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25 de fevereiro de 2013

HISTORIA E IMAGINACION

H.R. TREVOR-ROPER

Discurso de despedida leído ante la Universidad de Oxford el 20 de mayo de 1980

H. R. Trevor-Roper (1914), Master of Peterhouse, Cambridge, no es sólo el autor de The Last Days of Hitler, Hermit of Peking, The Rise of Christian Europe, Renaissance Essayss, y el crítico, tan implacable como elegante, de la revista Encounter; sus célebres polémicas con historiadores como Arnold Toynbee, A. J. P. Taylor y E. H. Carr, verdaderas vindicaciones de la razón humana, tampoco agotan su compleja personalidad. Historiador preciso y fervoroso, es también, y quizá esencialmente, un filósofo de la historia; un filósofo sin inclinaciones metafísicas y que descree, felizmente, de las grandes explicaciones, las teorías absolutas y los determinismos históricos. La existencia de la libertad y la necesidad de la imaginación son dos de sus convicciones fundamentales.


¿Qué se dice en un discurso de despedida, además de la despedida final? Me despido ahora, no de mi materia ni, espero, de Oxford o de ustedes sino de mi cátedra. Debería, quizá, agregar un epílogo, llamémoslo así, al discurso inaugural, que pronuncié aquí hace veintitrés años. Hablé en aquella ocasión de la necesidad de la historia, aun de la historia profesional, en la educación del lego. He decidido referirme ahora a otro aspecto no profesional del estudio de la historia. Originalmente, mientras lo escribía, había titulado a mi discurso "Historia y libre albedrío": un título que quizá les parezca más apropiado para lo que voy a decir. Pero el libre albedrío, la elección de opciones, está en quienes participan en la historia. La función del historiador consiste en discernir esas opciones; y ésa es, indudablemente, la función de la imaginación. De ahí el título de mi discurso: "Historia e imaginación".

Una exposición como ésta es necesariamente algo subjetiva. Se me perdonará entonces, sobre todo en estas circunstancias, cierto espíritu autobiográfico. Nuestra visión de la historia proviene del enfrentamiento de la experiencia con la lectura y de la lectura con la experiencia, y una y otra son personales. La objetividad de la ciencia tiene su parte en el estudio de la historia, pero es una parte secundaria. El corazón de nuestra materia no está en su método sino en su móvil, no en la técnica sino en el historiador.

Hay, desde luego, gente que cree que la historia misma es una ciencia objetiva. La ven, supongo, como una técnica de estudio que se refina paulatinamente, hasta reconstruir el pasado con precisión matemática y objetividad absoluta. No creo, de todos modos, que muchos historiadores se sumen hoy a esta creencia. Es mucho lo que le debemos a los técnicos de la historia, de los filólogos del Renacimiento a los críticos-fuente del siglo XIX. Gracias a ellos nos hemos acercado a los grandes problemas de la reconstrucción histórica de una manera más exacta y útil que la de nuestros predecesores. Lo cual, sin embargo, no nos hace mejores historiadores. Incluso los historiadores más objetivos, no tardamos en comprenderlo, estaban presos, aunque no lo supieran, y no podían saberlo, en una filosofía condicionada por la experiencia subjetiva. Hasta las computadoras necesitan un programa. No existen las teorías objetivas, ni los instrumentos perfectos. Es inútil suponer que podremos construirlos en la quietud de un monasterio o en un comité (por lo demás, ¿ha salido alguno de un comité?). Las ideas y el conocimiento práctico reciben la influencia del mundo exterior, influencia que varía de generación en generación, de persona en persona, y nunca puede ser exactamente la misma.

Todos tenemos a veces la tentación de hacer la historia más científica de lo que nos parece; quisiéramos verla convertida, ya lejos de sus orígenes en la literatura, el mito y la poesía, en un sistema regular con leyes férreas. Pero al cabo debemos admitir que un método semejante, aunque pueda refinarse, jamás será perfecto. Lo mejoramos continuamente, limitando la intervención de la Fortuna y la libertad humana. Pero si alguna vez logramos eliminarlas ambas a la vez, ¡cuidado! Nos habremos quedado sin hombres. Nuestras asépticas destilaciones serían reemplazadas por un agua más fresca, una historia recién salida de la fuente.

Me pregunto ahora, no sin asombro, por qué me incliné, al estudio de la historia ─ ya un tipo particular de historia ─ a veces pienso que se debió, en parte, a una casualidad de mi nacimiento. Me crié en una zona rural de Northumberland del norte, entre los símbolos, o el sedimento, de siglos y siglos de historia: no reliquias muertas, que hubiera que desenterrar científicamente o reconstruir pacientemente, sino visibles, palpables, todavía vivas para la imaginación menos refinada. Hacia el Sur estaba la muralla de Adriano, cuya gran extensión, que sube y baja siguiendo el contorno de las colinas y los valles, impresionó tanto a Camden quando la visitó, hace cerca de cuatro siglos. Es, seguramente, el monumento más grandioso de la bretaña romana. Al norte, las colinas de Cheviot, con sus fortines y sus torres vigías que miran, por sus estrechas hendiduras y con bien justificada suspicacia, hacia los soplones escoceses; y la ciudad de Berwick, finalmente recuperada por Ricardo III (recordémoslo en su honor) y resguardada tras esas espléndidas murallas construidas para la reina Isabel por dos refugiados italianos. En el oeste, deshabitados páramos baldíos nos evitaban tener que pensar en los galeses de Cumbria, tan opuestos psicológicamente a nosotros como las antípodas. Y en el este, esa maravillosa costa de acantilados de dolerita, rocas que lleva la marea y arena, con su cordón de castillos románticos: primero, aún sobre tierras sajonas, las dos atalayas gemelas de Lindisfarne y Bamburgh, que se miran de frente como Sesos y Abidos, sobre el brazo de mar que las separa; luego, más al sur, la ruinosa fortaleza medieval de Dunstanburgh, que según Malory podría ser la Joyous Garde de Arturo, y la de Warkworth, que corresponde todavía a la descripción de Shakespeare:

this worm-eaten hold of ragged stone
(carcomida prisión de áspera roca)

En esa región ─ una isla, más bien, limitada por la colina, el monte, la muralla, el páramo y el mar ─ descansan, visibles para el ojo de la imaginación, capa tras capa de historia inglesa. Quizá no es una casualidad, pienso ahora, que esa región tan poco populosa haya sido, o llegado a ser, la casa de tantos historiadores: Trevelyans y Wallington, herederos y continuadores conscientes de Maculay, tío de uno y tío abuelo del otro, respectivamente; los dos Hodgkins, historiadores de Italia y sus invasores y de la Inglaterra anglosajona; Mandell Craighton, que escribió su historia de los Papas en la vicaría de Embleton; mi predecesor, Sir Maurice Powicke, que nació en Alnwick, y Dame Verónica Wedgwood, de Newcastle; mi vecino, Sir Steven Runciman, de Doxford.

