consiste el hombre y qué necesita para su crecimiento y su satisfacción. Cuando uno ha descubierto quién es y qué requiere, uno entonces preguntará dónde puede ser encontrado esto último y entonces, por medio de inventos apropiados y descubrimientos, suplir las necesidades del hombre: y de esta manera obtener, si no perfección total, por lo menos un estado de cosas más feliz y más racional que el que prevalece en el presente. ¿Por qué no existe? Porque la estupidez, el prejuicio, la superstición, la ignorancia, las pasiones que oscurecen la razón, avaricia, miedo, lujuria de dominación y los barbarismos, la crueldad, la intolerancia y el fanatismo que los acompañan, han conducido a una condición deplorable en la cual a los hombres se les ha forzado a vivir demasiado tiempo. La falla, inevitable o deliberada, de observar lo que hay en el mundo, le ha robado al hombre el conocimiento necesario para mejorar su vida. Sólo el conocimiento científico puede salvamos. Esta es la doctrina fundamental de la Ilustración francesa, un gran movimiento liberador, que en su día eliminó una gran cantidad de crueldad, superstición, injusticia y oscurantismo.

Con el curso del tiempo, esta gran ola de racionalismos indujo a una reacción inevitable. Me parece que este es un dato histórico, que toda vez que el racionalismo va lo suficientemente lejos, tiende a asumir una resistencia emocional, un backlash, por decido así, que surge de aquello que es irracional en el hombre. Esto tuvo lugar en Grecia en los siglos IV y III d.C, cuando las grandes escuelas socráticas produjeron sus magníficos sistemas racionalistas: rara vez, nos dicen los historiadores de los cultos griegos, florecieron tan ricamente religiones misteriosas, ocultismos, irracionalismos y misticismos de todo tipo. Así, también, el rígido y poderoso edificio de la ley romana, uno de los grandes logros de la civilización, junto con la gran estructura legal-religiosa del judaísmo antiguo, fueron seguidas de una resistencia apasionada, emocional, culminando en la subida y triunfo de la cristiandad. En la vieja Edad Media hubo, siinilarmente, una reacción frente a las construcciones lógicas de los escolásticos. Algo parecido ocurrió durante la Reforma y hace cerca de dos siglos, siguiendo los triunfos del espíritu científico en el Occidente.

Esta reacción, que me gustaría traer a su atención, provino principalmente de Alemania. Algo tiene que ser dicho acerca de la situación social y espiritual de la Alemania de ese tiempo. Para el siglo XVII, aun antes de la devastación de la Guerra de los Treinta Años, los países germano-parlantes se encontraron, por razones que no tengo ni el tiempo ni ― una razón de mayor fuerza ― la competencia para discutir, culturalmente inferiores a sus vecinos del otro lado del Rhin. Durante todo ese siglo, los franceses parecían ser dominantes en cada esfera de la vida, tanto espiritual como material. Su fuerza militar, su organización social y económica, sus pensadores, científicos y filósofos, pintores y compositores, sus poetas, dramaturgos y arquitectos ― su excelencia en las artes generales de la vida ― los colocaron a la cabeza de toda Europa. Bien podrían ser disculpados si entonces y luego identificaron la civilización como tal con su propia cultura.

Si durante el siglo XVII la influencia francesa alcanzó una estatura sin ejemplos, también hubo un notable florecimiento de la cultura en otros países occidentales; esto es claramente cierto de Inglaterra en el periodo isabelino tardío y el de los Estuardo, que coincidió con la edad dorada de España y el gran renacimiento artístico y científico de los Países Bajos. Italia, si no quizás a lá altura que alcanzó en el Cuatrocento, produjo artistas y especialmente científicos de logros sobresalientes. Incluso Suecia en el lejano norte empezaba a moverse.

Los pueblos germano-parlantes no podían presumir de nada similar; si nos preguntamos cuáles fueron las contribuciones más distinguidas hechas a la civilización europea en el siglo XVII por estos pueblos que se explica por lo menos en parte por la guerra, hay muy poco que decir: aparte de la arquitectura y el genio aislado de Kepler, el talento original parece fluir sólo en la teología; los poetas, académicos, pensadores, rara vez sobrepasaron la mediocridad: Leibniz parece tener muy pocos predecesores nativos. Esto puede, yo creo, ser explicado por la decadencia económica y las divisiones políticas en Alemania; pero yo estoy preocupado sólo en enfatizar los hechos por sí mismos. Aunque el nivel general de la educación alemana permaneció bastante alto, vida, arte y pensamiento permanecieron profundamente provincianos. La actitud hacia las tierras alemanas por parte de las naciones avanzadas de Occidente, particularmente de los franceses, parecía ser una especie de indiferencia condescendiente. Con el transcurso del tiempo los humillados alemanes empezaron una febril imitación de los modelos franceses y esto, como ocurre frecuentemente, fue seguido por una reacción cultural. La conciencia nacional herida se afirmó, a veces de una manera algo agresiva.


