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17 de outubro de 2012

Memento: Jean-Paul Sartre

Octavio Paz

La muerte de Jean-Paul Sartre, pasada la sorpresa inicial que provoca esta clase de noticias, despertó en mí un sentimiento de resignada melancolía. Yo viví en París durante los años de la postguerra, que fueron los del mediodía de su gloria y de su influencia. Sartre soportaba aquella celebridad con humor y sencillez; a pesar de que la beatería de muchos de sus admiradores ― sobre todo la de los latinoamericanos, ávidos siempre de filosofías up-to-date ― era irritante y cómica a un tiempo, su simplicidad, realmente filosófica, desarmaba a los espíritus más reticentes. Durante esos años lo leí con pasión encarnizada: una de sus cualidades fue la de sucitar en sus lectores, con la misma violencia, la repulsa y el asentimiento. Muchas veces, en el curso de mis lecturas, lamenté no conocerlo en persona para decirle de viva voz mis dudas y desacuerdos. Un incidente me dio esa oportunidad.

Un amigo, enviado a París por nuestra Universidad para completar sus estudios de filosofía, me confió que estaba en peligro de perder su beca si no publicaba pronto un trabajo sobre algún tema filosófico. Se me ocurrió que un diálogo con Sartre podía ser la materia de ese artículo. A través de amigos comunes nos acercamos a él y le propusimos nuestra idea. Aceptó ya los pocos días comimos los tres en el bar del Pont-Royal. La comida-entrevista duró más de tres horas y durante ella Sartre estuvo animadísimo, hablando con inteligencia, pasión y energía. También supo escucharnos y se tomó el trabajo de responder a mis preguntas y mis tímidas objeciones. Mi amigo nunca escribió el artículo pero aquel primer encuentro me dio ocasión de volver a ver a Sartre en el mismo bar del Pont-Royal. La relación cesó al cabo del tercer o cuarto encuentro: demasiadas cosas nos separaban y no volví a buscarlo. He puntualizado esas diferencias en algunas páginas de Corriente Alterna y de El Ogro Filantrópico.

Los temas de esas conversaciones fueron los de aquellos días: el existencialismo y sus relaciones con la literatura y la política. La publicación en Les Temps Modernes de un fragmento del libro sobre Jean Genet, que entonces escribía, nos llevó a hablar de ese escritor y de Santa Teresa. Un paralelo muy de su gusto pues ambos, decía, al escoger el Mal Supremo y el Bien Supremo ("le Non-Etre de I'Etre et I'Etre du Non-Etre"), en realidad habían escogido lo mismo. Me sorprendió que, guiado sólo por la lógica verbalista, ignorase precisamente aquello que era el centro de sus preocupaciones y el fundamento de su crítica filosófica: la subjetividad de Santa Teresa y su situación histórica. O sea: la persona concreta que había sido la monja española y el horizonte intelectual y afectivo de su vida, la religiosidad del siglo XVI español. Para Genet, Satanás y Dios son palabras que significan realidades nebulosas, entidades suprasensibles: mitos o ideas; para Santa Teresa, esas mismas palabras eran realidades espirituales y sensibles, ideas encarnadas. Y ésto es lo que distingue a la experiencia mística de las otras: aunque el Diablo es la No-Persona por antonomasia y aunque estrictamente, salvo en el misterio de la Encarnación, Dios tampoco es una persona, para el creyente los dos son presencias tangibles, espíritus humanados.

Durante esta conversación hice un descubrimiento incómodo: Sartre no había leído a Santa Teresa. Hablaba de oídas. Más tarde, en unas declaraciones periodísticas, dijo que se había inspirado en una comedia de Cervantes, El Rufián Dichoso, para escribir Le Diable et le bon Dieu, aunque aclaró que no había leído la pieza sino sólo el argumento. Esta ignorancia de la literatura española no es insólita sino general entre europeos y norteamericanos: Edmund Wilson se vanagloriaba de no haber leído ni a Cervantes ni a Calderón ni a Lope de Vega. No obstante, la confesión de Sartre revela que desconocía uno de los momentos más altos de la cultura europea: el teatro español de los siglos XVI y XVII. Su incuria todavía me asombra pues uno de los grandes temas del teatro español, origen de algunos de las mejores obras de Tirso de Molina, Mirademescua y Calderón, es precisamente el mismo que lo desveló a él toda su vida: el conflicto entre la gracia y la libertad. En otra conversación me confió su admiración por Mallarmé. Años después, al leer lo que había escrito sobre este poeta, me di cuenta de que, nuevamente, el objeto de su admiración no eran los poemas que efectivamente escribió Mallarmé sino su proyecto de poesía absoluta, aquel Libro que nunca hizo. A despecho de lo que predica su filosofía, Sartre prefirió siempre las sombras a las realidades.

Nuestra última conversación fue casi exclusivamente política. Al comentar las discusiones en las Naciones Unidas sobre los campos de concentración rusos, me dijo: "Los ingleses y los franceses no tienen derecho a criticar a los rusos por sus campos, pues ellos tienen sus colonias. En realidad, las colonias son los campos de concentración de la burguesía". Su tajante juicio moral pasaba por alto las diferencias específicas ― históricas, sociales, políticas ― entre los dos sistemas. Al equiparar el colonialismo de Occidente con el sistema represivo soviético, Sartre escamoteaba el problema, el único que podía y debía interesar a un intelectual de izquierda corno él: ¿cuál era la verdadera naturaleza social e histórica del régimen soviético? Al eludir el fondo del tema, ayudaba indirectamente a los que querían perpetuar las mentiras con que, hasta entonces se había ocultado la realidad soviética. Esta fue su grave equivocación, si puede llamarse así a esa falta intelectual y moral.

Cierto, en aquellos días el imperialismo explotaba a la población colonial como el Estado soviético explotaba a los prisioneros de los campos. La diferencia consistía en que las colonias no formaban parte del sistema represivo de los Estados burgueses (no había obreros franceses condenados a trabajos forzados en Argelia ni había disidentes ingleses deportados a la India), mientras que la población de los campos era el pueblo mismo soviético campesinos, obreros, intelectuales y categorías sociales enteras (étnicas, religiosas y profesionales). Los campos, es decir: la represión, eran (son) parte integrante del sistema soviético. En esos años, por lo demás, las colonias conquistaron su independencia, en tanto que el sistema de campos de concentración se ha extendido, como una infección, en todos los países en donde imperan regímenes comunistas. Y hay algo más: ¿es pensable siquiera, que dentro de los campos rusos, cubanos o vietnamitas, nazcan y se desarrollen movimientos de emancipación como los que han liberado a las antiguas colonias europeas en Asia y Africa? Sartre no era insensible a estas razones pero era difícil convencerlo: pensaba que los intelectuales burgueses, mientras subsistiesen en nuestros países la opresión y la explotación, no teníamos derecho moral para criticar los vicios del sistema soviético. Cuando estalló la revolución húngara, atribuyó en parte la sublevación a las imprudentes declaraciones de Kruschef revelando los crímenes de Stalin: no había que desesperar a los trabajadores.

El caso de Sartre es ejemplar pero no es único. Una suerte de masoquismo moralizante, inspirado en los mejores principios, ha paralizado a gran parte de los intelectuales de Occidente y de la América Latina durante más de treinta años. Hemos sido educados en la doble herencia del cristianismo y de la Ilustración; las dos corrientes, la religiosa y la secular, en sus momentos más altos fueron críticas. Nuestros modelos han sido aquellos hombres que, como un Las Casas o un Rousseau, tuvieron el valor de mostrar y denunciar los horrores y las injusticias de su propia sociedad. No seré yo quien reniegue de esa tradición; sin ella, nuestras sociedades dejarían de ser ese diálogo consigo mismas sin el cual no hay verdadera civilización y se transformarían en el monólogo, a un tiempo bárbaro y monótono, del poder. La crítica sirvió a Kant y a Hume, a Voltaire ya Diderot para fundar el mundo moderno. Su crítica y la de sus herederos en el siglo XIX y en la primera mitad del XX fue creadora. Nosotros hemos pervertido a la crítica: la hemos puesto al servicio de nuestro odio a nosotros mismos y a nuestro mundo. No hemos construido nada con ella, salvo cárceles de conceptos. Y lo peor: con la crítica hemos justificado a las tiranías. En Sartre esta enfermedad intelectual se convirtió en miopía histórica: para él nunca brilló el sol de la realidad. Ese sol es cruel pero también, en ciertos momentos, es un sol de plenitud y de dicha. Plenitud, dicha: dos palabras que no aparecen en su vocabulario ... Nuestra conversación terminó bruscamente: llegó Simone de Beauvoir y, con cierta impaciencia, lo hizo apurar su café y marcharse.

A pesar de que Sartre había hecho un corto viaje a México, apenas si me habló de su experiencia mexicana. Creo que no era un buen viajero: tenía demasiadas opiniones. Sus verdaderos viajes los hizo alrededor de sí mismo, encerrado en su cuarto. La naturalidad de Sartre, su franqueza y su rectitud me impresionaron tanto como la agilidad de su pensamiento y la solidez de sus convicciones. Estas dos cualidades no se contraponían: su agilidad era la de un pugilista de peso completo. Carecía de gracia pero la suplía con un estilo campechano, directo. Esta falta de afectación era una afectación en sí misma y podía pasar de la franqueza al exabrupto. Sin embargo, acogía con cordialidad al extraño y se adivinaba que era más áspero consigo mismo que con los otros. Era rechoncho y un poco torpe de movimientos; rostro redondo y sin acabar: más que una cara, un proyecto de cara. Los gruesos vidrios de sus anteojos hacían más distante su persona. Pero bastaba con oírlo para olvidar su fisonomía. Es extraño: aunque Sartre ha escrito páginas sutiles sobre la significación de la mirada y del acto de mirar, el efecto de su conversación era el contrario: anulaba el poder de la vista.

Al recordar aquellas pláticas me sorprende la continuidad moral, la constancia de Sartre: los temas y problemas que lo apasionaron en su juventud fueron los mismos de su madurez y su vejez. Cambió de opinión muchas veces y, no obstante, en todos esos cambios fue fiel a sí mismo. Recuerdo que le pregunté si yo estaba en lo cierto al suponer que el libro de moral que prometía escribir ― un proyecto que concibió como su gran empresa intelectual y que no llegó a realizar enteramente ― tendría que desembocar en una filosofía de la historia. Movió la cabeza, dudando: la expresión "filosofía de la historia" le parecía sospechosa, espuria, como si la filosofía fuese una cosa y la historia otra. Además, el marxismo era ya esa filosofía pues había desentrañado el sentido del movimiento histórico de nuestra época. El se proponía insertar, dentro del marxismo, al individuo concreto, real. Somos nuestra situación: nuestro pasado, nuestro momento; asimismo, somos algo irreductible a esas condiciones, por más determinantes que sean. En la presentación de Les Temps Modernes habla de una liberación total del hombre pero unas líneas más adelante dice que el peligro consiste en que "el hombre-totalidad" desaparezca "tragado por la clase". Así, se oponía tanto a la ideología que reduce los individuos a no ser sino funciones de la clase como a la que concibe a las clases como funciones de la nación. Conservó esta posición durante toda su vida.