No es, por supuesto, una razón muy intelectual para I estudiar historia. Quizá sea además demasiado provinciana. Pero en algún lado ha y que comenzar, y puede no ser tan malo comenzar con la imaginación. Es algo que siempre puede corregirse; por el contrario, si comenzáramos por corregimos corremos el riesgo de acabar en el Tedio. ¿Cuándo me corregí? Me gustaría decir que cuando leí la historia de la escuela de Oxford, pero no estoy muy seguro de que sea verdad. En el mejor de los casos, lo será sólo parcialmente.

Fue durante mi segundo año en Oxford, mientras leía el tedioso e inexpresivo poema épico griego de Nonnus, cuando decidí cambiar los clásicos por la historia. Ya he leído, me dije, toda la literatura clásica que valía la pena leer, y mucha que no valía. ¿Para qué raspar el fondo del barril? Nonnus, me pareció, estaba muy cerca del fondo. Decidí, entonces, que a partir de ese momento los clásicos serían mi descanso, y la historia, para la cual no había fondo ni fin, mi forma de ganarme la vida. Los preceptores de la Iglesia de Cristo eran entonces muy tolerantes, como sin duda siguen siéndolo. No hubo discusión, objeción ni reconvención alguna; me cambié, pues, a la Historia Moderna. Mi forma de leer, que era la de un aficionado, se volvió o empezó a volverse profesional. Muy poco tiempo después descubrí que la historia no era un arte sino una ciencia.

Había entonces en mi universidad un preceptor joven, ahora ennoblecido ex político, que estaba decidido a reformar y modernizar lo que consideraba una enseñanza de la historia algo tradicional y pasada de moda. En mi primer periodo como estudiante de historia me invitó, junto con mis condiscípulos, a sus oficinas para hablarnos de la filosofía marxista de la historia, que había abrazado con evidente devoción. Nos explicó que teóricamente era posible descubrir las leyes objetivas del cambio histórico, y que la forma de probarlas, una vez descubiertas, era ver si capacitaban a alguien para predecir la siguiente etapa del proceso histórico. La interpretación marxista, nos aseguró, había pasado la prueba: desde la época del propio Marx había predicho el curso de los acontecimientos con sorprendente exactitud. Se podía, por lo tanto, considerarla ahora científicamente válida. Como dijo otro escritor marxista, de la escuela de Balliol: una vez aceptado, "todo cae pronto por su propio peso". No fue, sin duda, lo único que dijo nuestro preceptor; fue lo que más me impresionó. El vasto teatro de la historia, antes tan indeterminado, tan informe, tan misterioso, tenía ahora, por lo visto, una hermosa regularidad mecánica: la ciencia moderna nos había proporcionado una llave maestra que, con un agradable clic, haría girar todas sus cerraduras, abriría todas sus cámaras oscuras y revelaría todos sus movimientos secretos. Era muy emocionante. Por desgracia, apenas traté de utilizar la llave me encontré con algunas dificultades. Dificultades que no radicaban en la historia del pasado, esa débil sustancia que no ofrece resistencia y es maleable a voluntad, sino en la experiencia del presente, que no es maleable.

Creo que los historiadores de todas las épocas, con excepción de los que se ocupan exclusivamente de la antigüedad, ven la historia con los acontecimientos del presente como trasfondo ─ un trasfondo decisivo. Recurren a ella para explicar los problemas de su propio tiempo, para dar a esos problemas un contexto filosófico, un continuum en el cual pueden reducirse adecuadamente y, quizá, hacerse inteligibles. Los historiadores del Renacimiento italiano quisieron dar cuenta de las revoluciones que destruyeron a su mundo en el momento de su máximo esplendor; los de la Ilustración, descubrir los mecanismos del progreso. En el siglo XIX, los historiadores ingleses buscaron en la historia los orígenes de nuestro poder institucional, mientras que los alemanes entendieron que este poder explicaba la derrota de Napoleón y la unificación de Alemania durante la monarquía prusiana: una opinión no aceptada del todo por los franceses.

¿ Y cuál era, nos preguntábamos entonces, el gran problema de los treinta? Era, por supuesto, el ascenso repentino y aparentemente inevitable de dictaduras agresivas en un mundo al que, siempre lo habíamos dicho, la democracia había puesto a salvo con la victoria de 1918. ¡Qué irreales parecen hoy aquellas viejas promesas! En Italia, Mussolini había creado una nueva forma de poder y se disponía a fundar un nuevo Imperio Romano en el Mediterráneo y en África. En Alemania, Hitler había terminado con la democracia y amenazaba con reordenar Europa por la fuerza. El imperialismo japonés conquistaba China. Estos enérgicos nuevos dictadores hicieron la paz en la política del mundo. No porque aborrecieran la guerra: ya entonces instigaban a la guerra civil en España. Una guerra civil en la que ellos serían los vencedores, y que nos pareció el preludio, el ensayo general, de una guerra todavía más grande, que, dados la indiferencia y el pacifismo de Occidente, también ellos podrían ganar.

Todos sabemos cómo obsesionó este problema a aquella generación de estudiantes, y cómo, en los arrogantes cónclaves solipsistas de ciertas universidades de Cambridge, hizo que incluso jóvenes inteligentes adoptaran las posiciones más absurdas, rindiéndose, perinde ac cadaver [tal qual um cadáver], al comunismo soviético, la única fuerza que podía garantizarle un futuro libre al mundo. Conclusiones tan viles no se esgrimieron en Oxford. En mi caso, uno de los resultados fue que encontré difícil de aceptar la autoridad de la ciencia histórica marxista.

¿Había anunciado Marx, o cualquier chismoso marxista, la aparición del fascismo? La respuesta era: No. Todo lo que podía decirse era que, al aparecer el fascismo, los profetas se habían apresurado a poner al día sus profecías, para explicar que el fascismo no era sino el último estadio del imperialismo. Así como los profetas milenaristas del siglo XVII se encontraron con ciertas objeciones inconvenientes a sus predicciones científicas al explicar que el Anticristo debe andar suelto y tener su última oportunidad de obrar libremente antes que el reino de Cristo y sus santos pueda comenzar, así los modernos pensadores marxistas dejaron de lado a Hitler ya Mussolini, fenómenos efímeros, demasiado insignificantes para ser mencionados por las prensas oficiales: burbujas que salen a la superficie sólo para estallar y disolverse de nuevo en la majestuosa corriente de la historia, que avanza por un cauce predeterminado. Esa había sido siempre, por supuesto, la doctrina oficial del partido comunista ruso. En 1933 Moscú había instruido a los comunistas alemanes para que no perdieran el tiempo enfrentándose a los nazis, que estaban destinados a fracasar, y reservaran su coraje para usarlo contra los más peligrosos, "los socialfascistas" ─ es decir: los socialdemócratas ─. Naturalmente, el análisis independiente de los objetivos intelectuales marxistas de Occidente tomó por verdadera esta misma doctrina.

En 1939 la esperada Segunda Guerra Mundial estaba cerca. Y mientras más se acercaba, más se debilitaban esos tranquilizadores razonamientos. La Rusia comunista, lejos de resultar el único oponente de la Alemania nazi, no tardó en convertirse en su aliada y asegurarse así un triunfo inmediato. Para 1940, gracias a la cooperación de Stalin, Hitler era el amo de Europa; el siguiente año un accidente ─ sí, un accidente ─ hubiera bastado para ponerlo en cualquier momento en condiciones de conquistar el mundo. El fascismo, esa burbuja sin importancia, habría hecho que la majestuosa corriente de la historia tomara un cauce completamente nuevo.

