Octavio Paz
La muerte de Jean-Paul Sartre, pasada la sorpresa inicial que provoca esta clase de noticias, despertó en mí un sentimiento de resignada melancolía. Yo viví en París durante los años de la postguerra, que fueron los del mediodía de su gloria y de su influencia. Sartre soportaba aquella celebridad con humor y sencillez; a pesar de que la beatería de muchos de sus admiradores ― sobre todo la de los latinoamericanos, ávidos siempre de filosofías up-to-date ― era irritante y cómica a un tiempo, su simplicidad, realmente filosófica, desarmaba a los espíritus más reticentes. Durante esos años lo leí con pasión encarnizada: una de sus cualidades fue la de sucitar en sus lectores, con la misma violencia, la repulsa y el asentimiento. Muchas veces, en el curso de mis lecturas, lamenté no conocerlo en persona para decirle de viva voz mis dudas y desacuerdos. Un incidente me dio esa oportunidad.
Un amigo, enviado a París por nuestra Universidad para completar sus estudios de filosofía, me confió que estaba en peligro de perder su beca si no publicaba pronto un trabajo sobre algún tema filosófico. Se me ocurrió que un diálogo con Sartre podía ser la materia de ese artículo. A través de amigos comunes nos acercamos a él y le propusimos nuestra idea. Aceptó ya los pocos días comimos los tres en el bar del Pont-Royal. La comida-entrevista duró más de tres horas y durante ella Sartre estuvo animadísimo, hablando con inteligencia, pasión y energía. También supo escucharnos y se tomó el trabajo de responder a mis preguntas y mis tímidas objeciones. Mi amigo nunca escribió el artículo pero aquel primer encuentro me dio ocasión de volver a ver a Sartre en el mismo bar del Pont-Royal. La relación cesó al cabo del tercer o cuarto encuentro: demasiadas cosas nos separaban y no volví a buscarlo. He puntualizado esas diferencias en algunas páginas de Corriente Alterna y de El Ogro Filantrópico.
Los temas de esas conversaciones fueron los de aquellos días: el existencialismo y sus relaciones con la literatura y la política. La publicación en Les Temps Modernes de un fragmento del libro sobre Jean Genet, que entonces escribía, nos llevó a hablar de ese escritor y de Santa Teresa. Un paralelo muy de su gusto pues ambos, decía, al escoger el Mal Supremo y el Bien Supremo ("le Non-Etre de I'Etre et I'Etre du Non-Etre"), en realidad habían escogido lo mismo. Me sorprendió que, guiado sólo por la lógica verbalista, ignorase precisamente aquello que era el centro de sus preocupaciones y el fundamento de su crítica filosófica: la subjetividad de Santa Teresa y su situación histórica. O sea: la persona concreta que había sido la monja española y el horizonte intelectual y afectivo de su vida, la religiosidad del siglo XVI español. Para Genet, Satanás y Dios son palabras que significan realidades nebulosas, entidades suprasensibles: mitos o ideas; para Santa Teresa, esas mismas palabras eran realidades espirituales y sensibles, ideas encarnadas. Y ésto es lo que distingue a la experiencia mística de las otras: aunque el Diablo es la No-Persona por antonomasia y aunque estrictamente, salvo en el misterio de la Encarnación, Dios tampoco es una persona, para el creyente los dos son presencias tangibles, espíritus humanados.