Su filosofía de la "situación" ― Ortega había dicho con mayor exactitud: "circunstancia" ― no le parecía una negación de lo absoluto sino la única manera de comprenderlo y de realizarlo. En el mismo ensayo decía: "Lo absoluto es Descartes, el hombre que se nos escapa porque ha muerto, que vivió en su época y la pensó hora tras hora con los medios a su mano, que amó en su infancia a una muchacha bizca, etc.; la relativo es el cartesianismo, esa filosofía ambulante que pasean de siglo en siglo ... " No estoy muy seguro de que estas fórmulas perentorias resistan a un análisis un poco detenido. ¿Por qué lo "absoluto" ha de ser una pasión infantil por una muchacha bizca (¿por qué bizca?) y por qué ha de ser relativa, frente a esa pasión infantil, la filosofía de Descartes (que no es lo mismo exactamente que el cartesianismo a que alude Sartre despectivamente)? ¿Y para qué usar esa palabra: absoluto, impregnada de teología? Ni a las pasiones ni a las filosofías les conviene ese objetivo despótico. Hay pasiones por y hacia lo absoluto y hay filosofías de lo absoluto pero no hay pasiones ni filosofías absolutas ... Me he desviado. Lo que deseaba subrayar es que en ese ensayo Sartre introduce en las determinaciones sociales e históricas un elemento de indeterminación: la persona humana, los hombres. Así, ya en 1947 había comenzado su largo e infortunado diálogo con el marxismo y los marxistas. ¿Qué se propuso realmente? Reconciliar al comunismo con la libertad. Fracasó pero su fracaso ha sido el de tres generaciones de intelectuales de izquierda.


Sartre escribió tratados de filosofía y ensayos de política, libros de crítica y novelas, cuentos y piezas de teatro. Profusión no es excelencia. Sus dones no eran los del artista: con frecuencia se pierde en digresiones y amplificaciones inútiles. Su lenguaje es insistente y repetitivo: el martilleo como argumento. El lector acaba cansado, no convencido. Si su prosa no es memorable, ¿qué decir de sus novelas y cuentos? Escribió relatos admirables pero le faltaba el poder del novelista: la capacidad de crear mundos, ambientes y personajes. El mismo reproche pudo hacerse a sus piezas teatrales; recordamos las ideas de Les Mouches y de Huis-Clos, no a los fantasmas que las exponen. En su búsqueda del hombre concreto Sartre se quedó muchas veces con un puñado de abstracciones. ¿Y su filosofía? Sus contribuciones fueron valiosas pero parciales. Su obra no es un comienzo sino una continuación y, a veces, un comentario de otras. ¿Qué quedaría de ella sin Heidegger?

En sus ensayos abundan las páginas vivas, densas, siempre un poco excesivas, poderosas oleadas verbales hirvientes de ideas, sarcasmos, ocurrencias. Lo mejor de su escritura, para mi gusto, es lo más personal, lo menos "comprometido" esos textos que estan más cerca de la confesión que de la especulación, como tantas páginas de Les Mots, quizá su mejor libro: las palabras encarnan, juegan, vuelven a la niñez. Sartre sobresalía en dos formas opuestas: el análisis y la inventiva. Fue un crítico excelente y un encendido polemista. El polemista dañó al crítico: sus análisis se convierten muchas veces en acusaciones, como en sus libros sobre Baudelaire y Flaubert o en sus descabelladas críticas del surrealismo. Peores que el hacha del polemista fueron la vara del moralista y la regla del profesor. Con frecuencia Sartre ejerció la crítica como un tribunal que distribuye, exclusivamente, castigos y amonestaciones. Su Baudelaire, es á un tiempo, penetrante y parcial; más que un estudio, es un escarmiento; una lección. Aunque el libro sobre Genet peca por el exceso contrario ― hay momentos en que es una muy cristiana apología de la obyección como camino de salud ― tiene páginas que es difícil olvidar. Cuando Sartre se dejaba arrastrar por su don verbal, el resultado era sorprendente. Si al hablar de los hombres los reducía a conceptos, ideas y tesis, en cambio convertía a las palabras en seres animados. Cruel paradoja: despreció a la literatura y fue ante todo un literato.

Pensó y escribió mucho y sobre muchas cosas. A pesar de esta diversidad, mucho de lo que dijo, incluso cuando se equivocó, me parece esencial. Aclaro: esencial para nosotros, sus contemporáneos. Sartre vivió las ideas, las luchas y las tragedias de nuestra época con la intensidad con que otros viven sus dramas privados. Fue una conciencia y una pasión. Las dos palabras no se contradicen porque la suya fue la conciencia de una pasión; quiero decir: conciencia del tránsito del tiempo y de los hombres. Más que un filósofo fue un moralista. No en el sentido de la tradición del Grand Siècle, interesada en la descripción y el análisis del alma y sus pasiones. No fue un La Rochefoucauld. Lo llamo moralista no por su penetración psicológica sino porque tuvo el valor de hacerse durante toda su vida las únicas preguntas que de veras importan: ¿qué razones tenemos para vivir? ¿por qué y para qué vivimos?, ¿vale la pena vivir como vivimos?

Conocemos las respuestas que dio a estas preguntas: el hombre, rodeado de nada y no-sentido, es poco ser. El hombre no es hombre: es un proyecto de hombre. Ese proyecto es elección: estamos condenados a escoger y nuestra pena se llama libertad. También conocemos a donde lo llevó esta paradoja de la libertad como condena. Una y otra vez apoyó a las tiranías de nuestro siglo porque pensó que el despotismo de los césares revolucionarios no era sino la máscara de la libertad. Una y otra vez tuvo que confesar que se había equivocado: lo que parecía un antifaz era el rostro de cemento de los Jefes. En nuestro siglo la revolución ha sido la máscara de la tiranía. Sartre saludó a cada revolucionario triunfante con alegría (China, Cuba, Argelia, Viet-Nam) y después, siempre un poco tarde; tuvo que declarar que se había equivocado: esos regímenes eran abominables. Si fue severo con la intervención norteamericana en Viet-Nam y con la política francesa en Argelia, tampoco, cerró los ojos ante los casos de Hungría, Checoslovaquia y Cambodia. Sin embargo, durante años se obstinó en defender a la URSS y a sus satélites porque creyó que, a pesar de todo, esos regímenes encarnaban, aunque deformado, el proyecto socialista. Su crítica de Occidente fue implacable y destila odio a su mundo y a sí mismo; su prólogo al libro de Fanon es un feroz e impresionante ejercicio de denigración que es, asimismo, una autoexpiación. Es revelador que, al escribir esas páginas, no haya percibido en los movimientos de liberación del llamado Tercer Mundo los gérmenes de corrupción política que han transformado esas revoluciones en dictaduras.

¿Por qué se empeñó en no ver y en no oír? Excluyo desde luego la posibilidad de complicidad o duplicidad, como en los casos de los Aragon, los Neruda y tantos otros que, aunque sabían, callaban. ¿Terquedad, orgullo? ¿Cristianismo penitencial de un hombre que ha dejado de creer en Dios pero no en el pecado? ¿Loca esperanza en que un día las cosas cambiarán? Pero ¿cómo pueden cambiar si nadie se atreve a denunciarlas, o si esa denuncia, "para no hacerle el juego al imperialismo", es condicional y está llena de reservas y cláusulas exculpatorias? Sartre predicó la responsabilidad del escritor y, no obstante, durante los años en que ejerció una suerte de magisterio moral en todo el mundo (salvo en los países comunistas), sus sucesivos y contradictorios "engagements" fueron un ejemplo, ya que no de irresponsabilidad, si de precipitación y de incoherencia. La filosofía del "compromiso" se disolvió en gestos públicos contradictorios. Es aleccionador comparar los cambios de Sartre con la obra lúcida y extremadamente coherente de Cioran, un espíritu en apariencia al margen de nuestra época pero que la ha vivido y pensado en profundidad y, por lo tanto, silenciosamente. Las ideas y las actitudes de Sartre justificaron lo contrario de lo que él se proponía: la desenfadada y generalizada irresponsabilidad de los intelectuales de izquierda (sobre todo los latinoamericanos) que durante los últimos veinte años, en nombre del "compromiso" revolucionario, la táctica, la dialéctica y otras lindezas, han elogiado y solapado a los tiranos y a los verdugos.

No sería generoso continuar con el catálogo de sus ofuscaciones. ¿Cómo olvidar que fueron hijas de su amor por la libertad? Tal vez su amor fue poco clarividente por su misma arrebatada intensidad. Además, muchos de esos errores fueron los nuestros, los de nuestra época. Al fin de su vida rectificó casi completamente y se unió a su antiguo adversario, Raymond Aron, en la campaña para fletar un barco que transportase a los fugitivos de la tiranía comunista de Viet-Nam. También protestó contra la invasión de Afganistán y su nombre es uno de los que encabezan el manifiesto de los intelectuales franceses que han pedido a su gobierno unirse al boycot contra la Olimpíada de Moscú. Las sombras de Breton y de Camus, que él atacó con saña y poca justicia, deben estar satisfechas. Los extravíos de Sartre son un ejemplo más del uso perverso de la dialéctica hegeliana en el siglo XX. Su influencia ha sido funesta en la conciencia intelectual europea: la dialéctica nos hace ver al mal como el necesario complemento del bien. Si todo está en movimiento, el mal sólo es un momento del bien; pero un momento necesario y, en el fondo, bueno: el mal sirve al bien.

En una capa más profunda de la personalidad de Sartre había un antiguo fondo moral marcado más que por la dialéctica, por la herencia del protestantismo familiar. Durante toda su vida practicó con gran severidad el examen de conciencia, eje de la vida espiritual de sus antepasados hugonotes. Nietzsche dijo que la gran contribución del cristianismo al conocimiento del alma había sido la invención del examen de conciencia y de su corolario, el remordimiento, que simultáneamente es autocastigo y ejercicio de introspección. La obra de Sartre es una confirmación, otra más, de la exactitud de esta idea. Su crítica, trátese de la política norteamericana o de las actitudes de Flaubert, obedece al esquema intelectual y moral del examen de conciencia: comienza por ser un desvelamiento, un arrancar los velos y las máscaras, no en busca de la desnudez sino de la llaga oculta, y termina, inexorablemente, en un juicio. Para la conciencia religiosa protestante conocer al mundo es juzgarlo y juzgarlo es condenarlo.

A través de una curiosa transposición filosófica, Sartre substituyó la predestinación y la libertad de la teología protestante por el psicoanálisis y el marxismo. Pero todos los grandes temas que apasionaron a los reformadores aparecen en su obra. El centro de su pensamiento fue la oposición complementaria entre la situación (la predestinación) y la libertad; éste fue también el tema de los calvinistas y el punto capital de sus debates con los jesuitas. Ni siquiera falta Dios: la Situación (la Historia) asume sus funciones, ya que no sus rasgos ni su esencia. Pero la Situación de Sartre es una divinidad que, a fuerza de tener todos los rostros, no tiene ninguno: es una divinidad abstracta. A la inversa del Dios cristiano, no se humaniza ni es cómplice de nuestro destino: nosotros somos sus cómplices y ella se realiza en nosotros. Sartre heredó del cristianismo no la trascendencia, la afirmación de otra realidad y de otro mundo, sino la negación de este mundo y el aborrecimiento de nuestra realidad terrestre. Así, en el fondo de sus análisis, protestas e insultos contra la sociedad burguesa, resuena la vieja voz vindicativa del cristianismo. El verdadero nombre de su crítica es remordimiento. Al acusar a su clase y a su mundo, Sartre se acusa a sí mismo con una violencia de penitente.

