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Dostoievski: el diablo y el ideólogo
Octavio Paz
Hace un siglo, el 28 de enero de 1881, murió Fedor Dostoievski. Desde entonces su influencia no ha cesado de crecer y extenderse; primero en su patria ― ya había alcanzado en vida la celebridad ―, después en Europa, América y Asia. Esta influencia no ha sido exclusivamente literaria sino espiritual y vital: varias generaciones han leído sus novelas no como ficciones sino como estudios sobre el alma humana y cientos de miles de lectores en todo el mundo han conversado y discutido silenciosamente con sus personajes, como si fuesen viejos conocidos. Su obra ha marcado a espíritus tan diversos como Nietzsche y Gide. Faulkner y Camus; en México dos escritores lo leyeron con pasión, sin duda porque pertenecían a su misma familia intelectual y se reconocían en muchas de sus ideas y obsesiones: Vasconcelos y Revueltas. Es (o fue) un autor preferido por los jóvenes: todavía recuerdo las conversaciones interminables que sostenía, al finalizar el bachillerato, con algunos compañeros de clase, en caminatas que comenzaban al anochecer en San Ildefonso y terminaban, pasada la medianoche, en Santa María o en la Avenida de los Insurgentes, en busca del último tranvía. Iván y Dimitri Karamazov peleaban en cada uno de nosotros.
Nada más natural que aquel fervor: a pesar del siglo que nos separa, Dostoievski es nuestro gran contemporáneo. Muy pocos escritores del pasado poseen su actualidad: leer sus novelas es leer una crónica del siglo XX. Pero su actualidad no es la de la novedad intelectual o literaria. Por sus gustos y sus preocupaciones estéticas es un escritor de otra edad; es prolijo y, si no fuese por su humor, extrañamente moderno, muchas de sus páginas serían tediosas. Su mundo histórico no es el nuestro. El Diario de un escritor tiene muchas páginas que me repugnan por su esclavismo y antisemitismo. Sus tiradas antieuropeas me recuerdan, aunque son más inspiradas, los desahogos y resentimientos del nacionalismo mexicano e hispanoamericano. Su visión de la historia a veces es profunda pero también confusa: carece de esa comprensión del acontecimiento, a un tiempo rápida y aguda, que nos deleita, por ejemplo, en un Stendhal. Tampoco tuvo la mirada de un Tocqueville, que traspasa la superficie de una sociedad y de una época. No fue, como Tolstoy, un cronista épico. No nos cuenta lo que pasa sino que nos obliga a descender al subsuelo para que veamos qué es lo que está pasando realmente: nos obliga a vernos a nosotros mismos. Dostoievski es nuestro contemporáneo porque adivinó cuáles iban a ser los dramas y conflictos de nuestra época. Y lo adivinó no porque tuviese el don de la doble vista o fuese capaz de prever los sucesos futuros sino porque tuvo la facultad de penetrar en el interior de las almas.
Fue uno de los primeros ― tal vez el primero ― que se dio cuenta del nihilismo moderno. Nos ha dejado descripciones de ese fenómeno espiritual que son inolvidables y que, todavía, nos estremecen por su penetración y su misteriosa exactitud. El nihilismo de la Antigüedad estaba emparentado con el escepticismo y el epicureísmo; su ideal era una noble serenidad: alcanzar la ecuanimidad ante los accidentes de la fortuna. El nihilismo de la India antigua, que tanto impresionó a Alejandro y a sus acompañantes, según cuenta Plutarco, era una actitud filosófica no sin analogía con el pirronismo y que terminaba en la contemplación de la vacuidad. El nihilismo era, para Nagarjuna y sus seguidores, la antesala de la religión. Pero el nihilismo moderno, aunque también nace de una convicción intelectual, no desemboca ni en la impasibilidad filosófica ni en la beatitud de la ataraxia; más bien es una incapacidad para creer y afirmar algo, una falla espiritual más que una filosofía.
Nietzsche imaginó el advenimiento de un "nihilista completo", encarnado en la figura del Superhombre, que juega, danza y ríe en los giros del Eterno Retorno. La danza del Superhombre celebra la insignificancia universal, la evaporación del sentido y la subversión de los valores. Pero el verdadero nihilista, como lo vio con mayor realismo Dostoievski, no danza ni ríe: va de aquí para allá ― alrededor de su cuarto o, es igual para él, alrededor del mundo ― sin poder jamás descansar pero también sin poder hacer nada. Está condenado a dar vueltas, hablando con sus fantasmas. Su mal, como el de los libertinos de Sade o la acidia de los monjes medievales, atacados por el demonio de mediodía, es una continua insatisfacción, un no poder amar a nadie ni a nada, una agitación sin objeto, un disgusto ante sí mismo ― y un amor por sí mismo. El nihilista moderno, Narciso desdichado, mira en el fondo del agua su imagen rota en pedazos. La visión de su caída lo fascina: siente náuseas ante sí mismo y no puede apartar los ojos de sí. Quevedo adivinó su estado en dos líneas difíciles de olvidar:
las aguas del abismo
donde me enamoraba de mí mismo.