Durante esta conversación hice un descubrimiento incómodo: Sartre no había leído a Santa Teresa. Hablaba de oídas. Más tarde, en unas declaraciones periodísticas, dijo que se había inspirado en una comedia de Cervantes, El Rufián Dichoso, para escribir Le Diable et le bon Dieu, aunque aclaró que no había leído la pieza sino sólo el argumento. Esta ignorancia de la literatura española no es insólita sino general entre europeos y norteamericanos: Edmund Wilson se vanagloriaba de no haber leído ni a Cervantes ni a Calderón ni a Lope de Vega. No obstante, la confesión de Sartre revela que desconocía uno de los momentos más altos de la cultura europea: el teatro español de los siglos XVI y XVII. Su incuria todavía me asombra pues uno de los grandes temas del teatro español, origen de algunos de las mejores obras de Tirso de Molina, Mirademescua y Calderón, es precisamente el mismo que lo desveló a él toda su vida: el conflicto entre la gracia y la libertad. En otra conversación me confió su admiración por Mallarmé. Años después, al leer lo que había escrito sobre este poeta, me di cuenta de que, nuevamente, el objeto de su admiración no eran los poemas que efectivamente escribió Mallarmé sino su proyecto de poesía absoluta, aquel Libro que nunca hizo. A despecho de lo que predica su filosofía, Sartre prefirió siempre las sombras a las realidades.
Nuestra última conversación fue casi exclusivamente política. Al comentar las discusiones en las Naciones Unidas sobre los campos de concentración rusos, me dijo: "Los ingleses y los franceses no tienen derecho a criticar a los rusos por sus campos, pues ellos tienen sus colonias. En realidad, las colonias son los campos de concentración de la burguesía". Su tajante juicio moral pasaba por alto las diferencias específicas ― históricas, sociales, políticas ― entre los dos sistemas. Al equiparar el colonialismo de Occidente con el sistema represivo soviético, Sartre escamoteaba el problema, el único que podía y debía interesar a un intelectual de izquierda corno él: ¿cuál era la verdadera naturaleza social e histórica del régimen soviético? Al eludir el fondo del tema, ayudaba indirectamente a los que querían perpetuar las mentiras con que, hasta entonces se había ocultado la realidad soviética. Esta fue su grave equivocación, si puede llamarse así a esa falta intelectual y moral.
Cierto, en aquellos días el imperialismo explotaba a la población colonial como el Estado soviético explotaba a los prisioneros de los campos. La diferencia consistía en que las colonias no formaban parte del sistema represivo de los Estados burgueses (no había obreros franceses condenados a trabajos forzados en Argelia ni había disidentes ingleses deportados a la India), mientras que la población de los campos era el pueblo mismo soviético campesinos, obreros, intelectuales y categorías sociales enteras (étnicas, religiosas y profesionales). Los campos, es decir: la represión, eran (son) parte integrante del sistema soviético. En esos años, por lo demás, las colonias conquistaron su independencia, en tanto que el sistema de campos de concentración se ha extendido, como una infección, en todos los países en donde imperan regímenes comunistas. Y hay algo más: ¿es pensable siquiera, que dentro de los campos rusos, cubanos o vietnamitas, nazcan y se desarrollen movimientos de emancipación como los que han liberado a las antiguas colonias europeas en Asia y Africa? Sartre no era insensible a estas razones pero era difícil convencerlo: pensaba que los intelectuales burgueses, mientras subsistiesen en nuestros países la opresión y la explotación, no teníamos derecho moral para criticar los vicios del sistema soviético. Cuando estalló la revolución húngara, atribuyó en parte la sublevación a las imprudentes declaraciones de Kruschef revelando los crímenes de Stalin: no había que desesperar a los trabajadores.
El caso de Sartre es ejemplar pero no es único. Una suerte de masoquismo moralizante, inspirado en los mejores principios, ha paralizado a gran parte de los intelectuales de Occidente y de la América Latina durante más de treinta años. Hemos sido educados en la doble herencia del cristianismo y de la Ilustración; las dos corrientes, la religiosa y la secular, en sus momentos más altos fueron críticas. Nuestros modelos han sido aquellos hombres que, como un Las Casas o un Rousseau, tuvieron el valor de mostrar y denunciar los horrores y las injusticias de su propia sociedad. No seré yo quien reniegue de esa tradición; sin ella, nuestras sociedades dejarían de ser ese diálogo consigo mismas sin el cual no hay verdadera civilización y se transformarían en el monólogo, a un tiempo bárbaro y monótono, del poder. La crítica sirvió a Kant y a Hume, a Voltaire ya Diderot para fundar el mundo moderno. Su crítica y la de sus herederos en el siglo XIX y en la primera mitad del XX fue creadora. Nosotros hemos pervertido a la crítica: la hemos puesto al servicio de nuestro odio a nosotros mismos y a nuestro mundo. No hemos construido nada con ella, salvo cárceles de conceptos. Y lo peor: con la crítica hemos justificado a las tiranías. En Sartre esta enfermedad intelectual se convirtió en miopía histórica: para él nunca brilló el sol de la realidad. Ese sol es cruel pero también, en ciertos momentos, es un sol de plenitud y de dicha. Plenitud, dicha: dos palabras que no aparecen en su vocabulario ... Nuestra conversación terminó bruscamente: llegó Simone de Beauvoir y, con cierta impaciencia, lo hizo apurar su café y marcharse.