Es notable que los dos escritores de mayor influencia en Francia durante este siglo ― hablo de moral, no de literatura ― hayan sido André Gide y Jean-Paul Sartre. Dos protestantes en rebelión contra el protestantismo, su familia, su clase y la moral de su clase. Dos moralistas inmoralistas. Gide se rebeló en nombre de los sentidos y de la imaginación; más que liberar a los hombres, quiso liberar a las pasiones aherrojadas en cada hombre. El comunismo lo decepcionó porque vio que substituía la cárcel de la moral cristiana por una más total y más férrea. Gide era un moralista pero también era un esteta y en su obra la crítica moral se alía al culto por la hermosura. La palabra placer tiene en sus labios un sabor a un tiempo subversivo y voluptuoso. Más evangélico y radical, Sartre despreció al arte y a la literatura con el furor de un Padre de la Iglesia. En un momento de desesperación dijo: "El infierno es los otros" .. Frase terrible pues los otros son nuestro horizonte: el mundo de los hombres. Por ésto, sin duda, después sostuvo que la liberación del individuo pasaba por la liberación colectiva. Su obra parte del yo a la conquista del nosotros. Olvidó quizá que el nosotros es un tú colectivo: para amar a los otros hay que amar antes al otro, al prójimo. Nos hace falta, a los modernos, redescubrir al tú.

En una de sus primeras obras, Les Mouches, háy una frase que ha sido citada varias veces pero que vale la pena repetir: "la vida comienza del otro lado de la desesperación". Sólo que lo que está del otro lado de la desesperación no es la vida sino la antigua virtud cristiana que llamamos esperanza. La primera vez que, de una manera explícita, aparece la palabra esperanza en los labios de Sartre es al final de la entrevista que publicó Le Nouvel Observateur un poco antes de su muerte. Fue su último escrito. Un texto deshilvanado y conmovedor. En algún momento, con desenvoltura que unos han encontrado desconcertante y otros simplemente deplorable, declara que su pesimismo fue un tributo a la moda del tiempo. Curiosa afirmación: la entrevista entera está recorrida por una visión del mundo a ratos desilusionada y otros, los más, acentuadamente pesimista. En el curso de su conversación con su joven discípulo, Sartre muestra una estoica y admirable resignación ante su muerte próxima. Esta actitud cobra justamente todo su valor porque se destaca contra un fondo negro: Sartre confiesa que su obra ha quedado incompleta, que se frustró su acción política y que el mundo que deja es más sombrío que el que encontró al nacer. Por esto me impresionó de veras su tranquila esperanza: a pesar de los desastres de nuestra época, algún día los hombres reconquistarán (¿o conquistarán por primera vez?) la fraternidad. Me extrañó, en cambio, que dijese que el origen y el fundamento de esa esperanza está en el judaísmo. Es el menos universal de los tres monoteísmos. El judaismo es una fraternidad cerrada. ¿Por qué fue otra vez sordo a la voz de su tradición?

El sueño de la hermandad universal ― y más: la iluminada certidumbre de que ese es el estado al que todos los hombres estamos natural y sobrenaturalmente predestinados, si recobramos la inocencia original ― aparece en el cristianismo primitivo. Reaparece entre los gnósticos de los siglos III y IV y en los movimientos milenaristas que, periódicamente, han conmovido a Occidente, desde la Edad Media hasta la Reforma. Pero no importa ese pequeño desacuerdo. Es exaltante que, al final de su vida, sin renegar de su ateísmo, resignado a morir, Sartre haya recogido lo mejor y más puro de nuestra tradición religiosa: la visión de un mundo de hombres y mujeres reconciliados, transparentes el uno para el otro porque ya no hay nada que ocultar ni que temer, vueltos a la desnudez original. La pérdida y la reconquista de la inocencia fue el tema de otro gran protestante, envuelto como él en las luchas del siglo y que, por el exceso de su amor a la libertad, justificó al tirano Cromwell: el poeta John Milton. En el canto final de su Paradise Lost describe la lenta y penosa marcha de Adán y Eva ―-y con ellos la de todos nosotros, sus hijos ― hacia el reino inocente.

The world was all before them, where to choose
Their place of rest, and Providence their guide:
They hand in hand, with wandering steps and slow,
Through Eden took their solitary way.

Al terminar estas páginas y releerlas, pensé otra vez en el hombre que las ha inspirado. Sentí entonces la tentación de parafrasearlo ― homenaje y reconocimiento ― escribiendo en su memoria: la libertad es los otros .

Publicado em Vuelta nr. 42 de maio de 1980


16 de outubro de 2012

ANARQUÍA, ESTADO y UTOPÍA

Octavio Paz, Robert Noszik y Enrique Krauze

Esse diálogo tuvo lugar durante el Congreso Mundial de la Cultura organizado por la UNESCO en la Ciudad de México en noviembre de 1982. La versión que publicamos fue editada y revisada por Enrique Krauze, Octavio Paz y Francisco Segovia.

Octavio Paz: Usted es autor de dos libros muy comentados, uno de filosofía: Philosophical Explanations, y otro de política: Anarchy, State and Utopia. ¿Cuál es la relación entre ambos?

R. Noszik: En lo político sufrí dos cambios. Aunque entonces no me percaté de ello, ambos estaban relacionados. En los cincuentas participé políticamente en el movimiento socialista estudiantil pero, poco después de terminar el bachillerato, cuando estudiaba filosofía en la Universidad, comenzó a inquietarme la posición socialista y llegue a convencerme de que existían argumentos morales en favor del capitalismo, del mercado libre y de la propiedad privada. Esa fue una transformación: de ser socialista pasé a defender el mercado libre ― aunque tendremos que hablar de lo que esto significa. Mi posición coincidía con lo que en Estados Unidos se llama actitud libertaria. Ya sé que para Hispanoamérica y Europa la palabra libertario evoca un sistema anarquista. Existen interesantes afinidades y diferencias entre los libertarios que defienden el mercado libre y los libertarios anarquistas. Ambos concuerdan en la zona de la libertad personal pero se bifurcan en el asunto de la propiedad privada. El segundo cambio que sufrí fue el siguiente: yo estaba educado en el estilo de la filosofía analítica, que es la filosofía que se practica más comúnmente en los Estados unidos, y en Inglaterra. Llegué a ella estimulado por muchas de sus grandes cuestiones: ¿tenemos libre albedrío?, ¿existen verdades éticas objetivas?, ¿tiene significado la vida, y cuál es? Conforme uno se hace profesional, va estudiando las cosas más y más técnicamente. Yo mismo lo hice así durante algunos años, no sólo como los filósofos analíticos, sino también como se ha estudiado la filosofía desde los griegos: siguiendo un razonamiento, discutiéndolo y, al llegar a una conclusión, tratar de que los otros la acepten y crean en ella… incluso contra su voluntad, a través de una coerción intelectual. La misma terminología filosófica es coercitiva: ¿no hablamos de forzar a alguien a llegar a una conclusión y no decimos que existen argumentos contundentes en favor de esta o aquella opinión? Todo esto me llevó a pensar: "¿Esto es filosófico? ¿Por qué siempre estamos tratando de obligar a la gente a creer en algo?". La mayoría de las personas que se interesan por la filosofía lo hacen porque desean resolver algún problema intelectual. Este interés se manifiesta en una actividad interpersonal en la que se trata de convencer a alguien de algo, usualmente contradiciendo a un tercero. Los filósofos intentan resolver sus problemas discutiendo con los demás.

O. P: Sin embargo, la filosofía es diálogo y los filósofos tienen que encontrar una comunidad, un grupo que discuta y comparta sus opiniones.

R. N: Desde luego. Pero hay muchas maneras de encontrar una comunidad sin apabullar a la gente con nuestras opiniones. Mi último libro no sólo expone nuevas opiniones filosóficas sino que propone una manera diferente de hacer filosofía. Lo hace sin agredir a la gente. El libro se llama Explicaciones filosóficas porque explicar es algo muy distinto a lo que en general se hace ― hacemos ― con la filosofía. No imponer intelectualmente sino explicar cómo pueden existir verdades éticas objetivas, cómo puede existir el libre albedrío, cómo puede haber conocimiento…

O. P: Si existen verdades éticas objetivas, o verdades acerca del tiempo, la materia o la vida, entonces uno debe decirlo inmediatamente.

R. N: ¿Por qué su objetividad convencería a los demás?

O. P: Sí...

R. N: No deberíamos obligar a los demás a ver. Al escribir poesía usted intenta crear ― disculpe la crudeza de mi ejemplo ― usted trata de crear un objeto hermoso, un objeto que mueva emocionalmente. A usted le gustaría que los demás lo apreciaran pero no es esa su primera meta. Quizá lo que más le importa es comunicarse.

O. P: El primer propósito del poeta es hacer algo. Al mismo tiempo, cuando uno escribe quiere comunicarse consigo mismo. Aunque el objeto que se construye, el poema, es independiente de su constructor, uno espera que sea reconocido por los demás como un objeto de gozo, de belleza, de tristeza...

R. N.: La filosofía que ahora practico es como usted ha descrito la práctica de la poesía. Primero quiero hacer un objeto que me satisfaga, y después desearía que los demás pudieran apreciarlo y aprender de él. Pero creo que la filosofía se ha practicado tradicionalmente como una actividad impositiva, que no doblega por las armas sino mediante razones y argumentos. Ahora veo la relación entre los dos libros que he escrito: un libro político que dice: "no hay que forzar políticamente", y un libro de filosofía que dice: "no hay que forzar intelectualmente". La posición libertaria, en lo político, no busca que el gobierno obligue a los demás a hacer esto o aquello; sostiene la libertad personal ― tendremos que hablar con más detenimiento sobre qué es esta libertad personal ― y no trata de que unos obliguen a otros a vivir como ellos desean.

O. P: Una de las críticas que puede hacerse a la filosofía se refiere a la arrogancia de los filósofos. Nos dicen: "Mi razonamiento es una demostración: deben aceptarlo". Si no estamos de acuerdo, nos condenan: "Ustedes no son racionales".

E. K: ¿Encuentra usted la misma actitud coercitiva en los principales filósofos griegos de la antigüedad?

R. N: Sí, en los sofistas y en Sócrates. Si retrocedemos un poco más, encontramos que los presocráticos dejaban hablar en ellos al poeta. Parménides escribió un largo poema, Heráclito utiliza un lenguaje poético. No es claro si trataba de obligar a la gente a creer en algunas cosas. Los impulsaba una visión, como a los profetas hebreos. De otros sólo se conservan fragmentos. A partir de Aristóteles, sin embargo, los filósofos siempre han querido forzar a la gente.

O. P: Quizá los únicos que no trataron de imponer nada fueron los escépticos.

R. N: Tal vez desearon imponer la duda a los demás. No desearon imponer creencias sino dudas.

O. P: No estaban seguros de lo que decían. Suspendían el juicio, lo aplazaban.

R. N: Y si eran más rigurosos, aplazaban el aplazar y el no aplazar.

O.P: El problema del escepticismo es que es invivible. Por eso los escépticos se recogen en el silencio o abrazan una religión.