Esta es una respuesta suficientemente común por parte de naciones atrasadas que son vistas con demasiado desprecio arrogante, con un aire de superioridad consciente demasiado grande por las sociedades más avanzadas. Para el inicio del siglo XVIII algunos líderes espirituales de los principados alemanes devotos, con la vista hacia adentro, empezaron a contraatacar. Esto tomó la forma de desprecio sobre el éxito mundano de los franceses; estos franceses y sus imitadores en otras partes podían presumir tanto de sólo un espectáculo vacío. La vida interior, la vida del espíritu, preocupada por la relación de hombre con hombre, consigo mismo, con Dios ― sólo eso era de importancia suprema; los sabihondos franceses, vacíos y materialistas, no tenían sentido de los verdaderos valores; de aquello por lo cual sólo viven los hombres. Dejadlos tener sus artes, sus ciencias, sus saloons, su riqueza y su gloria ostentosa. Todo esto era, al final, escoria ― los bienes perecederos de la carne corruptible. Los philosophes eran líderes ciegos de los ciegos, ajenos a toda concepción de aquello que verdaderamente importaba, el oscuro, agónico, infinitamente gratificante descenso hasta el fondo de su pecadora pero inmortal alma, hecha a semejanza de la propia naturaleza divina. Este era el reino de la visión devota, interior del alma alemana.

Gradualmente esta auto-imagen alemana creció en intensidad alimentada por lo que podría ser llamado una especie de resentimiento nacionalista. El filósofo, poeta, crítico, pastor espiritual Johann Gottfried Herder fue quizás el primer profeta totalmente articulado con esta actitud y elevó esta auto-conciencia cultural a un principio general. Empezó como un historiador literario y ensayista y mantuvo que los valores no eran universales; cada sociedad humana, cada pueblo, de hecho cada edad y civilización, posee su propio ideal único, estandarizado, forma de vida y pensamiento y acción. No hay reglas inmutables, universales, eternas, ni criterios de juicio en términos de diferentes culturas y naciones que pueden ser calificadas por un solo orden de excelencia, que colocaría a los franceses ― si Voltaire tenía razón ― en la cima de la escalera del logro humano y a los alemanes muy abajo en las regiones crepusculares del oscurantismo religioso y dentro de los límites estrechos del provincianismo y la sombría vida rural. Cada sociedad, cada época, tiene sus propios horizontes culturales. Cada nación tiene sus propias tradiciones, su propio carácter, su propia cara. Cada nación tiene su centro de gravedad moral, que difiere de la de todos los demás; allí y sólo allí se encuentra su felicidad ― en el desarrollo de sus propias necesidades nacionales, su propio carácter único.

No hay una razón de peso para buscar imitar modelos extranjeros, o regresar a un pasado remoto. Cada edad, cada sociedad difiere en sus metas y hábitos y valores de cualquier otra. La concepción de la historia humana como un solo proceso universal de lucha hacia la luz, donde la etapa posterior y sus expresiones concretas son necesariamente superiores a la etapa anterior, donde lo primitivo es necesariamente inferior a lo sofisticado, es una enorme falacia. Homero no es un Ariosto primitivo; Shakespeare no es un Racine rudimentario. Juzgar a una cultura por los estándares de otra es un argumento sin imaginación ni comprensión. Cada cultura tiene sus propios atributos que deben ser asidos en y por sí mismos. Para entender una cultura uno debe emplear las mismas facultades de percepción comprensiva con las cuales nos entendemos los unos a los otros, sin las cuales no hay amor o amistad, ni relaciones humanas verdaderas. La actitud de un hombre hacia otro es, o debería, estar basada en percibir lo que es en sí mismo, singularmente, no lo que tiene en común con todos los otros hombres; sólo las ciencias naturales abstraen lo que es común, generalizan: las relaciones humanas están fundadas sobre el reconocimiento de la individualidad, que puede, quizás, nunca ser descrita exhaustivamente, mucho menos analizada; es así en la comprensión de comunidades, culturas, épocas, y lo que son y por lo que luchan, sienten, sufren y crean, cómo se expresan y se ven a sí mismos, cómo piensan y actúan.