A pesar de que Sartre había hecho un corto viaje a México, apenas si me habló de su experiencia mexicana. Creo que no era un buen viajero: tenía demasiadas opiniones. Sus verdaderos viajes los hizo alrededor de sí mismo, encerrado en su cuarto. La naturalidad de Sartre, su franqueza y su rectitud me impresionaron tanto como la agilidad de su pensamiento y la solidez de sus convicciones. Estas dos cualidades no se contraponían: su agilidad era la de un pugilista de peso completo. Carecía de gracia pero la suplía con un estilo campechano, directo. Esta falta de afectación era una afectación en sí misma y podía pasar de la franqueza al exabrupto. Sin embargo, acogía con cordialidad al extraño y se adivinaba que era más áspero consigo mismo que con los otros. Era rechoncho y un poco torpe de movimientos; rostro redondo y sin acabar: más que una cara, un proyecto de cara. Los gruesos vidrios de sus anteojos hacían más distante su persona. Pero bastaba con oírlo para olvidar su fisonomía. Es extraño: aunque Sartre ha escrito páginas sutiles sobre la significación de la mirada y del acto de mirar, el efecto de su conversación era el contrario: anulaba el poder de la vista.
Al recordar aquellas pláticas me sorprende la continuidad moral, la constancia de Sartre: los temas y problemas que lo apasionaron en su juventud fueron los mismos de su madurez y su vejez. Cambió de opinión muchas veces y, no obstante, en todos esos cambios fue fiel a sí mismo. Recuerdo que le pregunté si yo estaba en lo cierto al suponer que el libro de moral que prometía escribir ― un proyecto que concibió como su gran empresa intelectual y que no llegó a realizar enteramente ― tendría que desembocar en una filosofía de la historia. Movió la cabeza, dudando: la expresión "filosofía de la historia" le parecía sospechosa, espuria, como si la filosofía fuese una cosa y la historia otra. Además, el marxismo era ya esa filosofía pues había desentrañado el sentido del movimiento histórico de nuestra época. El se proponía insertar, dentro del marxismo, al individuo concreto, real. Somos nuestra situación: nuestro pasado, nuestro momento; asimismo, somos algo irreductible a esas condiciones, por más determinantes que sean. En la presentación de Les Temps Modernes habla de una liberación total del hombre pero unas líneas más adelante dice que el peligro consiste en que "el hombre-totalidad" desaparezca "tragado por la clase". Así, se oponía tanto a la ideología que reduce los individuos a no ser sino funciones de la clase como a la que concibe a las clases como funciones de la nación. Conservó esta posición durante toda su vida.