R. N: Si esa opinión es verdadera, entonces puede ser que los grandes pensadores guardaran silencio y no comunicaran a los demás lo que creían realmente. Pero eso no podemos saberlo.

O. P: Hume comprendió muy claramente el dilema del escéptico: la duda lo conduce, en un primer momento, a la inmovilidad pero, en un segundo momento, el dudar de la duda misma le abre las puertas de esta o de aquella creencia. Con frecuencia el escepticismo es la antesala de una fe.

R. N: Es cierto. Hume decía que cuando se encontraba en su estudio, meditando sobre las cuestiones filosóficas, era escéptico pero que no podía conservar esta actitud cuando salía a jugar a las cartas con sus amigos y se mezclaba con la sociedad... Aun que existen muchos intentos filosóficos de refutar el escepticismo, ninguno de ellos intenta siquiera explicar por qué algunos filósofos, a solas, en sus estudios, son escépticos, pero no lo son cuando salen a la calle. Esta fue una de las cosas que traté de explicar en mi capítulo sobre el escepticismo. La explicación implica que los hechos biográficos de los filósofos no son biográficos en sentido personal sino en sentido intelectual. Esto es algo que las teorías filosóficas deberían tratar de comprender y explicar.

O. P: Ahora podemos pasar a la relación entre sus ideas políticas y sus puntos de vista filosóficos. Cuando usted habla de filosofía, dice que la tradición filosófica ha sido autoritaria y que los filósofos siempre han tratado de imponer sus ideas a los demás. Cuando se pasa de las ideas a la política, se entra en otro tipo de realidad. Uno tropieza con el Estado y los grupos de interés, con las clases, las iglesias, las instituciones, los ejércitos, en una palabra, con la fuerza, no con las demostraciones.

R. N: Creo que cada una de esas instituciones tiene una función propia. Su papel está limitado por el acuerdo voluntario de los demás. La iglesia, por ejemplo, desempeña un papel legítimo en la vida de las personas que eligen participar en ella. No creo que ninguna iglesia deba imponer sus doctrinas a los demás. La Inquisición, desde luego, no manejó la sociedad de la manera más deseable. En esto concuerdo con las ideas más comunes. Mi punto de partida es el siguiente: conceder la más amplia gama de opciones al individuo, sin que su elección implique una oposición a los demás. Surge la primera objeción cuando alguien dice: ¿De qué sirve esta elección si a la gente le faltan los medios económicos para llevarla a cabo? Recordará usted la conocida afirmación de Anatole France: "La ley permite por igual al rico y al pobre dormir en las bancas de los parques". ¿Qué valor tiene la libertad si la gente no tiene medios para utilizarla? Creo, sin embargo, que uno no debe conformarse con la frase de Anatole France: la libertad que uno no puede ejercer puede ser muy importante para otros. Aunque yo no esté en posición de aprovechar mi libertad o prefiera no utilizarla, puedo beneficiarme del hecho de que otros lo hagan.

O. P: Mi pregunta era un poco distinta. En el caso de la filosofía existe una larga tradición que limita a la libre elección. Hay una supuesta verdad inherente a la filosofía, expresada desde Platón: "Si usted es suficientemente racional, tiene que aceptar esto". En el caso de la sociedad, esta clase de imposición no sólo se basa en la razón sino en la ley, que a su vez es coactiva. Se trata de dos tipos de autoridad.

R. N: En efecto, el suyo es un punto de vista distinto. La gente diría que es legítima la existencia de una fuerza en la sociedad. Desde el punto de vista de la razón, está bien que existan diferencias: yo puedo aceptar las opiniones de Platón y usted las de Aristóteles, y no hay razón para que no sigamos disintiendo. Pero en el mundo práctico las cosas son distintas. Por ejemplo, si yo sostengo que usted no tiene derecho a matar me a mí ni a nadie, entonces no podemos simplemente estar de acuerdo en el desacuerdo. Uno de nosotros tiene que establecer el modo en que vamos a vivir juntos. Yo deseo una sociedad en la cual el espacio de conflicto se minimice todo lo posible, ya sea gracias a la descentralización o a las comunidades independientes en que la gente podría vivir como quisiera, sin imponerse a los demás. Si la doctrina de uno de estos grupos desea imponer-se a los demás, entonces es imperialista. Supone que "hay que imponer, no ofrecer" un modo de vida a los otros ...

E. K: Veo en sus ideas una relación con el anarquismo clásico. Usted habla de pequeñas comunidades y de descentralización, de la importancia de la cantidad y del tamaño. ¿Resabios de Kropotkin?

R. N: No quiero decir que todos tuviéramos que elegir una comunidad pequeña; podría suceder que algunos deseen las cosas que sólo las grandes ciudades proporcionan.

O. P: Antes dijo que la diferencia principal entre su posición libertaria y la de los anarquistas estribaba en el asunto de la propiedad privada. Quizá convenga destacar diferencias: la primera es que los anarquistas buscan la abolición del Estado y, con él, la de la propiedad privada. ¿Cómo reconcilia esto?

R. N: Entre los libertarios de los Estados Unidos, algunos sostienen una visión anarquista y no desean un Estado. Mi primer libro, Anarquia, Estado y Utopia, comienza con una discusión con los anarquistas. Allí decía: "No, la anarquía no es realmente el mejor sistema. Debemos tener un Estado pequeño, mínimo, sólo para impedir que la gente cometa asesinatos y para aplicar otras reglas semejantes". En lo que se refiere a la propiedad: siempre ha sido un punto difícil para la tradición anarquista de la izquierda. No es que yo diga que todos tienen que tener una propiedad. Creo que un grupo puede elegir, por ejemplo, unirse al comunismo.

O. P: Pensemos primero en el Estado. Su proposición se funda, esencialmente, en motivos lógicos y éticos. Pero las consideraciones históricas, sobre todo las relativas al origen del Estado, son también fundamentales. Entre los primeros que se ocuparon de este problema, en el siglo XVI, destacan los filósofos neotomistas españoles, casi todos jesuitas, que postularon el status naturae. Pero al pasar del estado de naturaleza al de civilización, los hombres tuvieron que organizarse políticamente, fundaron el Estado y, con él, la desigualdad. Después Hobbes afirmó que, para evitar la violencia de unos contra otros, los hombres habían fundado al Estado, es decir, habían aceptado la autoridad de un soberano que diese paz y seguridad a la colectividad; a su vez, los hombres, para cumplir este fin, cedieron al soberano parte de su libertad. Un antropólogo francés, discípulo de Levi-Strauss ― no sé si usted lo conoce: Pierre Clastres, murió muy joven ― confirma hasta cierto punto a Hobbes. Las observaciones de Clastres confirman también a los primeros viajeros que conocieron a los "salvajes" americanos. Los "salvajes" eran orgullosos guerreros libres, no conocían realmente el Estado y vivían en guerra permanente unos contra otros. Además, su régimen era el de la propiedad privada, pero no existía acumulación de riquezas por la índole de vida de estas comunidades ― nómadas o seminómadas ― y por la naturaleza perecedera de sus bienes. Clastres muestra que el famoso status naturae, para hablar como los teólogos del XVI, designa a una sociedad libre, sin autoridad ni gobierno fijo pero con propiedad privada y en la que los guerreros asociados están en lucha permanente contra los otros grupos y entre ellos mismos. Además, es una sociedad de abundancia aunque sin acumulación: los bienes de los "salvajes" eran perecederos, no se podían guardar ni atesorar. No fue la escasez, como piensan los marxistas y Sartre, la que produjo la dominación y, con ella, el Estado: fue la guerra perpetua. Con el Estado desaparece la violencia en el interior del grupo pero asimismo desaparece la libertad; en cambio, aparecen las clases y la vida sedentaria. Este cuadro no es paradisíaco. Ahora bien, es un mal menor tener un Estado que evite las matanzas y las luchas intestinas, pero ¿qué ocurre si hay más de un Estado? La guerra entre los Estados no es menos mortífera que las guerras intestinas.

R. N: Cuando hablé de un Estado mínimo quise decir un Estado limitado en sus funciones, con un número definido de cosas que hacer, no necesariamente limitado en su tamaño, ni siquiera en su poder. Una de sus funciones podría ser la defensa de la gente, la defensa de la libertad de la gente dentro de sus fronteras. Esta es una tarea aceptable del Estado. Para realizada a veces tendría que ser muy fuerte. Así pues, no quise decir que el Estado tuviera que ser geográficamente pequeño ni tampoco débil o inerme; en un mundo agresivo, necesitamos vivir en una configuración que nos defienda de los demás.

O. P: Si usted necesita un Estado capaz de defender a la gente, ese Estado debe tener un ejército poderoso, una gran industria y, al fin, bombas atómicas.

R. N: Exactamente. De modo que la pregunta es: si tenemos un Estado suficientemente fuerte para defendernos de los enemigos del exterior, ¿cómo podremos impedir que oprima a su propio pueblo?

O. P: Ese es el problema. Antes de la Primera Guerra Mundial los norteamericanos tenían un Estado relativamente débil, comparado con el francés, el alemán o el ruso. Pero al entrar en la guerra y al encarar sus consecuencias tuvieron que crear no sólo un ejército sino una burocracia. Ese fue el inicio del intervencionismo estatal en los asuntos internos. Empezó como una organización hacia el exterior y después se extendió al interior.

R. N: Y eso nunca retrocede. Es como un sistema de engranes que no puede dar marcha atrás. Se presenta una emergencia temporal, que convence a la gente de que el gobierno necesita más poder: así se crea una burocracia, que no se desmantela cuando termina la emergencia porque la burocracia busca siempre nuevas funciones en qué ocuparse.

O. P: Nixon y Watergate son un ejemplo. En la Unión Soviética el proceso tuvo orígenes distintos. El Estado soviético fue opresor desde el principio. Con el sofisma de que la Unión Soviética estaba amenazada por las fuerzas imperialistas y capitalistas, Stalin fortaleció el terror interior iniciado por los bolcheviques. En fin, por todo esto no veo cómo se puede tener un Estado mínimo y al mismo tiempo una pluralidad de Estados.

R. N: Porque el peligro externo de los demás Estados siempre conducirá a que el primer Estado crezca y sobrepase sus funciones legítimas, ¿no es cierto? Hasta donde yo sé, la teoría política de los Estados Unidos no ofrece una buena solución. Al principio, el sistema norteamericano trató de establecer un sistema de frenos y equilibrios, de descentralización, a través del federalismo y la fundación de los estados locales. Este sistema preveía que los diferentes estados sirvieran de freno al gobierno federal. Además, existían los tres poderes, y de los cuales, el judicial, actuaba como freno de los otros dos. Hoy en día la situación es diferente: el Gobierno norteamericano es una entidad muy fuerte. No quiero decir que gobierne sin control ― los norteamericanos siguen controlando la política a través de las elecciones, lo que constituye un factor muy importante ― pero desempeña muchas más funciones que les que hubiera deseado cualquiera de los fundadores del país.