De esa época proviene la firme convicción que sostengo como historiador: la creencia en el libre albedrío histórico.
Se me dirá que he dado por supuestas algunas cuestiones. Permítanme, entonces, que sea un poco más explícito. Objetivamente, en 1940 Hitler había ganado la guerra en Occidente, y la negativa británica a aceptar la derrota era ilógica, carente de realismo y absurda. Habría bastado que Gran Bretaña lo reconociera y abandonara la batalla, para que Hitler quedara en la posición que tenía Bismarck en 1866. Derrotados sus otros enemigos, habría estado en libertad de concentrar sus fuerzas contra el último y, tras derrotado en una tercera Blitzkrieg, establecer su nuevo imperio. Difícilmente puede negarse que, en tales circunstancias, habría derrotado a Rusia. Estuvo, en realidad, muy cerca de lograrlo. "Todo lo que Lenin y nosotros hemos estado tratando de construir se ha perdido", exclamó Stalin cuando su gobierno evacuó Moscú, que parecía condenado a caer ante esa primera invasión aniquiladora. Una victoria final alemana en Occidente, si eso hubiera ocurrido, habría sido toda la diferencia.

Y qué fácil habría sido que, ese año, un mero accidente decidiera la victoria de los alemanés en Occidente. Se me ocurren cuando menos cuatro posibles accidentes, cada uno de los cuales podría haber producido ese efecto. Primero, nadie podía suponer razonablemente que, en el preciso momento en que Francia caía, habría en la Gran Bretaña un estadista capaz de unir a todos los partidos y al pueblo en la voluntad y la fe para continuar lo que fácilmente hubiera podido describirse como una batalla sin sentido. No siempre hacen las crisis aparecer al hombre adecuado: los momentos de decisión vital pasan rápidamente y, en un periodo de confusión, la capacidad de acción puede perderse sin remedio. De la misma manera, nadie hubiera podido predecir que, en ese momento histórico, tendríamos el servicio de inteligencia vital ─ el "Ultrasecreto" ─, que, directa o indirectamente, nos aseguraría la victoria aérea en toda la Gran Bretaña. En tercer lugar, no era razonable suponér o siquiera esperar que el general Franco, al que después de todo habían puesto en el poder nuestros enemigos, resistiera la tentación a la que Mussolini había cedido tan fácilmente y se ¡negara a precipitárse sobre la ayuda del aparente vencedor. Si Franco hubiera consentido en permitir un ataque a Gibraltar, ese ataque ─ como lo demostraban las experiencias de Creta y Singapur ─ probablemente habría tenido éxito. El Mediterráneo se habría cerrado entonces para la Gran Bretaña y todo un escenario potencial de guerra y victoria futuras se habría aislado. Por último: nadie hubiera podido adivinar que Mussolini tenía en mente destruir los planes de Hitler para invadir Rusia con la sorpresiva invasión de Grecia.

De no ocurrir cualquiera de estas circunstancias, creo, toda la historia de la guerra habría cambiado. ¿Habría Japón atacado cruelmente Pearl Harbor, cuando la derrotada Gran Bretaña y Rusia ofrecían una víctima indefensa? ¿Habrían intervenido los Estados Unidos en Europa, cuando aún no se retiraban las tropas de ocupación, para salvar a la Rusia comunista? ¿No habría sido más probable que el sueño de Hitler se cumpliera? ¿Que el imperio alemán se hubiera establecido y dominado Europa y parte de Asia? ¿Que, en palabras de Hitler, la era alemana del mundo hubiera comenzado?

Habría, desde luego, mucho que matizar; pero no tiene importancia para lo que quiero decir: sencillamente, que la configuración política del mundo no es lógicamente deducible, en ninguna época, a partir de la historia previa; que los accidentes humanos vuelven imposible la historia "científica", y, sobre todo (aunque no es precisamente el tema de la discusión), que es ridículo que cualquier ciencia tenga que echar mano de recursos desesperados para "salvar los fenómenos". Porque sin duda es un gesto de desesperación descartar por efímero un movimiento que, con un leve golpe de suerte, habría dominado la historia de toda una época.

Y no sólo la historia: también la historiografía. El éxito llama al éxito, y si Hitler hubiera fundado su imperio ─ ese terrible imperio cuya descripción hizo en sus Conversaciones ─ no es difícil imaginar cómo lo habrían tratado los historiadores posteriores. Los historiadores, en general, son grandes aduladores del poder. Hitler no fue más insensible ni menos inteligente que Lenin o Stalin, a los que sin embargo no les faltó nunca, puesto que triunfaron, quien los apoyara históricamente. Si Hitler hubiera ganado su última apuesta, como la ganó Bismarck, ¿figuraría del mismo modo en los libros de texto? ¿No aparecería ahora como el fundador del último y más grande Reich alemán, como el estadista genial que realizó (a cierto precio, sin duda, pero en política siempre debe pagarse alguno: la grandeza no se gana sólo con la virtud, o quizá no completamente) la ambición de un siglo, el destino histórico de una nación? ¿No lo aclamarían por haber restaurado, sobre una base más amplia y duradera, y con los mismos métodos (por ello doblemente consagrados), el imperio que Bismarck había fundado y al que luego ─ por un mal cálculo, no un error fundamental ─ había dejado languidecer? Y, en rigor, sigue siendo la misma persona que sólo porque fue derrotado por un escaso margen, ha sido desechado por varias generaciones de respetables historiadores como un mero "dictador charlatán", un insensato, un aventurero apátrida, sin otra idea que la conquista del poder personal.

Tampoco fue una reputación personal lo único transformado por ese escaso margen. En su caída, Hitler arrastró además a Bismarck. La obra de Bismarck, que parecía tan sólida a finales del siglo, se ve mucho más frágil después de 1945. Con Bismarck, además, se fue a pique la característica filosofía de la historia elaborada en la Alemania del siglo XIX, a la que sus obras habían consolidado y que fue hasta nuestros días la ortodoxia en las escuelas alemanas.

¡Qué liberadora filosofía fue ésa cuando se expresó por primera vez, recién nacida de la inspiración de Herder y Goethe, cuando las sombras de la ilustración se desvanecían ya en la primera aurora dorada del Romanticismo: ¡una filosofía que le devolvió la autonomía al pasado y nos dio nuestro concepto cabal de la cultura! A lo largo de un siglo, esta filosofía dominó toda la reflexión sobre la historia. Fuera de Alemania ─ en Suiza, en Rumania ─ sirvió de inspiración a algunos, de los más grandes historiadores. Pero en Alemania, donde el poder del Estado se arrogó los derechos de la cultura y donde más tarde una raza se hizo cargo de los derechos ya usurpados por el Estado, fue transformándose gradualmente; y aún en 1939, puesto que se mantenía fiel a su antiguo fundamento, seguía avanzando, y no sólo debido a vulgares propagandistas, sino a los más grandes y más refinados historiadores alemanes, que habrían de celebrar en la guerra victoriosa de Hitler la consumación de una misión histórica y de su propia filosofía de la historia. Si Hitler hubiera ganado la guerra, ¿podríamos dudar de que esa filosofía, que es hoy letra muerta, habría cobrado nuevas fuerzas, se habría convertido en la doctrina del continente?