Stavrogin, el héroe de Demonios (aunque sea menos literal, la antigua traducción: Los poseídos, era más exacta), escribe a Daria Pavlovna, que lo amaba: "He puesto a prueba, en todas partes, mi fuerza ... Durante esas pruebas, ante mí mismo o ante los otros, esa fuerza se ha revelado siempre sin límites. Pero ¿a qué aplicarla? Esto es lo que nunca supe y lo que continúo sin saber, a pesar de todo el ánimo que quieres darme ... Puedo sentir el deseo de realizar una buena acción y esto me da placer; sin embargo, experimento el mismo placer ante el deseo de cometer una maldad ... Mis sentimientos son mezquinos, nunca fuertes ... Me lancé al libertinaje ... pero no amo ni me gusta el libertinaje... ¿ Crees, porque me amas, que podrás darle algún propósito a mi existencia? No seas imprudente: mi amor es tan mezquino como yo ... Tu hermano me dijo un día que aquel que ya no tiene lazos con la tierra, pierde inmediatamente a sus dioses, es decir, a sus designios. Se puede discutir de todo indefinidamente pero yo sólo puedo negar, negar sin la menor grandeza de alma, sin fuerza. En mí, la negación misma es mezquina. Todo es fofo, blanduzco mole. El generoso Kirilov no pudo soportar su idea y se voló la tapa de los sesos estourou os miolos ... Yo nunca podría perder la razón ni creer en una idea, como él ... Yo nunca, nunca, podría darme un tiro en la sien." ¿Cómo definir a esta situación? Desánimo, falta de ánima. Stavrogin: el desalmado.
Sin embargo, después de haber escrito esa carta, Stavrogin se ahorca en el desván. Ultima paradoja: el cordón era de seda y el suicida, previa y cuidadosamente, lo había untado de jabón. La grandeza del nihilista no reside ni en su actitud ni en sus ideas sino en su lucidez. Su claridad lo redime de lo que Stavrogin llamaba su bajeza o mezquindad. ¿O el suicidio, lejos de ser una respuesta, es otra prueba? Si es así, es una prueba insuficiente. No importa: el nihilista es un héroe intelectual pues se atreve a penetrar en su alma dividida, a sabiendas de que se trata de una exploración sin esperanza. Nietzsche diría que Stavrogin es un "nihilista incompleto": le falta el saber del Eterno Retorno. Pero quizá sea más exacto decir que el personaje de Dostoievski, como tantos de nuestros contemporáneos, es un cristiano incompleto. Ha dejado de creer pero no ha podido substituir las antiguas certidumbres por otras ni vivir a la intemperie, sin ideas que justifiquen o den sentido a su existencia. Dios ha desaparecido, no el mal. La pérdida de las referencias ultraterrenas no extinguen al pecado: al contrario, le dan una suerte de inmortalidad. El nihilista está más cerca del pesimismo gnóstico que del optimismo cristiano y su esperanza en la salvación. Si no hay Dios no hay redención de los pecados pero tampoco hay abolición del mal: el pecado deja de ser un accidente, un estado y se transforma en la condición permanente de los hombres. Es un agustinismo al revés: el mal es ser. El utopista quisiera traer el cielo a la tierra, hacernos dioses; el nihilista se sabe condenado de nacimiento: la tierra ya es el infierno.
El retrato del nihilista, ¿es un autorretrato? Si y no: Dostoievski quiere escapar del nihilismo no por el suicidio y la negación sino por la afirmación y la alegría. La respuesta al nihilismo, enfermedad de intelectuales, es la simplicidad vital de Dimitri Karamazov o la alegría sobrenatural de Aliocha. De una y otra manera, la respuesta no está en la filosofía y las ideas sino en la vida. La refutación al nihilismo es la inocencia de los simples. El mundo de Dostoievski está poblado de hombres, mujeres y niños a un tiempo cotidianos y prodigiosos. Unos san angustiados y otros sensuales, unos cantan en la abyección y otros se desesperan en la prosperidad. Hay santos y criminales, idiotas y genios, mujeres piadosas como un vaso de agua y niños que son ángeles atormentados por sus padres. (¡Qué opuestas visiones de la niñez la de Dostoievski y la de Freud! Mundo de criminales y justos: para unos y otros están abiertas las puertas del reino de los cielos. Todos pueden salvarse o perderse. El cadáver del padre Zósima despide un tufo exala um cheiro de corrupción, revelador de que, a pesar de su piedad, no murió en olor de santidad; en cambio, al recordar a los bandidos y criminales que fueron sus compañeros de prisión en Siberia, Dostoievski dice: "allá el hombre, de pronto, escapa a toda medida". El hombre, "criatura improbable", puede salvarse en cualquier momento. En esto el cristianismo de Dostoievski está cerca de las ideas sobre la libertad y la gracia de Calderón, Tirso y Mira de Amescua.