Su filosofía de la "situación" ― Ortega había dicho con mayor exactitud: "circunstancia" ― no le parecía una negación de lo absoluto sino la única manera de comprenderlo y de realizarlo. En el mismo ensayo decía: "Lo absoluto es Descartes, el hombre que se nos escapa porque ha muerto, que vivió en su época y la pensó hora tras hora con los medios a su mano, que amó en su infancia a una muchacha bizca, etc.; la relativo es el cartesianismo, esa filosofía ambulante que pasean de siglo en siglo ... " No estoy muy seguro de que estas fórmulas perentorias resistan a un análisis un poco detenido. ¿Por qué lo "absoluto" ha de ser una pasión infantil por una muchacha bizca (¿por qué bizca?) y por qué ha de ser relativa, frente a esa pasión infantil, la filosofía de Descartes (que no es lo mismo exactamente que el cartesianismo a que alude Sartre despectivamente)? ¿Y para qué usar esa palabra: absoluto, impregnada de teología? Ni a las pasiones ni a las filosofías les conviene ese objetivo despótico. Hay pasiones por y hacia lo absoluto y hay filosofías de lo absoluto pero no hay pasiones ni filosofías absolutas ... Me he desviado. Lo que deseaba subrayar es que en ese ensayo Sartre introduce en las determinaciones sociales e históricas un elemento de indeterminación: la persona humana, los hombres. Así, ya en 1947 había comenzado su largo e infortunado diálogo con el marxismo y los marxistas. ¿Qué se propuso realmente? Reconciliar al comunismo con la libertad. Fracasó pero su fracaso ha sido el de tres generaciones de intelectuales de izquierda.
Sartre escribió tratados de filosofía y ensayos de política, libros de crítica y novelas, cuentos y piezas de teatro. Profusión no es excelencia. Sus dones no eran los del artista: con frecuencia se pierde en digresiones y amplificaciones inútiles. Su lenguaje es insistente y repetitivo: el martilleo como argumento. El lector acaba cansado, no convencido. Si su prosa no es memorable, ¿qué decir de sus novelas y cuentos? Escribió relatos admirables pero le faltaba el poder del novelista: la capacidad de crear mundos, ambientes y personajes. El mismo reproche pudo hacerse a sus piezas teatrales; recordamos las ideas de Les Mouches y de Huis-Clos, no a los fantasmas que las exponen. En su búsqueda del hombre concreto Sartre se quedó muchas veces con un puñado de abstracciones. ¿Y su filosofía? Sus contribuciones fueron valiosas pero parciales. Su obra no es un comienzo sino una continuación y, a veces, un comentario de otras. ¿Qué quedaría de ella sin Heidegger?
En sus ensayos abundan las páginas vivas, densas, siempre un poco excesivas, poderosas oleadas verbales hirvientes de ideas, sarcasmos, ocurrencias. Lo mejor de su escritura, para mi gusto, es lo más personal, lo menos "comprometido" esos textos que estan más cerca de la confesión que de la especulación, como tantas páginas de Les Mots, quizá su mejor libro: las palabras encarnan, juegan, vuelven a la niñez. Sartre sobresalía en dos formas opuestas: el análisis y la inventiva. Fue un crítico excelente y un encendido polemista. El polemista dañó al crítico: sus análisis se convierten muchas veces en acusaciones, como en sus libros sobre Baudelaire y Flaubert o en sus descabelladas críticas del surrealismo. Peores que el hacha del polemista fueron la vara del moralista y la regla del profesor. Con frecuencia Sartre ejerció la crítica como un tribunal que distribuye, exclusivamente, castigos y amonestaciones. Su Baudelaire, es á un tiempo, penetrante y parcial; más que un estudio, es un escarmiento; una lección. Aunque el libro sobre Genet peca por el exceso contrario ― hay momentos en que es una muy cristiana apología de la obyección como camino de salud ― tiene páginas que es difícil olvidar. Cuando Sartre se dejaba arrastrar por su don verbal, el resultado era sorprendente. Si al hablar de los hombres los reducía a conceptos, ideas y tesis, en cambio convertía a las palabras en seres animados. Cruel paradoja: despreció a la literatura y fue ante todo un literato.