O. P: Ahora podemos pasar al problema de la propiedad. Cada vez me convenzo más de que la libertad debe basarse en la propiedad. Esto puede escandalizar a mucha gente de izquierda pero es porque se confunde socialismo con propiedad estatal. El programa de Marx era otro: para él los trabajadores deben recuperar y administrar la propiedad que los capitalistas les han quitado. De modo que la libertad ― y esto es algo que muchos intelectuales latino-americanos ignoran o han olvidado ― es inseparable de la propiedad. Usted no puede gozar de libertad si no puede disponer de sus propias cosas. Sin embargo, esta propiedad debe tener algún límite para que no llegue a oprimir a los demás. El problema de la propiedad es semejante al del Estado: ¿cómo evitar que sea una instrumento de dominación?

R. N: Una de las corrientes originales del radicalismo planteaba el problema de la propiedad en esos mismos términos: consideraba que los trabajadores tenían derecho al fruto de su trabajo. Asimismo, una de sus vertientes concebía la propiedad de una manera cercana al socialismo. Bien. Usted habló de una propiedad pequeña personal y limitada, pero en realidad el anarquismo no tiene modo de limitar esa propiedad. Le daré un ejemplo: la gente podría tener alguna pequeña propiedad personal y después, por un convenio mutuo que los anarquistas tendrían que permitir, esa propiedad aumentaría. Si yo tuviera alguna propiedad personal, y deseara que usted me diera lecciones de poesía, podría decirle: "Señor Paz, ¿querría dedicar una hora a criticar mi poesía, a cambio de lo cual le daría algo de mi propiedad personal?" Este es un convenio entre nosotros dos; un anarquista no podría impedirlo. ¿En qué momento podría detenerse este proceso en una sociedad anarquista? Si esta sociedad fuera amante de la poesía, habría muchas personas que desearían estudiar con usted. Podría dar gratis las lecciones, es cierto, pero no habría nada malo en que pidiera algo a cambio de sus enseñanzas. Esto muestra cómo crecería la propiedad privada, incluso en un sistema anarquista que originalmente sólo proveyera a sus individuos de una propiedad limitada. La libertad anarquista tendría que asegurarme, también, la libertad de darle mi propiedad.

O. P: La historia verifica lo que usted dice. En la sociedad feudal, el rey era débil. Era el par de los barones. Dilema: o los barones se hacen más y más poderosos o la monarquía los somete. Al someterlos, la monarquía se vuelve absoluta. En una sociedad con un Estado débil, la propiedad privada comienza a crecer espontáneamente y convierte al Estado en un instrumento de los barones, es decir, de las grandes compañías capitalistas. El Estado reacciona y busca la ayuda de los que no son barones: en la sociedad moderna, de los trabajadores unidos en sindicatos. Así resultan tres poderes: los grandes sindicatos, los grandes capitalistas, y un Estado fuerte que no tarda en abusar de su poder. La única manera de contrarrestar su fuerza es crear una serie de frenos y equilibrios, que realmente sólo funcionan en las pequeñas sociedades.

R. N: Quisiera agregar una consideración. La izquierda socialista sostiene que el Estado sirve frecuentemente para reforzar los derechos de propiedad existentes. No creo que esto sea necesariamente malo; depende de si estos derechos son justos o no. En buena parte de América Latina se han otorgado grandes extensiones de tierra, según el capricho del rey o del gobernante. Me parece que en estos casos no se puede alegar un derecho justo a la propiedad. El Estado refuerza y sostiene usurpaciones. Una de las maneras en que el Estado actúa a favor de los grandes propietarios consiste en excluir la competencia: las sociedades capitalistas utilizan al Estado para adquirir monopolios. Estos monopolios no son resultado de las fuerzas libres del mercado sino de los derechos exclusivos que el gobierno concede a algunas empresas. Los empresarios privados usan al Estado para proteger su posición económica y lograr que la competencia sea ilegal. Si pudiéramos impedir que el Estado favoreciera a unos, en detrimento de otros, si impidiéramos que interviniera en la economía, dejando libre la competencia, entonces tendríamos un sistema más fluido con un menor crecimiento de los grandes capitales y con otros beneficios.

E. K: Se me ocurre un caso distinto. Hay países que han tenido que imponer algunas restricciones a la desmedida derrama de productos transnacionales. Algunos de estos productos son inofensivos, es cierto, pero otros...

R. N: ¿Puede darme un ejemplo?

E. K: La propaganda en los medios masivos de comunicación. Por ejemplo: "Alimente a su bebé con la maravillosa leche Nestlé". Con este mensaje, la radio y la televisión inducen indebidamente a la gente a consumir un producto perjudicial. En este tipo de situaciones el Estado puede quizá, intervenir de manera positiva.

R. N: Es un ejemplo interesante. Se trata de un producto particular, de algo parecido a una sustancia que engendra un hábito. En casos de este tipo siempre puede uno preguntarse: "¿ Dejaremos que la gente que no conoce las consecuencias del uso del tabaco comience a fumar, a sabiendas de que es tan difícil dejar de hacerlo una vez que se ha comenzado?". Lo que ocurre con la leche, es un poco distinto pues, de todos modos, hay que alimentar a los niños. Sin embargo, si las madres utilizan una fórmula durante cierto tiempo, luego no podrán darle el pecho a sus hijos. Elegir una cosa ahora les impedirá elegir otra cosa después; fumar cigarrillos ahora puede hacernos muy difícil dejar de hacerlo después ... Desearía saber más sobre la leche Nestlé. Sé que mucha de su propaganda provino de fuentes en las que normalmente no confío, que se discutió si era perjudicial o si era más sana, aunque se mezclara con agua, que la leche de una madre mal alimentada. Se discutió qué era lo mejor para los niños. En cuanto a los adultos: para mí no representa un problema dejar que hagan sus propias elecciones.

O. P: Tomemos otro ejemplo, que en esta ocasión afecta a los adultos: los ingleses vendían opio a los chinos.

R. N: En cierta ocasión, el editor de un importante periódico chino me hablaba de la libertad individual y trajo a colación este mismo caso. ¿De qué modo podían los ingleses dominar a la sociedad china mediante la venta del opio? ¿Cómo se puede realmente dominar a una sociedad? Le vendían opio a la gente, lo cual provocaba que algunas personas fueran menos activas que lo normal: sólo deseaban irse a un fumadero, a aspirar opio. Esto debilitaba a la sociedad en cierta medida, ya que la gente no era capaz de participar en ella de manera activa y creadora. Pero ¿cómo se permitió que los británicos "dominaran" a la sociedad china? Fue así: un sector de la sociedad china deseaba el opio; entre ellos, algunos lo fumaban sin llegar a lo más bajo, sin volverse viciosos. Los ingleses no querían que fueran otros los que los surtieran y, por la fuerza, impusieron un monopolio. Las amapolas no podían cultivarse en China. Si los ingleses hubieran tenido el monopolio de la comida, o de cualquier otra cosa que la gente necesitara mucho, entonces esta misma gente habría tenido que hacer lo que los ingleses desearan. No se trataba tanto del vicio que provoca el opio, ni del opio mismo, sino de que los ingleses impusieron un monopolio: "Si desean adquirir esto, ― decían ― tendrán que adquirirlo con nosotros y sólo con nosotros". Lo que hicieron los ingleses fue eliminar la competencia.

O. P: Hay dos formas de considerar esto. Por un lado, los ingleses tenían el monopolio e imponían al gobierno chino la venta del opio; por otro lado, podemos suponer que el gobierno chino no tenía nada que ver en ello y que los ingleses tenían libertad total para vender el opio en China. ¿Debía permitirlo el gobierno chino? ¿Era o no moral impedir la venta libre del opio?

R. N: Aquí hay dos preguntas: una se refiere a los individuos y otra a la colectividad. La primera es esta: ¿debe un gobierno permitir que sus individuos echen a perder sus vidas? La segunda puede plantearse así: si un número grande de individuos desea echar a perder su vida hasta el punto en que esto tiene consecuencias sociales importantes, ¿debe dejar el gobierno que esto suceda? O. P: Si se trata de una persona, podemos lamentar que beba mucho. Si se trata de una colectividad, entonces uno tiene que pensar en... R. N: ... lo que le sucederá a la sociedad. Si un gran porcentaje de la población escoge hacerlo, entonces... Supongamos que toda esa gente quisiera abandonar el país: el gobierno no tendría que permitirlo.

E. K: Algo similar a lo que usted describe está ocurriendo ahora en México. Una parte significativa de la burguesía compra bienes y propiedades en los Estados Unidos. Se trata de un fenómeno colectivo de desnacionalización. Este es otro ejemplo de una situación en la que el Estado tiene que decidir si debe actuar o no. Aunque quizá la mejor actuación sería manejar con inteligencia la economía.

R. N: La gente no es propiedad de la sociedad. La opinión que dice: "deseamos que el pueblo desempeñe un papel importante en el desarrollo económico, porque es lo que nuestra sociedad necesita", puede ser una noble opinión, pero tal vez no beneficie efectivamente a la actividad económica. Supongamos que una buena cantidad de personas, deseosas de dedicarse a la poesía, desempeñan actividades económicas mínimas para vivir y pasan el resto de su tiempo escribiendo y leyendo poesía. No sugiero que esto sea como ser opiómanos, pero podría considerarse así desde el punto de vista de la sociedad. El gobierno no podría decir: "Lo sentimos, pero necesitamos que esta sociedad se desarrolle por otros cauces; es cierto que a ustedes les gusta leer poesía y escribirla, pero no cooperan con nosotros, de modo que no vamos a permitir que sigan con la poesía". Aún así, la gente podría contestar: "No tienen derecho a impedírnoslo. No somos propiedad suya y no tenemos por qué cooperar con ustedes. Lo que deben hacer es no molestarnos".

O. P: Si fuéramos absolutamente libres podríamos hacer cualquier cosa, inclusive matarnos unos a otros. Por eso decidimos tener un Estado y cederle parte de nuestra libertad. Esto implica que personalmente debo ayudar al Estado a defenderme. Tengo que cumplir con el servicio militar, o trabajar todos los días en la fábrica, o ir a la escuela. El Estado me permite cierta libertad y me protege de mis vecinos y de la intervención extranjera. Eso le concede derecho a pedirme algo en cambio. Podría pedirme que no consumiera heroína, porque afecta mi capacidad para trabajar el número de horas necesario.

R. N: El problema es saber qué estaríamos dispuestos a ceder nosotros. Podría suceder que diferentes personas cedieran porciones distintas de su libertad para recibir protección del Estado. Si yo deseo que me proteja, puedo renunciar a determinadas libertades: cedo mi libertad de atacar a los demás, por ejemplo. Pero esto no quiere decir que puedan hacer conmigo lo que quieran. Cuando voy al médico, dedico parte de mi tiempo y de mi dinero a que me cure. El puede aconsejarme que deje de fumar, o que haga .más ejercicio, pero nada más. En ningún momento le concedo derecho para obligarme a hacer esas cosas. Así que puede haber limites a la libertad que yo cedo.

O. P: Pienso en la sociedad internacional. Si el Estado y la sociedad son buenos y poderosos, pero se ven amenazados desde fuera, no sé como se podría evitar la coerción. ¿La solución consistiría quizá en tener un Estado mundial? Pero ese Estado, ¿no sería más tiránico?