Para nosotros, los santos y las prostitutas, los criminales y los justos de Dostoievski poseen una realidad casi sobrehumana; quiero decir, son seres insólitos y de otro tiempo. Un tiempo en vías de extinción: pertenecen a la era preindustrial. En este sentido Marx fue más lúcido pues previó la disgregación de los vínculos tradicionales y la erosión de las antiguas formas de vida por la doble acción del mercado capitalista y la industria. Pero Marx no adivinó el surgimiento de un nuevo tipo de hombres que, aunque llamándose sus herederos, consumarían en el siglo XX la ruina de los sueños y aspiraciones socialistas. Dostoievski fue el primero en describir esta clase de hombres. Nosotros los conocemos muy bien pues en nuestros días se han convertido en legión: son los sectarios y los fanáticos de la ideología, los prosélitos de los Stavrogin y los Iván. Su prototipo es Smerdiakov, el parricida, discípulo de Iván.
Los sectarios no han heredado de los nihilistas la lucidez sino la incredulidad. Mejor dicho, han convertido a la incredulidad en una nueva y más baja superstición. Dostoievski los llama endemoniados aunque, a diferencia de lván y de Stavrogin, no tienen conciencia de que están poseídos por los diablos. Por eso los compara con los cerdos del Evangelio (San Lucas, VII, 32-36). Al perder su antigua fe, veneran ídolos falsamente racionales: el progreso, las utopías sociales y revolucionarias. Han abjurado de la religión de sus padres, no de la religión: en lugar de Cristo y la Virgen adoran dos o tres ideas de manual. Son los antepasados de nuestros terroristas. El mundo de Dostoievski es el de una sociedad enferma de esa corrupción de la religión que llamamos ideología. Su mundo es la prefiguración del nuestro.
Dostoievski fue revolucionario en su juventud. Por sus actividades fue encarcelado. condenado a muerte y después perdonado. Pasó varios años en Siberia ― los campos de concentración de la Rusia actual son una herencia perfeccionada y amplificada del sistema de represión zarista ― y a su regreso rompió con su pasado radical. Fue conservador, cristiano, monárquico y nacionalista. Sin embargo, sería un error reducir su obra a una definición ideológica. No fue un ideólogo ― aunque las ideas tengan una importancia cardinal en sus novelas ― sino un novelista. Uno de sus héroes, Dimitri Karamazov, dice: Debemos amar más a la vida que al sentido de la vida. Dimitri es una respuesta a Iván, pero no es la respuesta: Dostoievski no opone una idea a otra sino una realidad humana a otra. A diferencia de Flaubert, James o Proust, las ideas son reales para él, pero no en sí mismas sino como una dimensión religiosa de la existencia. Las únicas ideas que le interesaron fueron las ideas encarnadas. Algunas vienen de Dios, es decir, de la profundidad del corazón; otras, las más, vienen del diablo, es decir, del cerebro. Como el alma de los clérigos medievales, la conciencia del intelectual moderno es un teatro de batalla. Las novelas de Dostoievski, desde esta perspectiva, son parábolas religiosas y su arte está más cerca de San Pablo, San Agustín y Pascal que el realismo moderno. Al mismo tiempo, por el rigor de sus análisis psicológicos, su obra anticipa a Freud y, en cierto modo, lo trasciende.
Debemos a Dostoievski el diagnóstico más profundo y completo de la enfermedad moderna: la escisión psíquica, la conciencia dividida. Su descripción es, simultáneamente, psicológica y religiosa. Stavrogin e Iván padecen visiones: ven y hablan con espectros que son demonios. Al mismo tiempo, como ambos son modernos, atribuyen esas apariciones a trastornos psíquicos: son proyecciones de su alma perturbada. Pero ninguno de los dos está muy seguro de esa explicación. Una y otra vez, en sus conversaciones con sus espectrales visitantes, se ven constreñidos a aceptar, con desesperación, su realidad: en verdad hablan con el diablo. La conciencia de la escisión es diabólica: estar poseído significa saber que el yo se ha roto y que hay un extraño que usurpa nuestra voz. ¿Ese extraño es el diablo o nosotros mismos? Cualquiera que sea nuestra respuesta, la identidad de la persona se escinde. Estos pasajes son alucinantes: las conversaciones de Iván con sus demonios están relatadas con gran realismo y como si se tratase de sucesos cotidianos. Abundan las situaciones absurdas y las reflexiones irónicas. Alternativamente el miedo nos hace reír y nos hiela la sangre. Experimentamos una fascinación ambigua: la descripción psicológica se transforma insensiblemente en especulación metafísica, esta en visión religiosa y, en fin, la visión en cuento que mezcla de modo inextricable lo sobrenatural y lo cotidiano, lo grotesco y lo abismal.