Pensó y escribió mucho y sobre muchas cosas. A pesar de esta diversidad, mucho de lo que dijo, incluso cuando se equivocó, me parece esencial. Aclaro: esencial para nosotros, sus contemporáneos. Sartre vivió las ideas, las luchas y las tragedias de nuestra época con la intensidad con que otros viven sus dramas privados. Fue una conciencia y una pasión. Las dos palabras no se contradicen porque la suya fue la conciencia de una pasión; quiero decir: conciencia del tránsito del tiempo y de los hombres. Más que un filósofo fue un moralista. No en el sentido de la tradición del Grand Siècle, interesada en la descripción y el análisis del alma y sus pasiones. No fue un La Rochefoucauld. Lo llamo moralista no por su penetración psicológica sino porque tuvo el valor de hacerse durante toda su vida las únicas preguntas que de veras importan: ¿qué razones tenemos para vivir? ¿por qué y para qué vivimos?, ¿vale la pena vivir como vivimos?
Conocemos las respuestas que dio a estas preguntas: el hombre, rodeado de nada y no-sentido, es poco ser. El hombre no es hombre: es un proyecto de hombre. Ese proyecto es elección: estamos condenados a escoger y nuestra pena se llama libertad. También conocemos a donde lo llevó esta paradoja de la libertad como condena. Una y otra vez apoyó a las tiranías de nuestro siglo porque pensó que el despotismo de los césares revolucionarios no era sino la máscara de la libertad. Una y otra vez tuvo que confesar que se había equivocado: lo que parecía un antifaz era el rostro de cemento de los Jefes. En nuestro siglo la revolución ha sido la máscara de la tiranía. Sartre saludó a cada revolucionario triunfante con alegría (China, Cuba, Argelia, Viet-Nam) y después, siempre un poco tarde; tuvo que declarar que se había equivocado: esos regímenes eran abominables. Si fue severo con la intervención norteamericana en Viet-Nam y con la política francesa en Argelia, tampoco, cerró los ojos ante los casos de Hungría, Checoslovaquia y Cambodia. Sin embargo, durante años se obstinó en defender a la URSS y a sus satélites porque creyó que, a pesar de todo, esos regímenes encarnaban, aunque deformado, el proyecto socialista. Su crítica de Occidente fue implacable y destila odio a su mundo y a sí mismo; su prólogo al libro de Fanon es un feroz e impresionante ejercicio de denigración que es, asimismo, una autoexpiación. Es revelador que, al escribir esas páginas, no haya percibido en los movimientos de liberación del llamado Tercer Mundo los gérmenes de corrupción política que han transformado esas revoluciones en dictaduras.
¿Por qué se empeñó en no ver y en no oír? Excluyo desde luego la posibilidad de complicidad o duplicidad, como en los casos de los Aragon, los Neruda y tantos otros que, aunque sabían, callaban. ¿Terquedad, orgullo? ¿Cristianismo penitencial de un hombre que ha dejado de creer en Dios pero no en el pecado? ¿Loca esperanza en que un día las cosas cambiarán? Pero ¿cómo pueden cambiar si nadie se atreve a denunciarlas, o si esa denuncia, "para no hacerle el juego al imperialismo", es condicional y está llena de reservas y cláusulas exculpatorias? Sartre predicó la responsabilidad del escritor y, no obstante, durante los años en que ejerció una suerte de magisterio moral en todo el mundo (salvo en los países comunistas), sus sucesivos y contradictorios "engagements" fueron un ejemplo, ya que no de irresponsabilidad, si de precipitación y de incoherencia. La filosofía del "compromiso" se disolvió en gestos públicos contradictorios. Es aleccionador comparar los cambios de Sartre con la obra lúcida y extremadamente coherente de Cioran, un espíritu en apariencia al margen de nuestra época pero que la ha vivido y pensado en profundidad y, por lo tanto, silenciosamente. Las ideas y las actitudes de Sartre justificaron lo contrario de lo que él se proponía: la desenfadada y generalizada irresponsabilidad de los intelectuales de izquierda (sobre todo los latinoamericanos) que durante los últimos veinte años, en nombre del "compromiso" revolucionario, la táctica, la dialéctica y otras lindezas, han elogiado y solapado a los tiranos y a los verdugos.