No dudaría, entonces, en decir que entre 1940 y 1941 un simple accidente, que muy fácilmente pudiera haber ocurrido, no sólo habría revertido el final de la guerra y transformado, en consecuencia, la faz del mundo, sino que habría impuesto además una nueva síntesis de ideas y de poder, creando un nuevo contexto lo mismo para la política que para el pensamiento. Dicha síntesis, una vez creada, podría haber durado generaciones enteras, como lo ha hecho la síntesis comunista que, a su vez, y por el mismo accidente, habría sufrido el destino del nazismo: habría sido desmantelada totalmente, para no ser jamás reconstruida en la misma forma. Esta reflexión, muy simple, no puede sino afectar nuestras ideas acerca del proceso histórico.

Cuando Pascal escribió que si la nariz de Cleopatra hubiera sido un poco más larga la faz de la tierra habría cambiado, estaba cayendo en una retórica sin fundamento, que cualquier historiador riguroso debería deplorar. Con todo, no puedo sino pensar que si el 23 de octubre de 1940, en Hendaya, el general Franco hubiera sustituido efectivamente un monosílabo por otro ─ si en lugar de no hubiera dicho si ─ nuestro mundo sería del todo diferente: el presente, el pasado y el futuro habrían cambiado por igual. Pero una vez que hubiera cambiado, nadie se habría demorado en ese pequeño episodio. La victoria de los alemanes se habría atribuido, así, no a dichas causas sin importancia, sino a la necesidad histórica.

Después de 1945, por supuesto, las viejas doctrinas se restablecieron. Una vez que Hitler hubo perdido la guerra, se dijo que nunca hubiera podido ganarla. Había cometido la insensatez de desafiar a las grandes potencias del futuro. Había intentado detener el progreso de la humanidad y desviar el curso de la historia mundial. Era, evidentemente, un lunático condenado al fracaso. La historia mundial, que es lo que más tarde sabemos de lo ocurrido, tiene siempre, por definición, la última palabra.

Esta doctrina restaurada fue expresada, en una forma artificiosa y lapidaria, por un distinguido historiador: el señor E.H. Carr, en una serie de conferencias pronunciadas en Cambridge en 1961 y publicadas, ese mismo año, con el título ¿Qué es la historia? Según Carr, la historia es el registro de lo que la gente hizo, no de lo que dejó de hacer. Se refirió con cierto desdén a quienes se interesan por los callejones sin salida y los "podría haber sido" de la historia. Que esto no es una simple boutade, lo muestra la misma obra de Carr, en la que la doctrina del progreso, y su identificación con la causa de veras triunfante, están elegantemente expuestas. Vemos a Napoleón arrastrar "los milenarios despojos del feudalismo", y a los infortunadas rivales de Lenin destinados ignominiosamente al basurero de la historia: "El único camino digno para el historiador", dice provocativamente Carr, "es escribir como si lo que pasó hubiera estado de hecho obligado a pasar, y como si su deber consistiera simplemente en explicar qué pasó y por qué". Quienes se entretienen en "juegos de salón" con los "podría haber sido" de la historia no pueden, piensa Carr, ser historiadores serios o siquiera hombres honestos. Pueden pensar que están interesados en la verdad, pero en realidad están buscando compensar desilusiones o fracasos personales. Ellos mismos están ya, en verdad, en el basurero de la historia, y el basurero nos llama al basurero con voz débil y lastimosa. Así pues, no perdamos el tiempo: no forcemos nuestros oídos para captar esas lánguidas voces desfallecientes, que se ahogan en lágrimas y entre la basura. Pero Carr es aún más lacónico: "librémonos de una vez por todas de estos arenques ahumados".

Ninguna frase, creo, fue más un agravio para mis propias creencias que la frase sobre los "pudo haber sido" de la historia. Estoy de acuerdo, por supuesto, en que algunas especulaciones históricas son inútiles y en que algunas pueden reflejar una nostalgia personal. Pero en cualquier momento dado de la historia hay alternativas reales, y descontarlas como irreales porque no se cumplieron ─ en palabras de Carr: porque fueron "clausuradas por el fait accompli" ─ es sacar a la realidad de la situación. ¿Cómo podemos "explicar lo que ocurrió, y el por qué", si sólo miramos lo que ocurrió y no consideramos nunca las alternativas, la configuración de todas las fuerzas que intervinieron para crear el acontecimiento?

Tomemos el caso de las revoluciones. Todos conocemos las revoluciones que ha habido. ¿Cómo hemos de "explicarlas", sin embargo, si no podemos compararlas con las que no ha habido ─ es decir, con esos momentos de la historia en que hubo circunstancias y fuerzas similares y, aún así, no estalló la revolución? Sostener que "lo que ocurrió tenía que ocurrir" es dar por supuesta la razón por la cual ocurrió y, de golpe, privar a la historia tanto de sus lecciones como de su vida.

En 1646 el Parlamento inglés había ganado la guerra contra Carlos I. El poeta republicano Tom May, al que el Parlamento acababa de nombrar su historiador oficial, expresó una opinión que muchos historiadores han repetido después: la revolución había estado siempre obligada a ocurrir. Había estado gestándose, escribió, desde los últimos años de la reina Isabel y era claramente perceptible, en el fondo, bajo la paz aparente de la época de Carlos I. Los elegantes ideólogos puritanos, que ya entonces habían entrado en el juego, confirmaron esta opinión. Invocando las matemáticas místicas de la ciudad celestial, declararon que las contiendas políticas de Inglaterra habían sido anunciadas veladamente por los profetas de Israel, y que el resultado de la batalla de Marston Moor ─ una maldita cosa tremendamente reñida, en opinión de los participantes ─ podía leerse en los misterios del Libro de Daniel y en el Apocalipsis. Pero un historiador más grande que Tom May pensaba de manera diferente. "No soy", escribió el monárquico Clarendon, "tan perspicaz como los que han visto maquinarse esta rebelión desde la muerte de la reina Isabel, y quizá incluso desde antes", e insistió en que en muchos momentos, sobre todo en 1641, los políticos podrían haber evitado "esta rebelión innecesaria", si hubieran actuado con prudencia. Quizá estaba en lo correcto. ¿Tenemos derecho a negar esa posibilidad, cuando han pasado tres siglos? Y entonces, quizá, el tiempo habría gastado esas fantasías milenaristas, que permanecerían enterradas en la obsoleta subcultura de los fundamentalistas puritanos que miraron hacia atrás hasta que, con el paso de una generación, cayeron sin ser notadas, como tantas otras disparatadas fantasías, en el siempre abierto basurero de la historia.