Los diablos de Dostoievski poseen una veracidad única en la literatura moderna. Desde el siglo XVIII los fantasmas de nuestros poemas y novelas son poco convincentes. Son personajes de comedia y la afectación de su lenguaje y de sus actitudes es, a un tiempo, pomposa e insoportable. Los de Goethe y Valéry son plausibles por su mismo carácter extremadamente intelectual y simbólico; también son aceptables los que de manera deliberada e irónica se presentan como ficciones fantásticas: el diablo de La mano encantada de Nerval o el delicioso Diablo enamorado de Cazotte. Pero los diablos modernos hacen todo lo posible por hacernos saber que vienen de allá, del mundo subterráneo. Son los parvenus de lo sobrenatural. Aunque los diablos de Dostoievski también son modernos y no se parecen a los antiguos demonios medievales y barrocos ― lascivos, astutos y un poco estúpidos ― no son literarios. Tienen una realidad clínica, por decirlo así. En esto reside, quizá, su gran descubrimiento: vio el parentesco oculto entre el mal y la enfermedad, entre la posesión y la reflexión. Son diablos que razonan y que, como si fuesen psicoanalistas, se empeñan en probar su inexistencia, su naturaleza imaginaria. Triunfan gracias a esos razonamientos irrefutables; Iván y Savrogin, dos intelectuales, no tienen más remedio que creerles: son verdaderamente el diablo pues solamente el diablo puede razonar así. Pero también estarían poseídos por el diablo si se aferrasen a la creencia de que se trata de meras alucinaciones de una mente enferma. En uno y otro caso, los dos están poseídos por la negación, esencia del demonio. Así se cumple el pensamiento que aterra a Iván: para creer en el diablo no es necesario creer en Dios.
Hay una especie inmune a la seducción del diablo: el ideólogo. Es el hombre que ha extirpado la dualidad. No conversa: demuestra, adoctrina, refuta, convence, condena. Llama a los otros camaradas pero jamás habla con ellos: habla con su idea. Tampoco habla con el otro que todos llevamos dentro. Ni siquiera sospecha que existe: el otro es una fantasía idealista, una superstición pequeño-burguesa. El ideólogo es el mutilado del espíritu: le falta la mitad de sí mismo. Dostoievski amaba a los pobres y a los simples, a los humillados y ofendidos pero nunca ocultó su antipatía hacia los que se decían sus salvadores. Le parecía absurda su "pretensión de querer liberar al hombre de la carga de la libertad". Carga terrible y preciosa. Los ideólogos han correspondido a su antipatía con otra no menos intensa. En una carta a su amiga Inés Armand, Lenin lo llama "el archimediocre Dostoievski". En otra ocasión dijo: "no pierdo el tiempo con esa basura". En la época de Stalin fue un autor casi prohibido y todavía hoy, en los círculos oficiales, es visto como reaccionario y un enemigo. A pesar de la hostilidad gubernamental, sus libros son los más leídos en Rusia, sobre todo entre los estudiantes, los intelectuales y, claro, los detenidos en los campos de concentración.
El tirano es arbitrario y caprichoso; contra los excesos de locos y desequilibrados como Nerón o Calígula, el remedio tradicional ha sido el puñal del regicida. Es un recurso inutilizable contra el despotismo ideológico, que es sistemático e impersonal: no se puede asesinar a una abstracción. Pero la ideología, que es inmune a las balas, no lo es a la crítica. De allí que el déspota ideológico no conozca, como forma de expresión, sino el monólogo y el discurso. La tiranía del ideólogo es el soliloquio de un profesor sádico y pedante, empeñado en hacer de la sociedad un cuadrado y de cada hombre un triángulo. Por esto, aparte de la permanente fascinación que sentimos ante su obra, Dostoievski es actual. Su actualidad es moral y política: nos enseña que la sociedad no es un pizarrón quadro-negro y que el hombre, criatura imprevisible, escapa a todas las definiciones y prisiones, incluso a las del tirano convertido en geómetra.
Publicado em Revista Vuelta nr. 52, março de 1981.
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