No sería generoso continuar con el catálogo de sus ofuscaciones. ¿Cómo olvidar que fueron hijas de su amor por la libertad? Tal vez su amor fue poco clarividente por su misma arrebatada intensidad. Además, muchos de esos errores fueron los nuestros, los de nuestra época. Al fin de su vida rectificó casi completamente y se unió a su antiguo adversario, Raymond Aron, en la campaña para fletar un barco que transportase a los fugitivos de la tiranía comunista de Viet-Nam. También protestó contra la invasión de Afganistán y su nombre es uno de los que encabezan el manifiesto de los intelectuales franceses que han pedido a su gobierno unirse al boycot contra la Olimpíada de Moscú. Las sombras de Breton y de Camus, que él atacó con saña y poca justicia, deben estar satisfechas. Los extravíos de Sartre son un ejemplo más del uso perverso de la dialéctica hegeliana en el siglo XX. Su influencia ha sido funesta en la conciencia intelectual europea: la dialéctica nos hace ver al mal como el necesario complemento del bien. Si todo está en movimiento, el mal sólo es un momento del bien; pero un momento necesario y, en el fondo, bueno: el mal sirve al bien.
En una capa más profunda de la personalidad de Sartre había un antiguo fondo moral marcado más que por la dialéctica, por la herencia del protestantismo familiar. Durante toda su vida practicó con gran severidad el examen de conciencia, eje de la vida espiritual de sus antepasados hugonotes. Nietzsche dijo que la gran contribución del cristianismo al conocimiento del alma había sido la invención del examen de conciencia y de su corolario, el remordimiento, que simultáneamente es autocastigo y ejercicio de introspección. La obra de Sartre es una confirmación, otra más, de la exactitud de esta idea. Su crítica, trátese de la política norteamericana o de las actitudes de Flaubert, obedece al esquema intelectual y moral del examen de conciencia: comienza por ser un desvelamiento, un arrancar los velos y las máscaras, no en busca de la desnudez sino de la llaga oculta, y termina, inexorablemente, en un juicio. Para la conciencia religiosa protestante conocer al mundo es juzgarlo y juzgarlo es condenarlo.
A través de una curiosa transposición filosófica, Sartre substituyó la predestinación y la libertad de la teología protestante por el psicoanálisis y el marxismo. Pero todos los grandes temas que apasionaron a los reformadores aparecen en su obra. El centro de su pensamiento fue la oposición complementaria entre la situación (la predestinación) y la libertad; éste fue también el tema de los calvinistas y el punto capital de sus debates con los jesuitas. Ni siquiera falta Dios: la Situación (la Historia) asume sus funciones, ya que no sus rasgos ni su esencia. Pero la Situación de Sartre es una divinidad que, a fuerza de tener todos los rostros, no tiene ninguno: es una divinidad abstracta. A la inversa del Dios cristiano, no se humaniza ni es cómplice de nuestro destino: nosotros somos sus cómplices y ella se realiza en nosotros. Sartre heredó del cristianismo no la trascendencia, la afirmación de otra realidad y de otro mundo, sino la negación de este mundo y el aborrecimiento de nuestra realidad terrestre. Así, en el fondo de sus análisis, protestas e insultos contra la sociedad burguesa, resuena la vieja voz vindicativa del cristianismo. El verdadero nombre de su crítica es remordimiento. Al acusar a su clase y a su mundo, Sartre se acusa a sí mismo con una violencia de penitente.