¿Habría podido evitarse la revolución en Inglaterra en aquellos años, como se evitó después de 1840 ─ cuando no ocurrió? ¿Estaban Carlos I y Jaime II destinados a fracasar? ¿Habría podido un rey más juicioso que ellos conservar o restaurar la monarquía autoritaria en Inglaterra, como se hizo en tantos otros países de Europa? Sus contemporáneos pensaron que podían hacerlo; ¿por qué habríamos de negarlo nosotros? Entre 1630 y 1640 Inglaterra llegó a acostumbrarse a un régimen conciliar. Algo que sin duda no le gustó a los viejos parlamentarios: tampoco le había gustado a los Estados Germánicos el nuevo gobierno centralizado en Bavaria y Austria. Pero una nueva generación aceptó el cambio. Según Brunton y Pennington, en 1640 los oponentes de Carlos I eran, en promedio, once años más viejos que los miembros monárquicos del Parlamento. Pocos años más tarde, la balanza se habría inclinado definitivamente. Con lo cual, ya que el poder es un imán como ningún otro, ¿no podrían haberse adaptado a él y a su nueva confliguración los líderes de la sociedad?

Algo parecido ocurrió poco después de 1680. Para entonces, la monarquía autoritaria, sólidamente basada en la alianza entre el campo, la ciudad y la iglesia, parecía casi un hecho. Si Jaime II hubiera puesto, como hizo su hermano, a la política por encima de la religión ─ si no hubiera roto caprichosamente el pacto entre la Iglesia y los hacendados ─ probablemente la "reacción de los Estuardo" no habría cobrado importancia, ni habría echado raíces. ¿No habrían vuelto entonces los ilustres Whig de Inglaterra, como los ilustres hugonotes de Francia, a adorar el sol naciente? En lugar de una "ascendencia Whig" hubiéramos tenido un "despotismo ilustrado", y los historiadores explicarían que también eso era inevitable.

Si queremos estudiar la historia como una materia viva y no sólo como un colorido desfile, una crónica de la antigüedad o un dogmático sumario, no debemos perdemos de ningún modo en especulaciones estériles, pero debemos darle su lugar a la imaginación. La historia no es únicamente lo que ocurrió: es lo que ocurrió en el contexto de lo que pudo haber ocurrido. Hay que tener en cuenta, entonces, como un elemento indispensable, las alternativas, los "podría haber sido". Puede que ahora estén en el basurero; ahí mismo han ido a parar, sin embargo, quienes los desecharon. Por lo demás, ¿quién puede decir con seguridad cuáles se quedarán fuera del juego? Después de lavarse las manos, Pilatos creyó seguramente que cierto episodio había sido "cerrado por el fait accompli"; pasarían tres siglos antes de que los romanos cultos reconocieran que había sido él, y no Jesús, quien había perdido la partida.

Es un error confundir los hechos con las causas y suponer que el historiador puede explicado todo limitando su interés a "lo que ocurrió". ¿ Por qué tendríamos que suponer que todas las respuestas están contenidas en los hechos? Hay hechos que no son causas, y causas que no son hechos. Las ideas y los mitos son fuerzas poderosas de la historia. También son meros estados de ánimo: los hechos objetivos pueden ser los mismos en dos coyunturas históricas, pero diferente la atmósfera moral. Hay, entonces, esas "ocasiones perdidas": coyunturas históricas en las que las grandes aspiraciones parecen a punto de realizarse, sólo para ser sorprendidas ─ quizá no inevitablemente, quizá por un accidente o una tontería de los hombres ─ por una realidad muy distinta. Pienso en ese verano de 1641 en Inglaterra, cuando parecía haberse llegado a un acuerdo, a la base de una nueva reforma pacífica: cuando John Milton y Stephen Marshall saludaron "el verdadero jubileo y resurrección del Estado"; pienso, también, en el comienzo de la Revolución Francesa, cuando Wordsworth pensó que estar vivo era una dicha; y en ese momento de la historia de los Países Bajos, después de la pacificación de Ghent, que tan brillantemente ha reconstruido Frances Yates. Todas esas ocasiones de esperanza estaban perdidas: pero ¿estaban necesariamente perdidas? ¿No hay otras semejantes que se hayan ganado? Ignorar tales ocasiones perdidas, borrarlas impacientemente del libro de la historia como si simplemente no hubieran ocurrido, es no sólo un error, sino un error craso. Un error porque, aun cuando se frustraron, explican los motivos de los personajes de la historia y encierran una lección histórica; un error craso, además, porque hay en ellos una realidad más profunda: habría que ser insensibles y filisteos para ignorarla. Aunque políticamente estériles, han contribuido, más que cualquier simple hecho, al arte y a la literatura, que son el depósito siempre valioso de la historia del pasado.

Sólo si nos colocamos ante las opciones del pasado como ante las del presente; sólo si vivimos por un momento como vivía el hombre de la época, en su contexto todavía cambiante y entre sus problemas todavía no resueltos; si vemos que se nos vienen encima esos problemas, así como los recordamos cuando han pasado, sólo entonces podremos sacar lecciones provechosas de la historia. Eso quería decir la famosa frase de Ranke ─ el joven Ranke, aún no corrompido por el determinismo filosófico de Berlin ─, que ha sido tantas veces citada, y casi siempre mal empleada: Wie es eigentlich gewesen [como era realmente].

Es necesario un esfuerzo de la imaginación para restituir al pasado sus incertidumbres perdidas, para volver a abrir, así sea por un instante, las puertas que el fait accompli había cerrado. Pero es sin duda un esfuerzo necesario si queremos ver la historia como algo real y no simplemente como un útil esquema. Pues ¡cuántas veces se ha burlado la historia de sus "científicos" profetas! ¡Cuántas veces su curso verdadero se ha derivado no de los acontecimientos patentes sino de fuentes ocultas, inadvertidas! Para quienes sostienen que el curso de la historia puede predecirse, y no sólo en la forma más general y condicionada, me gustaría plantear una pregunta muy sencilla. Que se imaginen en algún momento de su vida, no muy lejano, del que aún conserven memoria, y digan honestamente si entonces hubieran podido predecir lo que de hecho sucedió: los acontecimientos de su propia vida, su propia experiencia. Tomemos como punto de referencia el año de 1945. En 1945 cualquiera podría haber predicho la rivalidad de las dos superpotencias: los Estados Unidos y Rusia. La habían previsto, después de todo, Tocqueville y otros cien años antes. Pero ¿quién hubiera predicho que Alemania seguiría dividida treintaicinco años después de su derrota?, ¿que Berlín seguiría siendo una isla dividida, en un mar comunista?, ¿que habría una base rusa frente a las costas de Florida?, ¿y que países enteros de África serían conquistados por el ejército de esa isla del Caribe?