Los hombres se congregan en grupos porque están conscientes de lo que los une ― lazos de descendencia común, lenguaje, tierra, experiencia colectiva; estos lazos son únicos, impalpables y esenciales. Las fronteras culturales son naturales a los hombres, surgen de la acción recíproca entre su esencia interior y el medio ambiente y la experiencia histórica. La cultura griega es única e inagotablemente griega; India, Persia, Francia, son lo que son, no otra cosa. Nuestra cultura es nuestra; las culturas son inconmensurables: cada una es como es, cada una de valor infinito, así como las almas están a la vista de Dios. Eliminar una, en favor de la otra, subyugar a una sociedad y destruir una civilización, así como lo han hecho los grandes conquistadores, es un crimen monstruoso en contra del derecho de ser uno mismo, de vivir ala luz de los valores ideales propios. Si envías al exilio a un alemán y lo siembras en América, será infeliz; sufrirá porque la gente puede ser feliz, puede funcionar libremente, sólo entre aquellos que la entienden. Sentir-se solo es estar entre hombres que no saben lo que quieren decir. Exilio, soledad, es encontrarse entre gentes cúyas palabras, gestos, escritura es ajena; cuyo comportamiento, reacciones, sentimientos, respuestas instintivas y pensamientos, placeres y dolores son demasiado remotos; cuya educación y perspectiva, el tono y la calidad de cuya vida y ser, no son nuestros. Hay muchas cosas que los hombres sí tien en común, pero no lo que más importa. Lo que los indidualiza, los hace lo que son y hace posible la comunicaciones lo que no tienen en común con todos los otros. Diferencias, peculiaridades, matices, caracteres individuales son más importante.

Esta es una doctrina desusada. Herder identifica diferencias culturales y esencia cultural, y la misma idea del desarrollo histórico, de manera muy distinta a la de Voltaire. Lo que para él hace alemanes a los alemanes es cómo comen o beben, administran la justicia, escriben poesía, idolatran, deshacen de la propiedad, se levantan y sientan, obtienen comida, usan la ropa, cantan, pelean guerras, ordenan vida política; tienen un cierto carácter común, una propiedad cualitativa, un patrón que es únicamente alemán, en que difieren de las actividades correspondientes a los chinos o los portugueses: Ninguno de estos pueblos o culturas es para Herder, superiores a alguno de los otros, son meramente diferentes; ya que son diferentes, persiguen diferentes fines; aquí reside tanto su carácter específico como valor. Valores, cualidades de carácter, no son conmensurables: una orden de mérito que presupone una sola varilla medición es, para Herder, evidencia de una ceguera frente a lo que hace humanos a los seres humanos. Un alemán puede ser feliz a pesar del esfuerzo de convertirlo en francés de segunda categoría. Los islandeses no serán felices viviendo en Dinamarca, ni los europeos emigrando a America. Los hombres pueden desarrollar sus plenos poderes sólo porque continúan viviendo donde ellos y sus ancestrales nacieron, al hablar su idioma y vivir su vida dentro del marco de costumbres de su sociedad y cultura. Los hombres no son auto-creados; nacen dentro de una corriente, sobretodo de idioma que moldea sus pensamientos y sentimientos, que no puede descartar o cambiar, que forma su vida interior. Las cualidades que los hombres tienen en común no son suficientes para asegurar la satisfacción de la natuleza de un hombre o un pueblo, que depende por lo menos lo mismo de las características debidas al lugar, el tiempo y cultura a la cual los hombres particularmente pertenecen: ignorar o borrar estas características es destruir las almas y los cuerpos de los hombres por igual. "Yo no estoy aquí para pensar, yo estoy aquí para ser, para vivir, para actuar". Para Herder cada acción, cada forma de vida, tiene un patrón que difiere de la de cada otro. La unidad natural para él es lo que llama das Volk, el pueblo, del cual los principales componentes son la tierra y el idioma, no la raza ni el color o religión. Ese es el sermón de toda la vida de Herder ― después de todo, él era un pastor protestante ― a los pueblos germano-parlantes.