Es notable que los dos escritores de mayor influencia en Francia durante este siglo ― hablo de moral, no de literatura ― hayan sido André Gide y Jean-Paul Sartre. Dos protestantes en rebelión contra el protestantismo, su familia, su clase y la moral de su clase. Dos moralistas inmoralistas. Gide se rebeló en nombre de los sentidos y de la imaginación; más que liberar a los hombres, quiso liberar a las pasiones aherrojadas en cada hombre. El comunismo lo decepcionó porque vio que substituía la cárcel de la moral cristiana por una más total y más férrea. Gide era un moralista pero también era un esteta y en su obra la crítica moral se alía al culto por la hermosura. La palabra placer tiene en sus labios un sabor a un tiempo subversivo y voluptuoso. Más evangélico y radical, Sartre despreció al arte y a la literatura con el furor de un Padre de la Iglesia. En un momento de desesperación dijo: "El infierno es los otros" .. Frase terrible pues los otros son nuestro horizonte: el mundo de los hombres. Por ésto, sin duda, después sostuvo que la liberación del individuo pasaba por la liberación colectiva. Su obra parte del yo a la conquista del nosotros. Olvidó quizá que el nosotros es un tú colectivo: para amar a los otros hay que amar antes al otro, al prójimo. Nos hace falta, a los modernos, redescubrir al tú.
En una de sus primeras obras, Les Mouches, háy una frase que ha sido citada varias veces pero que vale la pena repetir: "la vida comienza del otro lado de la desesperación". Sólo que lo que está del otro lado de la desesperación no es la vida sino la antigua virtud cristiana que llamamos esperanza. La primera vez que, de una manera explícita, aparece la palabra esperanza en los labios de Sartre es al final de la entrevista que publicó Le Nouvel Observateur un poco antes de su muerte. Fue su último escrito. Un texto deshilvanado y conmovedor. En algún momento, con desenvoltura que unos han encontrado desconcertante y otros simplemente deplorable, declara que su pesimismo fue un tributo a la moda del tiempo. Curiosa afirmación: la entrevista entera está recorrida por una visión del mundo a ratos desilusionada y otros, los más, acentuadamente pesimista. En el curso de su conversación con su joven discípulo, Sartre muestra una estoica y admirable resignación ante su muerte próxima. Esta actitud cobra justamente todo su valor porque se destaca contra un fondo negro: Sartre confiesa que su obra ha quedado incompleta, que se frustró su acción política y que el mundo que deja es más sombrío que el que encontró al nacer. Por esto me impresionó de veras su tranquila esperanza: a pesar de los desastres de nuestra época, algún día los hombres reconquistarán (¿o conquistarán por primera vez?) la fraternidad. Me extrañó, en cambio, que dijese que el origen y el fundamento de esa esperanza está en el judaísmo. Es el menos universal de los tres monoteísmos. El judaismo es una fraternidad cerrada. ¿Por qué fue otra vez sordo a la voz de su tradición?
El sueño de la hermandad universal ― y más: la iluminada certidumbre de que ese es el estado al que todos los hombres estamos natural y sobrenaturalmente predestinados, si recobramos la inocencia original ― aparece en el cristianismo primitivo. Reaparece entre los gnósticos de los siglos III y IV y en los movimientos milenaristas que, periódicamente, han conmovido a Occidente, desde la Edad Media hasta la Reforma. Pero no importa ese pequeño desacuerdo. Es exaltante que, al final de su vida, sin renegar de su ateísmo, resignado a morir, Sartre haya recogido lo mejor y más puro de nuestra tradición religiosa: la visión de un mundo de hombres y mujeres reconciliados, transparentes el uno para el otro porque ya no hay nada que ocultar ni que temer, vueltos a la desnudez original. La pérdida y la reconquista de la inocencia fue el tema de otro gran protestante, envuelto como él en las luchas del siglo y que, por el exceso de su amor a la libertad, justificó al tirano Cromwell: el poeta John Milton. En el canto final de su Paradise Lost describe la lenta y penosa marcha de Adán y Eva ―-y con ellos la de todos nosotros, sus hijos ― hacia el reino inocente.
The world was all before them, where to choose
Their place of rest, and Providence their guide:
They hand in hand, with wandering steps and slow,
Through Eden took their solitary way.
Al terminar estas páginas y releerlas, pensé otra vez en el hombre que las ha inspirado. Sentí entonces la tentación de parafrasearlo ― homenaje y reconocimiento ― escribiendo en su memoria: la libertad es los otros .
Publicado em Vuelta nr. 42 de maio de 1980
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