O, para ir un poco más lejos, tomemos el año de 1910. El 1910 cualquiera podría haber predicho una guerra mundial provocada por el poder militar e industrial de los alemanes Pero ¿podría alguien haber previsto las consecuencias de semejante guerra: el hundimiento de tres grandes imperios la revolución bolchevique, el ascenso del fascismo? Retrospectivamente, desde luego, podemos leer los signos, seleccionar las pruebas y, con plena satisfacción, predecir lo que visiblemente había ocurrido. Pero ¿quien previó en su momento tales cosas, quién hubiera creído en ellas si las hubieran predicho? Hace un siglo, los geopolíticos podrían haber previsto la prolongada colonización que harían Rusia y los Estados unidos de los territorios deshabitados de Oriente y Occidente; pero ¿quién hubiera podido prever la más sorprendente colonización del Mediterráneo oriental: la creación del Estado de Israel? Puede gustarnos o no, podemos admirarla como la realización de un sueño romántico, una victoria de la fuerza de voluntad del hombre sobre las realidades obstinadas creadas para limitarla, o podemos deplorarla como la última cruzada de Occidente, la más reciente aventura del imperialismo occidental, en busca no de comercio sino de colonias, Lebenstraum [sonho]. Sin duda es en realidad ambas cosas. Pero no podemos negar que es una hazaña histórica extraordinaria. Qué lejos estaban los estadistas británicos que escucharon a sus primeros abogados de preveer las actuales consecuencias: la sustitución de un "hogar nacional" judío por un Estado nacional; la consecuente transformación del Medio Oriente; el incendio de todo el mundo árabe; grandes potencias, incluso superpotencias, obligadas a pagar rescate por los fundamenta listas árabes en Libia y los revoltosos derviches en Irán. Pero, por otra parte, ¿quién hubiera podido prever entonces el terrible holocausto europeo que hizo posible esto?

Hace veinte años yo mismo estuve en Irán, y tuve oportunidad de visitar la ciudad sagrada de Qum, el lugar donde nació un mullah chiíta entonces desconocido, el ayatola Jomeini. Un nuevo pozo petrolero se había abierto recientemente cerca de Qum. Fui recibido ahí por el ingeniero encargado, un persa amabilísimo, educado en Occidente, que se alegraba de ese nuevo triunfo del progreso tecnológico. Con un entusiasmo creciente, enumeró los miles de barriles diarios que estaba produciendo entonces su desbordante pozo, y los cientos de miles que pronto produciría. Y, como el joven Macaulay, se vanagloriaba de la nueva sociedad moderna que ya veía crecer alrededor de esto: una torre saludaría a la otra en las colinas persas, y el desierto florecería como los pozos petroleros. En veinte años, dijo con orgullo, habremos creado un nuevo Irán, un nuevo iraní, y todos esos mullahs ─ y señaló despectivamente hacia la ciudad sagrada ─ habrán desaparecido: no tendrán nada que hacer aquí y ni siquiera serán imaginables en nuestro maravilloso nuevo mundo. Hoy, los veinte años han pasado. Me pregunto si este amable tecnólogo sigue con vida en Irán. De ser así, debe de estar muy sorprendido.

Pero no tiene de qué avergonzarse. La historia está llena de esas sorpresas, y a nadie sorprende más que a quienes creen haber descubierto su secreto: quienes creen saber, no por intuición sino científicamente, la dirección en que se mueve. Los calvinistas del siglo XVI eran esa clase de hombres. Creían que sabían. Apartándose de las dos ciencias más exactas de su época, las sagradas escrituras y las matemáticas, habían construido un gran sistema de la historia, cuyas operaciones futuras podían calcular. Al iniciarse el siglo XVII, esperaron confiadamente la realización de sus sueños ─ y, así lo imaginaban, de la voluntad de Dios. ¡No podían haber quedado más decepcionados! En unos cuantos años, su gran síntesis quedó en ruinas: restos de una máquina voladora compleja pero mal fabricada, sus partes aún útiles ─ relojes, compases y uno que otro instrumento ─, robadas, se destinaron a usos doméstico; su poderosa máquina teológica y sus gloriosas alas filosóficas, quemadas y en pedazos, se oxidan en alguna barranca de Bohemia. Tal es, generalmente, el destino de los grandes sistemas históricos. La Revolución Francesa tomó por sorpresa a los enciclopedistas del siglo XVIII. Los whigs del siglo XIX fueron sorprendidos por el ascenso del socialismo; los marxistas del siglo XX, por el del fascismo. La revolución islámica de nuestros días es, como el desarrollo del Estado de Israel, un fenómeno que podría haberse predicho, y sin duda los libros de texto no tardarán en hacerla aparecer como la cosa más obvia del mundo, Pero nunca lo predijeron esos historiadores científicos que tan confiadamente esperaron el futuro: habían imaginado insuficientemente el pasado, ¿Quiénes han vislumbrado entonces con mayor claridad el futuro, entre los historiadores? Irónicamente, aquellos que menos han creído en las profecías de la razón: aquellos que, al contemplar la historia del pasado, han reconocido las limitaciones del libre albedrío humano pero poniendo, al mismo tiempo, el mayor cuidado en respetar sus derechos; aquellos, también, que para dar su lugar a la actividad de la imaginación han preferido antes plantear que responder preguntas, antes sorprenderse que "explicar por qué". Eso que hemos llamado "la maravillosa sabiduría de Tucídides" seguirá leyéndose, aunque no ofrezca ningún sistema ni responda ninguna pregunta, mientras las "historias universales" de los grandes filósofos caen una tras otra en el olvido. Gibbon es el único que sobrevive entre los grandes historiadores "filosóficos", y no porque posea una sólida filosofía (que sin duda posee) sino porque su filosofía nunca forzó el paso. No negó nunca el poder del libre albedrío. Y, sobre todo, su imaginación se mantuvo siempre despierta.

Siempre que sus ojos se fijaban en un acontecimiento o una situación histórica, Gibbon dejaba a su pensamiento vagar por lejanos horizontes, imaginando analogías, contrastes, posibilidades, para concebir o corregir una generalización. ¿Se habrían salvado más íntegramente las obras de los clásicos de la antigüedad si en la Edad Media, en lugar de la técnica para trabajar la seda, se hubieran llevado de China a Europa las técnicas de impresión? ¿Deberíamos "temblar ante la idea" de que se hubieran perdido más enteramente si Bizancio hubiera caído antes en poder de los turcos? ¡Qué cerca hubiera estado Roma en el siglo VII, sin el valor de un Papa extraordinario, de caer en el olvido en que se han hundido Tebas, Babilonia y Cartago! ¡Con qué injusticia se ha acusado a los godos ─ "esos bárbaros inocentes" ─ de la ruina de la antigüedad! "¡Qué gran momento para los anales de la ciencia", cuando Alejandro rescató los registros astronómicos de Babilonia y, a solicitud de Aristóteles, los envió a los astrónomos de Grecia! ¡Qué justa, la comparación entre los bárbaros lombardos de la Edad Oscurantista y los abogados y clérigos del siglo XVII, por el tratamiento que daban a las brujas! ¡Qué fatales han sido los efectos a largo plazo de la conquista de Rusia por los mongoles, "la marca profunda y acaso indeleble que la servidumbre de dos siglos ha impreso en el carácter de los rusos"! Y cómo resistir la tentación de citar aquí esa visión de lo que habría sido el futuro si la batalla de Poitiers del siglo XVIII se hubiera resuelto de modo diferente: el avance del Islam hasta los límites de Polonia y las tierras altas de Escocia. "El Rhin no es más infranqueable que el Nilo y el Eufrates, y la flota árabe podría haber navegado sin librar combate hasta la desembocadura del Támesis. Quizá la interpretación del Corán se enseñaría ahora en las escuelas de Oxford, y la santidad y la verdad de las revelaciones de Mahoma se demostrarían desde sus púlpitos a un pueblo circuncidado". Quizá todavía es posible.