R. N: Supongamos que la mayoría de una sociedad no desea ceder ninguna de sus libertades a cambio de protección y que, además, desea dedicarse a la poesía o a cualquier otra actividad que no contribuya a la defensa del país. Si un grupo percibe el peligro que esto implica para la sociedad, habla sobre él con los demás, y aun así encuentra que la mayoría no desea la protección del Estado, entonces puede inferirse que, para la mayoría, algunas cosas son más importantes que la protección que ofrece el Estado. Ellos dirían que vivir la vida de un poeta es más importante que recibir protección. Tal vez pensarían que seguirían siendo poetas aunque otro Estado los conquistara. Hace un momento se habló de limitar algunos productos para proteger a la gente. Esos límites siempre son impuestos por el gobierno, que tiene una opinión particular acerca de cómo debería vivir la gente. La mayoría de los que creen que es razonable que el gobierno imponga esos límites ―, porque la gente no tiene toda la información pertinente, y cosas por el estilo ― supone que los funcionarios gubernamentales son gente como ellos. En realidad, no lo son. Incluso si alguna vez lo fueron, dejaron de serlo al convertirse en funcionarios. Por esto desconfiaría si el gobierno me aconsejara que viviese de esta o aquella manera. Hay que ver cómo se elije a los funcionarios del gobierno y hay que ver quiénes llegan a ser funcionarios. Si tuviese que pedirle a alguien consejos acerca de cómo vivir mi vida, me cuidaría mucho de preguntárselo a un funcionario. Cuando uno destaca estos problemas y los discute, las cosas siempre se complican. Sin embargo, me parece que la limitación es peor que la libertad. En el caso de la publicidad, por ejemplo, alguien puede decir: "utilice este producto" y otro: "no lo utilice. En un sistema plural, y aunque a uno no le gusten las elecciones de mucha gente, algunos eligen cosas diferentes, lo cual permite que haya un cierto número de opciones distintas. En cambio, si es el gobierno el que toma las decisiones con el pretexto de que él tiene más medios para saber qué es lo que conviene, y si al tomarlas se equivoca, sus errores nos afectan a todos. Es imposible creer que el gobierno toma siempre las decisiones adecuadas. También es imposible diseñar un sistema general que compense los errores del gobierno y evite que sus consecuencias sean atroces.

O. P: No nos gusta el Estado porque impone cosas y no creemos que quienes dirigen al Estado sean más prudentes que nosotros. Esto es lo fundamental y en lo que coincidimos.

R. N: No sólo se trata de que cometan errores o sean imprudentes. Mis objeciones van un poco más allá: tampoco quiero que me impongan decisiones acertadas.

O. P: Sin embargo, la inclinación a imponer ideas y conductas no es exclusiva del Estado. Aparece también en las iglesias, en los grandes consorcios capitalistas y en los poderosos sindicatos obreros. En parte, el excesivo crecimiento del Estado moderno se debe a que tuvo que limitar el poder de las organizaciones. La lucha entre ellas favoreció el crecimiento de corporaciones cada vez más grandes e impersonales: el Estado con su burocracia, los capitalistas, que son como un Estado más pequeño, y los sindicatos.

R. N: ¿Puede hablar un poco más sobre los capitalistas como un estado más pequeño? No sé si estoy de acuerdo con usted, o si estamos hablando de diferentes clases de capitalistas.

O. P: Los capitalistas, como el Estado, pueden imponer productos a través de un monopolio. Como los ingleses, que vendían opio a los chinos. R. N: No concuerdo con usted: lo que hacen los capitalistas lo hacen a través del Estado. No podrían imponer los productos por sí mismos. Sólo pueden imponer los productos impidiendo que otros los vendan.

E. K: Volvamos al Estado y al individuo. Tradicionalmente ha existido en México una actitud paternalista por parte del gobierno. En las pequeñas poblaciones rurales se niega a la genta la libertad de decidir; las cosas les son impuestas, especialmente a los indígenas. Un amigo nuestro, Gabriel Zaid, ha desarrollado una teoría que contiene muchos puntos sugestivos. Ha escrito sobre cómo las grandes burocracias gubernamentales imponen sus políticas; ventila el problema de cómo debiera uno tratar a la gente indefensa; sostiene que deberíamos dejar que la gente tome la iniciativa; al mismo tiempo propone que el gobierno reparta dinero en efectivo y que, mediante una oferta pertinente de medios de producción baratos y adecuados, se propicie y apoye lo que él llama "modelos de vida pobre".

O. P: En México tenemos pequeñas comunidades campesinas que siempre han sido esquilmadas por los agiotistas. El gobierno fundó bancos para protegerlas y ahora son esos bancos los que explotan a los campesinos. Zaid ha mostrado que los antiguos agiotistas eran mejores que los actuales bancos del gobierno. Otro de sus ejemplos son los grandes hospitales e institutos del Seguro Social. Propone que en lugar de pagar la enorme burocracia del Seguro Social con el dinero de los impuestos, se distribuya ese dinero entre la gente para pagar el tratamiento que desee cada uno.

R. N: Seguramente los médicos y las enfermeras les responderán mejor, porque les estarán pagando. A propósito del paternalismo del Estado, les contaré dos casos interesantes. En la mayor parte de los Estados Unidos es ilegal fumar o vender mariguana. Sin embargo, su uso está extendido. Lo mismo ocurre con la heroína, pero su caso es mucho más sencillo. La ilegalidad de la heroína crea una serie de delitos. Aunque muchos creen que la heroína provoca los delitos, no es así. La verdad es la siguiente: como la heroína es ilegal, existe un mercado negro donde se vende a precios muy altos. Si existiera un mercado legal, su precio sería mucho menor. Los viciosos delinquen para obtener dinero y comprar la heroína que necesitan. En las grandes ciudades estos delitos alcanzan cierta gravedad. ¿Por qué es ilegal la heroína? Para proteger a la gente de sí misma. Los norte-americanos temen que alguien eche a perder su vida con la heroína, de manera que decretan una ley que la prohíbe. Ahora bien, esta ley no funciona con mucha eficacia: hay una gran cantidad de heroinómanos. Además, el resto de la sociedad paga un precio muy alto: los delitos que cometen los viciosos para pagar el precio de la heroína en el mercado negro. Quizá esto demuestre cuánto se preocupa la sociedad norteamericana por los adictos: no vacila en soportar todos estos delitos con tal de conservar la ley que condena el uso de la heroína. ¿No les parece extraño? Hay un caso aún más interesante: es más peligroso conducir una motocicleta que un automóvil, pero un motociclista que sufre un accidente no está tan bien protegido como un automovilista. Así que hay leyes que obligan a los motociclistas a llevar un casco. Esto es legislación paternalista. Una de las razones por las que a la gente le gusta andar en motocicleta es porque es emocionante y atrevido. Desean sentir el viento entre los cabellos. Si se les obliga a usar un casco, se les quita la diversión. He preguntado a muchas personas: "¿por qué no dejan que los motociclistas decidan si quieren o no usar el caso?" Replican que si alguno de ellos sufre un accidente, irá al hospital y que la sociedad tendrá que pagar las atenciones médicas que requieran. Yo preferiría que estos gastos se hicieran de manera particular ― es algo que podemos discutir ― pero, aún así, pregunto: "¿Quiere usted decir que prohíbe las actividades peligrosas porque no desea pagar si alguien se lastima? ¿Aceptaría una ley contra el alpinismo?". Responden: "Bueno, si lo practicara mucha gente y fuera muy costoso para la sociedad, entonces si'. Yo replico que a quienes desean practicar el alpinismo o andar en motocicleta sin casco debiera permitírseles escoger: "Díganles que no se harán cargo de ellos, pero déjenlos elegir". Las personas con quienes he discutido esto, dicen: "No, no podemos permitido. Aunque los alpinistas y los motociclistas elijan, nosotros seguiremos teniendo la responsabilidad de atenderlos si se lastiman, y nos costará dinero." Prefieren intervenir en la libertad de la gente y así evitarse el costo de cuidada si se lastima.

O. P: Estoy de acuerdo con usted en que han aumentado los delitos como resultado de la ilicitud de la heroína. ¿Qué cree usted que sucedería si fuera legal?

R. N: Más gente la utilizaría y la consumiría, pero la gente que no la consume sufriría menos atentados.

E. K: Regreso a la cuestión del paternalismo. ¿No cree usted que a través de la educación se podría hacer que las personas fueran más responsables con respecto a lo que consumen?

R. N: Si se trata de una intervención del gobierno para proteger a la gente por su propio bien, como decíamos antes, entonces es una actitud paternalista. Pero no es la única manera en que el gobierno interviene; también lo hace en la redistribución. El gobierno legisla para lograr lo que considera una mejor distribución de los ingresos. Yen este sentido me obliga a hacer algo no por mi propio bien sino por el bien de otro.

O. P: Ya dijimos que el Estado podría establecer impuestos con el propósito de redistribuir luego el dinero entre los pobres.

R. N: Todo depende de cómo haya adquirido cada uno su propiedad. Si la adquirió sin tener un verdadero derecho a ella ― si la robó, o la recibió del gobierno, por ejemplo ― entonces está bien. Pero consideremos el caso de una gran figura del deporte: Pelé en un partido de football. Supongamos que todo aquel que entre a verlo jugar en un estadio debe depositar veinticinco pesos en una caja reservada para Pelé. Aún así, miles de personas asistirían al espectáculo y entre ellas habría muchas muy pobres. Podrían haber elegido gastar su dinero en cualquier otra cosa ― en caramelos, en la revista Vuelta, en lo que sea ― pero algunos prefieren ver el partido de football y así Pelé recibe una suma enorme. Supongamos que, al final del partido, el gobierno considera que Pelé tiene demasiado dinero y desea gravar sus ingresos. Yo no estaría de acuerdo en que lo hiciera porque dentro de un sistema en el que todos tuvieran el derecho a hacer lo que desean, él habría adquirido justamente ese dinero.

E. K: Supongamos que esto ocurre en un país muy pobre y que, por ir a ver a Pelé, a la gente no le queda ya dinero suficiente para alimentar a sus familias.

R. N: Los niños plantean siempre un problema muy difícil. Pero yo quisiera que los adultos tuvieran derecho a hacer un lío con sus vidas, si así lo desean, aunque espero que no lo deseen.

E. K: Supongamos, de nuevo, que un hombre se emborracha o incurre en cualquier acto de irresponsabilidad y, por un descuido relacionado con ese acto, mueren sus hijos. Aquí, como en otros casos de indefensión, se requieren límites a la libertad y una política de protección.

R. N: No tengo una opinión clara acerca de esto. Creo que los padres tienen obligaciones para con sus hijos y que sería razonable impedir que hicieran cosas que les perjudicasen o hiciesen daño. En este sentido podríamos justificar algunas restricciones. Podría hacerse una legislación selectiva y considerar que aquellos que han formado una familia tienen responsabilidades que los demás no tienen. En teoría podemos imaginar que las cosas funcionarían mejor de esta manera. Sin embargo, es difícil decidir si podría existir una sociedad en la que ciertos adultos jóvenes pudieran hacer cosas que otros no. Por ejemplo: ¿se prohibiría a los padres andar en motocicleta porque es una actividad peligrosa? Podría pensarse en un sistema de licencias que sólo permitiera andar en motocicleta a los padres que hubieran apartado un fondo, de manera que si algo les sucediera, sus hijos no padecieran. O que sólo pudiesen manejar una moto aquellos que hubiesen adquirido un seguro especial. Aunque he insistido mucho en la libertad personal, tratándose de niños el problema se vuelve especialmente espinoso, y estaría dispuesto a introducir algunas restricciones.