Pero si esto es así, si la doctrina de la Ilustración francesa ― y de hecho, la suposición occidental central, de la cual he hablado, que todos los valores verdaderos son inmutable sin tiempo y universales ―, necesita tan drásticamente una revisión, entonces hay algo radicalmente equivocado en idea de una sociedad perfecta. La razón básica para esto se encontraba entre aquellos que usualmente estaban contra de las ideas utópicas ― que tal sociedad no puede ser obtenida porque los hombres no son lo suficientemer sabios, ni hábiles ni virtuosos, y tampoco pueden reunir grado requerido de conocimiento o resolución ni pueden manchados como están por el pecado original, obtener perfección en esta vida ―, pero es algo totalmente diferente. La idea de una sola sociedad perfecta para toda la humanidad debe ser internamente auto-contradictoria, porque el Valhalla de los alemanes necesariamente es diferente al ideal de vida futura de los franceses, porque el paraíso de los musulmanes no es el de los judíos o cristianos, porque una sociedad en la que un francés obtendría una satisfacción armoniosa es una sociedad que a un alemán le resultaría sofocante. Pero si vamos a tener tantos tipos de perfección como hay tipos de cultura, cada una con su constelación ideal de virtudes, entonces la misma noción de la posibilidad de una sola sociedad perfecta es lógicamerite incoherente. Este, yo pienso, es el principio del ataque moderno sobre la noción de utopía, utopía como tal.

El movimiento Romántico en Alemania, que le debió mucho a la influencia del filósofo Fichte, contribuyó con su propio ímpetu poderoso a este nuevo y genuinamente revolucionario Weltanschauung. Para el joven Friedrich Schlegel, o Tieck, o Novalis, valores éticos, políticos, estéticos, no están dados objetivamente, no son estrellas fijas en algún firmamento platónico, eterno e inmutable, que los hombres pueden descubrir empleando sólo el método adecuado ― percepción metafísica, investigación científica, argumento filosófico o revelación divina. Los valores son generados por el ser humano creativo. El hombre es, sobre todo, una criatura dotada no únicamente de razón sino de voluntad. La voluntad es la función creativa del hombre. El nuevo modelo de la naturaleza del hombre es concebido por analogía con la nueva concepción de la creación artística, ya no sujeta por las reglas objetivas derivadas de la naturaleza universal idealizada (la bella natura) o por las verdades eternas del clasicismo, o la ley natural, o quien da leyes divinas. Si uno compara doctrinas clásicas ― incluso esas de teóricos neoclásicos tardíos tales como Joshua Reynolds o Jean Philippe Rameau, con los de sus opositores românticos ―, esto emerge claramente. Reynolds, en sus famosas ponencias sobre el Gran Estilo, dijo en efecto que si uno está pintando a un rey, tiene que estar guiado por la.concepción de realeza. David, rey de Israel, puede haber sido en vida de una estatura mínima y haber tenido defectos físicos. Pero no puedes pintarlo así, porque es un rey. De tal modo, debes pintarlo como un personaje real; y la realeza es un atributo eterno, inmutable, uno e igualmente accesible a la visión de todos los hombres, en todos los tiempos, en todas partes; no se altera con el paso del tiempo o diferencia de perspectiva, algo parecido a una "idea" platónica, más allá del alcance del ojo empírico, y el asunto del pintor o escultor es penetrar el velo de la apariencia, concebir la esencia de la realeza pura y traspasada al lienzo, o al mármol o a la madera o a cualquier medio que el artista escoja usar. De la misma manera, Rameau estaba convencido de que el asunto del compositor era evidenciar la armonía profunda ― las proporciones matemáticas eternas ― que están contenidas en la naturaleza de las cosas, en el gran cosmos, no dadas al oído mortal, y sin embargo es aquello que le da al patrón de sonidos musicales el orden y la belleza que el artista inspirado crea ― o más bien, reproduce "imitaciones" ― lo mejor que puede.