A fin de cuentas, es la imaginación del historiador, no sus estudios o su método (por necesarios que sean), lo que le hará percibir las fuerzas ocultas del cambio. Es eso, supongo, lo que Theodore Momsem quería decir cuando habló del poder adivinatorio del historiador, y eso lo que quería decir Jakob Burckhardt cuando habló de Ahnung: la contemplación, la capacidad de "ver el presente que descansa en el pasado". Burckhardt negaba que la historia fuera científica. No reconocía ninguna ordenada Weltgeschichte , ningún "plan del mundo", Se negó a hacer profecías como las que hacían sus contemporáneos alemanes. "Nos encantaría saber qué olas nos llevarán por el océano" del futuro inmediato, escribió en 1870, "pero nosotros mismos somos esas olas". Con todo, gracias a que combinaba maravillosamente la imaginación y la comprensión histórica, previó él solo lo que ni Ranke ni Marx ni ningún otro contemporáneo suyo pudo prever: la aparición, en medio de la decadente sociedad de la Europa liberal, del nuevo despotismo industrial del siglo XX y, especialmente, de la Alemania del siglo XX. Hace unos años publiqué un artículo en el que me referí, de pasada, a este contraste. Fui puntualmente criticado por un historiador marxista, quien replicó que Burckhardt había tenido simplemente un golpe de suerte: había dado en el blanco sin que ninguna ciencia lo respaldara y no podía compararse con el "científico" Marx.

Cualquiera que lea los escritos de Burckhardt, y pueda extraer la profunda filosofía que encierran y que sostiene esa convicción profundamente sentida, podrá decir si esa crítica es justa. En suma, no lamento haber hecho que la mayor parte de ustedes leyeran algo de Gibbon y que algunos probaran un poco de Burckhardt.

Tal es, creo, la imaginación de la que las obras y los estudios de historia habrán de requerir siempre. Ejercerla quizá no esté en la medida de nuestras posibilidades; pero aceptar su importancia y reconocerla cuando entra en juego es, creo, esencial si queremos mantener los estudios históricos entre las preocupaciones del hombre, si queremos mantenerlos con vida.

Dichas estas palabras, debo preparar mi partida, con permanente agradecimiento a esta Universidad, a la que debo un periodo bastante largo de mi educación, y a la Facultad que me ha tolerado y mantenido, y contento de saber que la cátedra que hoy dejo no ha sido congelada ni se ha declarado innecesaria, sino que va a ser ocupada por un historiador muy distinguido, que casualmente es además compañero de trabajo, un antiguo alumno y un viejo amigo. Me da gusto además observar, en el momento de mi partida, un caso de predicción histórica casi burckhardtiana. Hace veintitrés años tuve la mala fortuna de molestar, con un obiter dictum histórico, a ese gran defensor de la iglesia católica, el ya fallecido Evelyn Waugh. En el transcurso del debate público que siguió y que llegó a veces a ser algo áspero, ese vigoroso escritor, creyendo que había ganado alguna ventaja sobre mí, lanzó una exclamación de triunfo. "Un curso de honor", escribió, "se ha abierto para Trevor-Roper. Debe cambiar de nombre y buscar una forma de ganarse la vida en Cambridge". Este pequeño episodio se borró de mi memoria mucho tiempo, hasta que hace unas semanas fue evocado, afuera de la librería de Blackwell, por el profesor Momigliano, cuidadoso cronista de historia antigua. Lamento que Waugh no esté vivo para saborear esta pequeña victoria, que gustoso le concedería a quien tanto hizo por nuestra" rica y delicada lengua", el vehículo necesario y el único medio que tenemos para conservar, lo mismo la historia que la imaginación.

[Publicado em Vuelta 114, Maio 1986.]

23 de novembro de 2012

A controvérsia dos fins que justificam os meios

Carlos U Pozzobon

O julgamento do mensalão e a condenação dos envolvidos acendeu a discussão sobre uma questão que já tem quase um século. Um dos debates históricos mais importantes sobre a questão dos fins que justificam os meios foi travado por intelectuais como consequência do destino da revolução russa. Dois amigos participaram desse debate que os antagonizou e quase os separou: Victor Serge e Leon Trotsky.

Serge, nascido na Bélgica de pais russos emigrados e empobrecidos, foi um revolucionário de primeira hora nos acontecimentos de 1919 na Rússia. Expurgado e preso por Stalin, foi salvo da prisão por ninguém menos que André Gide, em sua viagem à URSS em 1936, e pelos acontecimentos subsequentes (ver artigo sobre André Gide neste blog).

Trostky havia deixado a Rússia em 1927, perseguido por Stalin em uma série de acontecimentos espetaculares. Ambos os amigos mantiveram correspondência de 1936 a 1940, a qual foi recolhida em museu da França e analisada por Richard Greeman.

A questão central para Serge era o destino totalitário da revolução russa. A revolução, que abrira as portas para a brutalidade, haveria de dar lugar ao mais astucioso e inescrupuloso de seus conspiradores, que para manter-se no poder liquidaria com todos os seus camaradas de forma constante e cruel. Para ele, a revolução perdera-se em 1919 e garantira seu destino burocrático na revolta do Kronstadt, em 1921. Era uma sublevação dos marinheiros de uma base naval situada a 55 km de São Petersburgo contra a carestia imposta pela revolução a Moscou e às demais cidades da grande Rússia. Para abastecer as forças revolucionárias, os dirigentes bolcheviques haviam confiscado os suprimentos que chegavam à cidade, provocando escassez generalizada de alimentos e forçando a população a um estado permanente de descontentamento e protestos.

Serge era mais intelectualizado, europeizado, e menos político, enquanto Trotsky era mais político do que intelectual, e mais russo do que europeu. Para Serge, os vícios do autoritarismo, fracionalismo, intrigas, manobras, estreiteza de visão e intolerância eram características do movimento revolucionário russo, que teriam se estendido até mesmo para a IV Internacional, afirmações que teriam ofendido Trotsky, especialmente para seu movimento recentemente criado. Não rompeu com Serge, devido à velha amizade, mas suas relações ficaram abaladas até sua morte em 1940.

A Oposição russa, no exílio, teve que analisar os acontecimentos que levaram aos resultados desastrosos da revolução russa. Os debates que empreenderam mostram como a política dos fins que justificam os meios danou todo o movimento comunista internacional, em todos os países e em todos os continentes em diferentes épocas, e sepultou o marxismo como alternativa de mudança social para sempre.

O que se sabe é que o descontentamento com a revolução russa era debitado na conta do “contra-revolucionário”. Com semelhante disposição sectária, a repressão foi se intensificando, e, para ser eficaz, instrumentalizando em organismo do novo estado com uma impunidade garantida pelo turbilhão dos acontecimentos, onde o ontem era rapidamente esquecido e posto de lado pela avalanche dos atropelos do novo dia.