O. P: Sería necesario aplicar los mismos principios no sólo a los niños sino a todos los débiles y los indefensos.

E. K: Que en México son la mayoría... Pero regresemos al tema de la cultura popular. Tengo una pregunta.

R. N: ¿Cuál?

E.K: Si la gente eligiese el modo de vida que más le gustara; por ejemplo, que tuviera derecho a comer en restaurantes dietéticos o de cualquier otro tipo. Sin embargo, puede haber cosas en ese modo de vida que no sólo no hayan sido elegidas verdaderamente sino que hayan sido impuestas, digamos, a través de la publicidad. Algunos dicen que en México sería bueno reglamentar la propaganda, como se hace en Inglaterra. Prohibir los mensajes subliminales y hacer más modesta la publicidad. ¿Qué opina usted?

R. N: La publicidad que más leo se refiere a los libros. La encuentro en revistas, periódicos y publicaciones literarias. También en una lista de editores, que aparece trimestralmente e incluye todos los libros que están por imprimirse, Como lo que busco es que alguien llame mi atención sobre los libros que puedo adquirir, estos anuncios cumplen una función para mí. No sólo por la información que contienen, sino por el modo en que llaman mi atención. No sería lo mismo si yo tuviera que buscar esa información en una lista aburrida. Sería menos efectiva si no me agradaran sus imágenes, su tipografía o su estilo.

O. P: Los medios de comunicación no han cambiado a la humanidad. Su acción se ejerce sobre gente predispuesta y ya receptiva. A la misma gente que en tiempo de los romanos iba a ver a los gladiadores.

R. N: Sin embargo, es esa misma gente la que se queja de los medios de comunicación. En los Estados Unidos, los medios le dan a la gente lo que la gente desea. A los anunciantes les encanta patrocinar programas de televisión, muy populares.

E. K: De modo que usted no cree que la publicidad crea necesidades artificiales...

E. K: ¿Pero a su juicio no hay momentos de la historia en que los sindicatos tienen una función positiva?

O. P: Los sindicatos defienden a los trabajadores ...

E. K: Bueno, digamos que esto no siempre es cierto.

R. N: Octavio Paz es una de las personas más escépticas que he conocido en cuanto a las opiniones de moda. Es tranquilizador ver que, cuando menos en un área, se ha tragado la opinión general sin pensarlo. El tema de los sindicatos tiene dos aspectos. Uno es si benefician a sus propios miembros, y el otro si benefician a los trabajadores en general. No existe una demostración empírica, cuando menos en los Estados U nidos, de que los salarios de los trabajadores sean más altos gracias a los sindicatos. En cambio excluyen a otros trabajadores ― que suelen ser más pobres ― de algunas oportunidades: uno tiene que ser miembro del sindicato para poder ser empleado y no siempre es tan sencillo ser miembro de un sindicato. El derecho de ser miembro de un sindicato es como el derecho de propiedad: pasa, como una herencia, de padre a hijo.

O. P: Yo pensaba, más bien, en el siglo pasado. Después de todo, Marx no inventó los informes de los inspectores de las fábricas inglesas, donde se muestra que la condición de los trabajadores era espantosa.

E. K: ¿Qué piensa usted de la explotación? ¿Para usted no existe esa palabra?

R. N:. Dado que se funda en la teoría del valor como trabajo, creo que es un concepto vacío, porque la teoría es vacía e inadecuada. Según entiendo, existe una controversia entre los historiadores acerca de la situación de los trabajadores durante la Revolución Industrial. No sólo sobre sus condiciones sino sobre esas condiciones en relación con las condiciones del lugar de donde provenían.

O. P: Creo que, en el fondo, mis objeciones se deben a que usted no considera el contexto histórico real. Por otra parte, la idea de la armonía social no fue, en el pasado, sino un aspecto de la visión de la armonía cósmica. Esto es algo que echo de menos en la actitud moderna frente a la sociedad y la política. Hay una tradición muy antigua, que va desde Platón hasta Fourier, que vio en la armonía de las estrellas el modelo de la armonía de la sociedad.

R. N: Si no existe la armonía cósmica ― pensamos ―, debiera haber armonía social; y luego pensamos que, si no existe la armonía social, debiera por lo menos haber armonía en el individuo. Después, Freud nos dijo que ni siquiera dentro del individuo hay armonía. No soy individualista. Parece que lo soy porque siempre afirmo que las personas tienen derecho a no participar en la colectividad. También creo que tienen derecho a participar. Lo que no me gustaría sería una sociedad en la que la gente no pudiera cooperar de maneras diferentes. En una sociedad libre, la gente puede elegir entre volverse trapense y no tener absolutamente ninguna propiedad (el kibbutz de Israel constituye una aventura social interesantísima: a nadie se le fuerza a vivir en él) o vivir en pequeñas comunidades comunistas, compartiendo todas sus propiedades. Los que postulamos la libertad individual sostenemos que se puede hacer una u otra elección. Por lo tanto, hay un nivel en que no puede decirse que yo sea individualista. Tampoco socialista. Lo determinante es la decisión de ser una u otra cosa. La manera de usar nuestra libertad (en armonía y concordia con los demás o no) es algo que nos corresponde decidir. Lo que esto quiere decir, desde luego, es que no podrá haber un modelo armonioso que se impusiera a toda la sociedad. Algunos decidirían vivir armoniosamente con los demás; otros, irse de ermitaños a las cavernas.

O. P: Permítame recordarle un libertario que ha tenido muy mala reputación a lo largo de la historia.

R. N: ¿Fourier? ¿Proudhon?

O. P: No: el marqués de Sade. Escribió un folleto durante la Revolución Francesa en el que llevó la teoría de la libertad hasta sus últimas consecuencias. En la sociedad que proponía Sade se habría abolido la pena de muerte: el Estado no tenía derecho de matar a nadie. En cambio, había libertad absoluta de "jouissance" ― y uno de los grandes placeres, según Sade, es matar a un semejante o torturarlo. Cuando hablamos de la heroína, esencialmente hablábamos del masoquismo ¿pero qué hacemos con un sádico, con alguien que mata niños porque le deleita hacerlo? En una sociedad libre, ¿quién y qué principios pueden fijar límites a la libertad? ¿Hasta dónde se puede llegar?

R. N: Depende. En una sociedad libertaria hay cabida para el kibbutz, los monjes trapenses y cualquier cosa en que la gente desee participar voluntariamente. Pero si alguien dice: "Yo quiero secuestrar a la gente y traerla conmigo contra su voluntad", entonces se está pasando de la raya. Puedo ponerle otro ejemplo: los encuentros de box son legales en los Estados Unidos. Dos adultos eligen golpearse. Lo hacen para el placer de otros. Sería mejor que lo hicieran por su propio placer, y no por el placer de otros. Si lo hacen por el placer de los demás son "trabajadores alienados".

O. P: ¿Qué piensa del circo romano? Era un espectáculo popular: a nadie se le obligaba a presenciar los combates entre los gladiadores.

R. N: Existen varios tipos de valoraciones que pueden aplicarse a una actividad o institución. Una de ellas puede resumirse en una sencilla pregunta: ¿será contra la ley? Se trata de un tipo de valoración poco interesante desde muchos puntos de vista. Si la pregunta se refiriera a los combates gladiatorios entre participantes espontáneos, yo diría que debiera ser legal. Por lo demás, no animaría a Ia gente a asistir a ellos. No sé, necesitaría pensarlo un poco. Mucha gente de países en que no hay corridas de toro piensa que no deberían permitirse. Pero podría haber otras objeciones, estéticas o morales, no sólo legales.

O. P: La idea de la sociedad libre se basea, salvo en el caso de Sade y otros pocos, en el supuesto de que el hombre es esencialmente bueno y de que la crueldad y la violencia son reacciones exasperadas frente a las prohibiciones. Pero también existe la idea contraria: que la naturaleza humana es mala.

R. N: Aunque uno piense que la naturaleza humana es mala ― y creo que es difícil decidirlo ― puede replicarse que la única manera en que ésta puede mejorarse es permitiendo que se desarrolle libremente. Si se la limita constantemente, la gente nunca aprenderá cómo ser mejor, y será necesario seguir oprimiéndola. Esto no quiere decir que no se pudieran establecer algunas restricciones ― por ejemplo, leyes contra el asesinato ― destinadas a impedir que unas personas opriman a otras y abusen de ellas. No es necesario creer que la naturaleza humana es buena para confiar en que los buenos potenciales se desarrollan mejor mientras menos limitaciones tengan. Existe, sin embargo, una tercera posición, que propone que la naturaleza humana es neutra, puede ir en cualquier dirección, y no tiene una tendencia inherente.

R. N: La primera vez que leí esto fue en The Affluent Society de John Kenneth Galbraith, que describe el deseo de cosas creadas por la publicidad. Creo que, de una u otra manera, la mayoría de mis deseos son artificiales. No creo que sea particularmente natural, por ejemplo, que yo quiera leer a Proust. Hay mucho de la cultura que a uno al principio no le gusta.

O. P: ¡Tampoco Proust consideraba que fuese natural leerlo!

R. N: No sólo no nacemos con el instinto de las altas formas de la música, la literatura, etc., sino que, en buena medida, nos apegamos a algo que en principio no nos gusta sólo porque la gente dice que debiera gustarnos. Es un grupo muy selecto el que opina que sólo debiera apreciarse la alta cultura.

O. P: Hay que pedirle a los medios de comunicación que respondan a las diferentes necesidades de la sociedad con mayor equidad. Es muy importante que haya rock and roll y circo, y lo demás, pero no es menos importante que a un grupo de personas le guste escuchar poesía o ver Hamlet.

R. N: Yo pediría al gobierno que no limitara las posibilidades de los medios de comunicación. La televisión de hoy, por ejemplo, nos permite tener muchos canales. La programación debe depender de públicos que, por ser numerosos, la hacen rentable. A quienes estuvieran interesados, digamos, en un escritor poco conocido del Renacimiento, se les explicaría que el número de interesados en él no justifica la producción de un programa que lo tenga como tema principal.

O. P: Creo que ahora, con la facilidad de los video-cassettes y el cablevisión, ya existe la posibilidad de satisfacer las necesidades y deseos no sólo de las mayorías sino de las minorías.

R. N: De modo que usted afirma que la tecnología abre el camino para satisfacer los gustos de las minorías.

O. P: Así es. También la nueva tecnología abre mayores posibilidades de comunicación entre las diferentes sociedades y culturas. Sin embargo, el problema de la comunicación internacional está todavía por resolverse, como atestiguan los fracasos de la UNESCO y de las Naciones Unidas. La ideología y el nacionalismo son los grandes obstáculos.

E. K: Esto es una verdad en lo que al gobierno de México se refiere. El nacionalismo ha sido una constante histórica.

R. N: ¿Por qué hablar de nacionalismo y no de regionalismo? Apuesto a que la Ciudad de México es la mayor fuente de información del país.

E. K: Los microhistoriadores reforzarían esta idea diciendo que pueden existir hondas diferencias entre pueblos separados por diez kilómetros. Creo que el nacionalismo tiene que ver con las necesidades políticas del gobierno.