Pero no lo creen así los que están influidos por la nueva doctrina romántica. El pintor crea; no copia. El no imita; no sigue reglas; las hace. Los valores no son descubiertos, son creados; no son encontrados, sino hechos por un acto de voluntad imaginativa, creativa, como son creadas obras de arte, políticas, planes y patrones de vida. ¿Pero la imaginación de quién, la voluntad de quién? Fichte habla del ser, el ego; como una regla lo identifica con un espíritu mundial, trascendente, infinito, del cual el humano individual es una mera expresión espacio-temporal, mortal, un centro finito que deriva su realídad del espíritu, con el cual busca obtener unión perfecta. Otros identifican este ser con algún otro espíritu superpersonal o fuerza ― la nación ―, el verdadero ser en el cual el individuo es sólo un elemento; o de nuevo el pueblo (Rousseau se acerca más a hacer esto), o el Estado (como lo hace Hegel); o es identificado con una cultura, o el Zeitgeist (una concepción altamente ridiculizada por Goethe en Fausto); o una clase que representa la marcha progresiva de la historia (como en Marx), o algún otro movimiento igualmente impalpable o fuerza o grupo. Esta fuente algo misteriosa supuestamente genera y transforma valores que estoy obligado a seguir porque, para el grado en el que estoy, es lo mejor y más verdadero, un agente de Dios, o de la historia, o del progreso, o de la nación, yo los reconozco como propios. Esto constituye un rompimiento agudo con toda la tradición previa, para la cual lo verdadero y lo bello, lo innoble, lo correcto y lo incorrecto, deber, pecado, bien último, eran valores inalterables, ideales, y sus opuestos, creados eternos e idénticos para todos los hombres: es la vieja fórmula, quod semper, quod ubique, quod ab omnibus: el único problema era cómo conocerlos y conociéndolos realizados o evitados, hacer el bien y evitar el mal.


Pero si estos valores son no creados, sino generados por mi cultura o por mi nación o por mi clase, diferirán de los valores generados por tu cultura, tu nación, tu clase; no son universales y pueden chocar. Si los valores generados por los alemanes son diferentes de los generados por los portugueses, si los valores generados por los antiguos griegos son diferentes de los generados por los franceses modernos, entonces una relatividad más profunda que cualquiera enunciada por los sofistas o Montesquieu o Hume destruirá el único universo moral e intelectual. Aristóteles, Herder declararon es "suyo" ― Leibniz, es "nuestro". Leibniz nos habla a nosotros los alemanes, no Sócrates ni Aristóteles. Aristóteles era un gran pensador, pero no podemos regresar a él: su mundo no es el nuestro. Así, tres cuartos de siglo después, fue asentado que, si mis verdaderos valores son la expresión de mi clase ― el proletariado ―, entonces la noción de que todos los valores, todas las respuestas verdaderas a las preguntas, son compatibles una con la otra, no puede ser cierta, ya que mis valores inevitablemente chocarán con los tuyos, porque los valores de mi clase no son los valores de la tuya. Como los valores de los antiguos romanos no son los de los italianos modernos, así el mundo moral de la cristiandad medieval no es el de los demócratas liberales, y, sobretodo, el mundo de los trabajadores no es el de quienes los contratan. El concepto de un bien común, válido para toda la humanidad, descansa sobre un error cardinal.

La noción de que existe una esfera cristiana celestial, no afectada por el mundo de cambio y apariencia, en la cual verdades matemáticas y valores morales o estéticos forman una armonía perfecta, garantizada por vínculos lógicos indestructibles, ahora es abandonada, o en lo mejor de los casos es ignorada. Eso está en el corazón del movimiento romántico, cuya expresión extrema es la auto-afirmación de la personalidad creativa individual como el hacedor de su propio universo; estamos en el mundo de los rebeldes en contra de la invención, de los artistas libres, de los proscritos satánicos, los desterrados de Byron, la generación "pálida y febril" celebrada por los escritores románticos franceses y alemanes del temprano siglo XIX, los tormentosos héroes prometeicos que rechazan las leyes de su sociedad determinados a obtener una auto-realización y encontrar una auto¬expresión en contra de cualquier obstáculo.

Este puede haber sido un tipo de auto-preocupación romántica exagerada y a ratos histérica, pero la esencia de ella, las raíces de la cual crear, no desaparecieron con el decaimiento de la primera ola del movimiento Romántico, y se convirtieron en la causa de inquietud permariente; de hecho, la ansiedad en la conciencia europea ha permanecido hasta este día. Es claro que la noción de una solución armoniosa para el problema de la humanidad aún en principio, y consecuentemente para el concepto mismo de utopía, es incompatible con la interpretación del mundo humano como una batalla de voluntarios perpetuamente nueva e incesantemente conflictiva, individual o colectiva. Fueron hechos intentus para frenar esta marea peligrosa. Hegel, y después de él Marx, buscaron regresar a un esquema histórico racional. Para ambos hay una marcha de la historia ― un solo ascenso de la humanidad, de la barbarie a la organización racional.

Conceder que la historia es una historia de luchas y colisiones, pero que éstas serán resueltas finalmente. Se deben a la particular dialéctica del auto-desarrollo del Espíritu Mundial, o al progreso tecnológico que crea división del trabajo y guerra de clases; pero estas "contradicciones son los factores que en sí son indispensables para el movimiento hacia adelante que culminará en un todo armonioso, ya sea concebido como un progreso infinito hacia una meta tra¿cendente, como en Hegel, o en una sociedad racional obtenible, como en Marx. Para estos pensadores la historia es un drama en el que hay contendientes violentos. Ocurren tribulaciones terribles, colisiones, batallas, destrucción, sufrimiento espantoso; pero la historia tiene, debe tener, un final feliz. Para los pensadores utópicos de esta tradición, el resplandor de una sociedad estática, libre de conflicto después de la desaparición del Estado, se ha marchitado y toda autoridad constituida ha desaparecido ― una anarquía pacífica en la que los hombres son racionales, cooperativos, virtuosos, felices y libres. Este es un intento por tener lo mejor de ambos mundos: por permitir el conflicto inevitable, pero creer que es a su vez ineludible y una etapa temporal en el camino a la total auto-satisfacción de la humanidad.

Sin embargo, las dudas persisten, y lo han hecho desde que el reto fue lanzado por los racionalistas. Esta es la inquietante herencia del movimiento romántico; ha entrado en la conciencia moderna a pesar de todos los esfuerzos por eliminado o circunnavegado, o explicado como un mero síntoma del pesimismo de la burguesía inquieta por la conciencia de, pero incapaz de enfrentada, su inescapable perdición que se acerca.

Desde entonces la "filosofía perenne" con sus verdades objetivas inalterables, fundadas sobre la percepción de un orden eterno detrás del caos de las apariencias, ha sido puesta a la defensiva enfrentada a ataques de relativistas, pluralistas, irracionalistas, pragmáticas, subjetivistas, y ciertos tipos de empirismo; y con su decadencia, la concepción de la sociedad perfecta que deriva de esta gran visión unitaria, pierde su poder persuasivo. De este tiempo en adelante, creyentes en la posibiliead de la perfección social tienden a ser acusados por sus opositores de tratar de introducir un orden artificial a una humanidad renuente, de tratar de encajar a seres humanos, como ladrillos, en una estructura preconcebida, forzados a vivir en camas procusteanas, y disecar a hombres vivos en la búsqueda de un esquema fanáticamente sostenido. De allí la protesta, y anti-utopías de Aldous Huxley, o Orwell, o Zamiatin (en Rusiá en los tempranos veinte), quienes pintan un cuadro horripilante de una sociedad sin fricciones en la que las diferencias entre seres humanos son, en la medida de lo posible, eliminadas, o por lo menos reducidas, y el patrón multi-color de la variedad de temperamentos humanos, inclinaciones, ideales ― en breve, el flujo de vida ― es brutalmente reducido a la uniformidad, presionado en una camisa de fuerza social y política que lastima y mutila y termina aplastando a los hombres en el nombre de una teoría monística, el sueño de un orden estático y perfecto. Este es el corazón de la protesta en contra de la ola totalitaria, que Tocqueville y J. S. Mill sentían estaba avanzando sobre la humanidad.