R. N: Me veo a mí mismo como un producto de muchas culturas diferentes. Pertenezco a los Estados Unidos del siglo veinte y a su civilización industrial, crecí en una familia judía y pertenezco a las tradiciones judías tanto como a la filosofía griega, que ha afectado todo lo que leo. Estoy en el cruce de todo esto y no me parece mal. Ahora bien, el desarrollo de la tecnología llegará a tal punto que todos, en cualquier lugar, podrán tener pequeños receptores, que serán muy baratos y podrán adquirirse fácilmente. Así como no podemos detener el tráfico mundial de drogas, tampoco podremos detener la expansión de las comunicaciones. Aunque su gobierno trate de impedirlo, si la gente desea escuchar los mensajes de otros países encontrará el modo de hacerlo, pirateando las transmisiones y los satélites, creando un contrabando de cassettes, etc. Estamos en un punto de transición: la comunicación masiva es una cosa nueva y por eso parece posible detenerla, pero si se piensa en ello con detenimiento, resulta claro que no va a ser posible. Ni siquiera los que quieren conservar a su país en un nicho aislado y protegido lo lograrán.

E. K: ¿Y qué me dice de los cubanos? Ellos lo han logrado.

R. N: ¡Esperemos a que alguien les vuele encima y les arroje cassettes!

O. P: Mis objeciones a sus puntos de vista son, esencialmente, dos. La primera: el Estado no está solo, es un Estado entre otros Estados. La historia muestra que, en todas las épocas y entre todos los sistemas políticos, el conflicto y la agresión han sido hechos permanentes. Cada sociedad necesita defenderse y de ahí nace el Estado y, con el Estado, las restricciones. La segunda: las amenazas y las violaciones a los derechos y a la integridad de cada uno no son únicamente el resultado del monopolio del poder de estado. También hay monopolios de otros poderes: la iglesia, los señores feudales, las grandes compañías, los sindicatos. El Estado debe defender al individuo de estas instituciones y poderes.

R. N: Son dos objeciones muy interesantes, y me gustaría examinarlas más atentamente. Parece plausible decir que existen otras instituciones poderosas en la sociedad, y que el Estado tiene que actuar para defender al individuo de estas instituciones. Creo que en la actualidad estas instituciones adquieren su poder por medio del Estado, o lo ejercen a través de él. ¿Qué tipo de poder tendría la iglesia de hoy si no actuara a través del Estado? Consideremos también el caso de los sindicatos. No conozco las leyes laborales de México, pero supongo que habrá alguna que diga que, si por decisión de los trabajadores de una fábrica se forma un sindicato, ese sindicato puede prohibir que alguien trabaje en esa fábrica sin ser antes miembro del sindicato. Esta exclusión del trabajador no sindicalizado puede efectuarse mediante un contrato entre el dueño de la fábrica y el sindicato. Desde mi punto de vista, el dueño tiene derecho de hacerlo: puede convenir en no emplear trabajadores que no estén sindicalizados. Sin embargo, a veces es el gobierno, y no el dueño de la fábrica, el que decreta que, si la mayoría de los trabajadores forma un sindicato, los demás trabaja-dores deben pertenecer a él, lo deseen o no. Esto es muy importante en cuanto al poder de los sindicatos. No se trata ya del poder que el sindicato recibe de sus trabajadores sino del que adquiere a través del Estado. Probablemente en México exista también una legislación que prohíba al patrón reemplazar a los obreros en huelga con nuevos trabajadores permanentes. De esta manera el poder de los sindicatos se alente principalmente a través del Estado. Cuando la gente dice que necesita al Estado para controlar el poder de los sindicatos, olvida que ese poder es en buena medida creación del Estado. El Estado crea el problema y luego se ofrece a resolverlo.

E. K: ¿Pero a su juicio no hay momentos de la historia en que los sindicatos tienen una función positiva?

O. P: Los sindicatos defienden a los trabajadores ...

E. K: Bueno, digamos que esto no siempre es cierto.

R. N: Octavio Paz es una de las personas más escépticas que he conocido en cuanto a las opiniones de moda. Es tranquilizador ver que, cuando menos en un área, se ha tragado la opinión general sin pensarlo. El tema de los sindicatos tiene dos aspectos. Uno es si benefician a sus propios miembros, y el otro si benefician a los trabajadores en general. No existe una demostración empírica, cuando menos en los Estados U nidos, de que los salarios de los trabajadores sean más altos gracias a los sindicatos. En cambio excluyen a otros trabajadores ― que suelen ser más pobres ― de algunas oportunidades: uno tiene que ser miembro del sindicato para poder ser empleado y no siempre es tan sencillo ser miembro de un sindicato. El derecho de ser miembro de un sindicato es como el derecho de propiedad: pasa, como una herencia, de padre a hijo.

O. P: Yo pensaba, más bien, en el siglo pasado. Después de todo, Marx no inventó los informes de los inspectores de las fábricas inglesas, donde se muestra que la condición de los trabajadores era espantosa.

E. K: ¿Qué piensa usted de la explotación? ¿Para usted no existe esa palabra?

R. N:. Dado que se funda en la teoría del valor como trabajo, creo que es un concepto vacío, porque la teoría es vacía e inadecuada. Según entiendo, existe una controversia entre los historiadores acerca de la situación de los trabajadores durante la Revolución Industrial. No sólo sobre sus condiciones sino sobre esas condiciones en relación con las condiciones del lugar de donde provenían.

O. P: Creo que, en el fondo, mis objeciones se deben a que usted no considera el contexto histórico real. Por otra parte, la idea de la armonía social no fue, en el pasado, sino un aspecto de la visión de la armonía cósmica. Esto es algo que echo de menos en la actitud moderna frente a la sociedad y la política. Hay una tradición muy antigua, que va desde Platón hasta Fourier, que vio en la armonía de las estrellas el modelo de la armonía de la sociedad.

R. N: Si no existe la armonía cósmica ― pensamos ―, debiera haber armonía social; y luego pensamos que, si no existe la armonía social, debiera por lo menos haber armonía en el individuo. Después, Freud nos dijo que ni siquiera dentro del individuo hay armonía. No soy individualista. Parece que lo soy porque siempre afirmo que las personas tienen derecho a no participar en la colectividad. También creo que tienen derecho a participar. Lo que no me gustaría sería una sociedad en la que la gente no pudiera cooperar de maneras diferentes. En una sociedad libre, la gente puede elegir entre volverse trapense y no tener absolutamente ninguna propiedad (el kibbutz de Israel constituye una aventura social interesantísima: a nadie se le fuerza a vivir en él) o vivir en pequeñas comunidades comunistas, compartiendo todas sus propiedades. Los que postulamos la libertad individual sostenemos que se puede hacer una u otra elección. Por lo tanto, hay un nivel en que no puede decirse que yo sea individualista. Tampoco socialista. Lo determinante es la decisión de ser una u otra cosa. La manera de usar nuestra libertad (en armonía y concordia con los demás o no) es algo que nos corresponde decidir. Lo que esto quiere decir, desde luego, es que no podrá haber un modelo armonioso que se impusiera a toda la sociedad. Algunos decidirían vivir armoniosamente con los demás; otros, irse de ermitaños a las cavernas.

O. P: Permítame recordarle un libertario que ha tenido muy mala reputación a lo largo de la historia.

R. N: ¿Fourier? ¿Proudhon?

O. P: No: el marqués de Sade. Escribió un folleto durante la Revolución Francesa en el que llevó la teoría de la libertad hasta sus últimas consecuencias. En la sociedad que proponía Sade se habría abolido la pena de muerte: el Estado no tenía derecho de matar a nadie. En cambio, había libertad absoluta de "jouissance" ― y uno de los grandes placeres, según Sade, es matar a un semejante o torturarlo. Cuando hablamos de la heroína, esencialmente hablábamos del masoquismo ¿pero qué hacemos con un sádico, con alguien que mata niños porque le deleita hacerlo? En una sociedad libre, ¿quién y qué principios pueden fijar límites a la libertad? ¿Hasta dónde se puede llegar?

R. N: Depende. En una sociedad libertaria hay cabida para el kibbutz, los monjes trapenses y cualquier cosa en que la gente desee participar voluntariamente. Pero si alguien dice: "Yo quiero secuestrar a la gente y traerla conmigo contra su voluntad", entonces se está pasando de la raya. Puedo ponerle otro ejemplo: los encuentros de box son legales en los Estados Unidos. Dos adultos eligen golpearse. Lo hacen para el placer de otros. Sería mejor que lo hicieran por su propio placer, y no por el placer de otros. Si lo hacen por el placer de los demás son "trabajadores alienados". O. P: ¿Qué piensa del circo romano? Era un espectáculo popular: a nadie se le obligaba a presenciar los combates entre los gladiadores.

R. N: Existen varios tipos de valoraciones que pueden aplicarse a una actividad o institución. Una de ellas puede resumirse en una sencilla pregunta: ¿será contra la ley? Se trata de un tipo de valoración poco interesante desde muchos puntos de vista. Si la pregunta se refiriera a los combates gladiatorios entre participantes espontáneos, yo diría que debiera ser legal. Por lo demás, no animaría a Ia gente a asistir a ellos. No sé, necesitaría pensarlo un poco. Mucha gente de países en que no hay corridas de toro piensa que no deberían permitirse. Pero podría haber otras objeciones, estéticas o morales, no sólo legales.

O. P: La idea de la sociedad libre se basea, salvo en el caso de Sade y otros pocos, en el supuesto de que el hombre es esencialmente bueno y de que la crueldad y la violencia son reacciones exasperadas frente a las prohibiciones. Pero también existe la idea contraria: que la naturaleza humana es mala.

R. N: Aunque uno piense que la naturaleza humana es mala ― y creo que es difícil decidirlo ― puede replicarse que la única manera en que ésta puede mejorarse es permitiendo que se desarrolle libremente. Si se la limita constantemente, la gente nunca aprenderá cómo ser mejor, y será necesario seguir oprimiéndola. Esto no quiere decir que no se pudieran establecer algunas restricciones ― por ejemplo, leyes contra el asesinato ― destinadas a impedir que unas personas opriman a otras y abusen de ellas. No es necesario creer que la naturaleza humana es buena para confiar en que los buenos potenciales se desarrollan mejor mientras menos limitaciones tengan. Existe, sin embargo, una tercera posición, que propone que la naturaleza humana es neutra, puede ir en cualquier dirección, y no tiene una tendencia inherente.

O. P: Sería espléndido que la opinión optimista fuera la verdadera. Rousseau creía que las deformaciones de nuestra educación nos llevaron por el camino de la violencia. Es difícil probar que esta opinión sea algo más que un buen deseo.

R. N: Existen muchas opiniones y es muy difícil construir un cuadro consistente con ellas. La teoría de que la naturaleza humana es buena aclara algunos aspectos importantes sobre nuestros comportamientos y sentimientos. Pero la doctrina del pecado original, que sostiene que la naturaleza humana es mala, también aclara algunas cosas. Tenemos que conservar los dos cuadros en nuestro bagaje intelectual, como una especie de pluralismo intelectual.

O. P: La "bondad" y la "maldad" de las pasiones depende, en parte, del contorno social. En una sociedad bélica, el guerrero es un hombre virtuoso; en una sociedad armoniosa, es un hombre peligroso.

R. N: Nos gustaría encontrar un canal por el que pudieran expresarse el deseo de brillar y de sobresalir sin dominar a los demás...

FIM