Nuestros tiempos han visto el conflicto de dos visiones irreconciliables; una es la visión de aquellos que creen que existen valores eternos, obligatorios para todos los hombres, y que la razón por la cual los hombres no los han; hasta ahora, reconocido o realizado todos, es por falta de capacidad moral, intelectual o material, necesaria para trazar este fin. Puede ser que este conocimiento haya sido referido de nosotros por las leyes de la historia misma: una interpretación de estas leyes es la guerra de clases que tanto ha distorsionado nuestras relaciones con nosotros mismos como para cegar a los hombres de la verdad, y así impedir una organización racional de la vida humana. Pero ha ocurrido el progreso suficiente para permitir a algunas personas ver la verdad; en la plenitud del tiempo la solución universal será clara a los hombres en general: entonces la prehistória terminará y la verdadera historia empezará. Así lo creen los marxistas, y quizás otros profetas socialistas y optimistas. Esto no es aceptado por aquellos que declaren que los temperamentos de los hombres, dones, perspectivas, deseos, permanentemente difieren unos de otros, que la uniformidad mata; que los hombres pueden vivir vidas plenas sólo en sociedades con una textura abierta, en la que la variedad no es meramente tolerada sino aprobada y fomentada; que el desarrollo más vivo de las potencialidades humanas puede ocurrir sólo en sociedades en las que hay un amplio espectro de opiniones ― formas de lo que J. S. Mill llamaba "experimentos de vida" ― en las cuales hay libertad de pensamiento y de expresión, visiones y opiniones que chocan una con la otra, sociedades en que la fricción e incluso el conflicto nos son permitidas, con todo y leyes para controlarlas y prevenir destrucción y violencia; que la sujeción a una sola ideología, no importa qué tan razonable e imaginativa sea, roba libertad y vitalidad a los hombres. Esto puede ser lo que Goethe quería decir cuando, después de leer Systeme de la Nature de Holbach (una de las obras más famosas del materialismo francés del siglo XVIII, que parecía una especie de utopía racionalista), declaró que no podría entender cómo alguien podía aceptar un asunto tan gris, cadavérico, cimeriano, escaso de color, vida, arte, humanidad. Para aquellos que abrazaron este individualismo teñido románticamente, lo que importa no es la base común sino las diferencias, no el uno, sino los muchos; para ellos la súplica de unidad ― la regeneración de la humanidad mediante la recuperación de una inocencia perdida y armonía, el regreso de una existencia fragmentada al todo completo, es una ilusión infantil y peligrosa: aplastar toda diversidad e incluso conflicto en el interés de la uniformidad es, para ellos, aplastar la vida misma.

Estas doctrinas no son compatibles una con la otra. Son antagonistas antiguas; en su disfraz moderno, ambas dominan a la humanidad hoy, y ambas son resistidas: organización industrial versus derechos humanos; reglas burocráticas versus "hacer la cosa de uno"; buen gobierno versus auto-gobierno; seguridad versus libertad. Algunas veces una demanda se transforma en su opuesto: pretensiones de democracia participativa se convierten en opresión de minorías, medidas para establecer equidad social aplastan la autodeterminación y sofocan el genio individual. Junto con esta colisión de valores, persiste un sueño de viejas eras: hay, debe haber ― y puede ser encontrada ― una solución final a los males humanos puede ser obtenida. Mediante la revolución o por fines pacíficos seguramente vendrá. Y entonces todos, o la vasta mayoría de los hombres serán virtuosos y felices, sabios, buenos y libres; si tal posición puede ser obtenida, y una vez obtenida dura para siempre, ¿qué hombre cuerdo desearía regresar a las miserias de los hombres deambulando en el desierto? Si esto es posible, ¿entonces seguramente ningún precio es demasiado alto para pagar por él; ninguna cantidad de opresión, crueldad, represión, coerción será demasiado alto, si esto, y sólo esto, es el precio de la salvación última de todos los hombres? Esta convicción da una amplia licencia para inflingir sufrimiento sobre otros hombres, siempre que sea hecho por puros motivos desinteresados. Pero si uno cree que esta doctrina es una ilusión, y sólo porque valores últimos pueden ser incompatibles uno con los otros, y la misma noción de un mundo ideal en el cual están reconciliados es una imposibilidad (y no meramente práctica) conceptual, entonces, quizás, lo mejor que uno puede hacer es tratar de promover algún tipo de equilibrio, necesariamente inestable, entre las diferentes aspiraciones de diferentes grupos de seres humanos ― por lo menos para prevenir que intenten exterminarse los unos a los otros, y, en la medida de lo posible, promover el grado máximo practicable de simpatia y comprensión entre ellos. Pero esto no es, prima facie, un programa salvajemente excitante: un sermón liberal que recomienda maquinaria diseñada para impedir que la gente se haga demasiado daño, para darle a cada grupo humano el suficiente espacio para realizar sus propios fines idiosincráticos, únicos, particulares sin demasiada interferencia con los fines de otros, no es un grito de batalla apasionado para inspirar a los hombres el sacrificio y el martirio y los actos heroicos. Sin embargo, si fuese adoptado, podría prevenir derramamiento de sangre y, al final, transformar al mundo. C. S. Lewis dice en alguna parte que no hay ninguna razón a priori para suponer que la verdad, al ser descubierta, necesariamente probará ser interesante; será suficiente si es cierta.

(Publicado em Vuelta, março de 1986)