Assim, o movimento dos marinheiros foi visto como contra-revolucionário, mas nada mais era do que um levante contra as condições de vida impostas pela revolução, que haveria de criar sua NEP (Nova Política Econômica), com a finalidade de aliviar a escassez de alimentos, justamente poucos dias depois de ter metralhado os insurgentes de Kronstadt. Para Victor Serge, estava mais do que evidente que o erro de Lênin abrira as comportas da total indiferença com os princípios do movimento operário que havia moldado o movimento revolucionário. Ademais, era comum a tentativa de justificação do banho de sangue com as mentiras habituais. Zinoviev, então membro do grupo dirigente da revolução, mentiu ao afirmar que o Kronstadt havia sido tomado por um general branco chamado Kozlowski, que estaria no comando dos marinheiros, para justificar o ataque. Emma Goldman e Alexandre Berkman, um casal de anarquistas americanos que estava presente na revolução e que mantinha contato com Serge, propô-se a mediar o conflito e foi rejeitada. Em seu “Minha Desilusão com a Rússia”, Emma Goldman analisa os acontecimentos, mostrando claramente que as advertências de que a invasão da fortaleza de Kronstadt iria manchar o movimento comunista internacional para sempre, não foram respeitadas pela direção, e Trotsky pessoalmente comandou o cerco e a invasão, com resultados avassaladores para qualquer espírito revolucionário que tivesse presenciado a sanha sanguinária dos bolcheviques. Não só foram feitas dezenas de execuções depois dos amotinados se renderem, como os marinheiros prisioneiros foram levados e executados semanas a fio sem qualquer clemência pelo exército de Trotsky.

A controvérsia do assunto vai longe. Quem comandava a polícia secreta bolchevique, chamada de Tcheca, era nada mais nada menos que o funesto Dzerjinski, que dizia não ter havido nenhum massacre. Trotsky se justificou atribuindo aos rebeldes o costumeiro chavão de serem pequeno-burgueses. Mas, para Serge, a questão era clara: a degeneração do bolchevismo já havia se iniciado ainda antes deste massacre, e mesmo achando que em linhas gerais o movimento estava certo, só se deu conta que a revolução estava condenada ao totalitarismo tempos depois, quando já era tarde. Em vez de estimularem a democracia entre os trabalhadores e a liberdade de pensamento, os bolcheviques partiram para a repressão às heresias, criando um sistema monolítico de partido único e uma estreita ortodoxia com o pensamento marxista. Haviam fechado 95% dos jornais da Rússia e a centralização do poder avançava em todos os ramos de atividades.

Estas controvérsias estavam presentes nos anos 30, especialmente porque Victor Serge era o tradutor para o francês do livro de Trotsky, chamado Sua Moral e a Nossa. Neste livro Trotsky defendia que “os fins justificavam os meios”, porém que certos meios são incompatíveis com a meta socialista de liberação humana. A publicação da obra na França veio acompanhada de uma resenha em que os argumentos de Trotsky eram ironizados com tiragens do tipo: “matar reféns adquire diferentes significados, conforme a ordem seja dada por Stalin ou Trotsky ou pela burguesia”.

Ao saber disso Trotsky ficou extremamente irritado a ponto de atribuir a frase ao próprio Serge, e num ímpeto escreveu um artigo chamando sem citar seu nome de “moralista e sicofanta contra o marxismo” e “vendedor ambulante de indulgências a seus aliados socialistas, ou o chupim em ninho estranho”. Depois de cartas de desculpas e subsequente amortecimento dos ânimos entre velhos amigos, Richard Greeman sintetizou: “deixando de lado a abusiva atribuição de Serge a um ponto de vista que não era seu, a lógica de Trotsky era perfeita. A luta de classes e sua expressão suprema, a guerra civil, é por necessidade brutal e destrutiva. A única questão moral que importa é ‘de que lado estás?’: do lado dos reacionários e exploradores que buscam preservar seus privilégios, ou do lado dos trabalhadores que lutam para dar a luz a uma nova sociedade? Tratar de adotar uma posição intermediária e criticar as ações dos revolucionários desde um ponto de vista da moralidade abstrata (‘matar é errado’) era absurdo. Cada bando usará seus meios à disposição para ganhar. Os que oscilam entre os dois campos pregando a moralidade só terão êxito impondo a moralidade desenhada para mantê-los passivos e pacientes em seus sofrimentos. Tal moralismo, arguia Trotsky... era uma ponte para a reação”.

Esta lógica poderia ser muito natural para o espírito revolucionário da época, mas ela não explica quase nada: novamente vem a questão reformulada com novo enfoque: se os fins são justificados pelos meios, quais são os meios que não podem ser usados para que não comprometam os fins? Ou melhor, quais os meios que destroem os fins?

Neste ponto, vendo em retrospectiva, Serge dizia que a criação da Tcheca em 1918 era antissocialista e ia contra a classe operária. Tinham criado o marco institucional sobre o qual Stalin iria galgar para estabelecer sua ditadura contra a revolução e os revolucionários. Mais que moral, o problema era político-institucional, histórico, mas Trotsky não se dava por vencido:

“Os julgamentos públicos são possíveis somente em um regime estável. A guerra civil é uma condição de extrema instabilidade da sociedade e do Estado. Assim como é impossível publicar nos periódicos os planos do Estado Maior, também é impossível revelar em julgamentos públicos as condições e circunstâncias das conspirações, já que estas se acham ligadas intimamente com o curso da guerra civil. Os julgamentos secretos, não há dúvida, aumentam enormemente as possibilidades de erro. Isto significa somente, podemos conceder rapidamente, que as circunstâncias da guerra civil não são muito favoráveis para o exercício da justiça imparcial”.

Serge rebateu dizendo que os erros da Tcheca de nenhum modo eram excessos inevitáveis que podiam ser atribuídos às condições da guerra civil. Somente um pequeno número de casos julgados tinha a ver com conspirações, e inclusive estes casos podiam ser conduzidos por cortes regulares, celebrando-se ‘in camera’, isto é, em confidencialidade, quando fosse necessário. A maioria dos casos reprimidos com tortura, execução e espancamentos, quando não fuzilamentos sumários praticados pela Tcheca, estava relacionado à indisciplina, protestos, opiniões contra o governo, diferenças ideológicas, demonstrações que acabavam em uma repressão completamente descabida. Os acusados não tinham direito à defesa, a serem ouvidos nem vistos. Com estas condições, tudo o que caía na rede era considerado conspiração, espionagem ou o que estivesse na ordem do dia. Ou seja, estas mesmas técnicas foram usadas mais tarde para destruir os velhos revolucionários e tudo o que parecesse contra-revolucionário por Stalin.

“Não teria aumentado sua própria popularidade a revolução, se desmascarasse publicamente seus inimigos para que todos vissem?” perguntava-se Serge. Trotsky respondia que em uma revolução o estado das massas é cambiante e, portanto, o democratismo pode ser fatal para a vitória. Mas Serge devolvia o argumento dizendo que o estado do grupo dirigente também é cambiante e que ele pode justificar cada vez mais repressão com base na aceitação de fatos passados, criando uma espiral de violência sem controle. “O partido em 1921 não era mais o partido de 1917”, dizia ele. A conclusão a que se chega sobre os eventos da revolução russa é que se a ditadura (do proletariado) preservava a Rússia dos perigos da contra-revolução “burguesa”, também assentava as bases para a contra-revolução burocrática que iria acabar com ela. Ou se confiava nas massas, e teria que administrar o ambiente volúvel e caótico da insurgência, incluindo a perda de supremacia política, ou se abririam as comportas para o totalitarismo – e foi o que aconteceu. A revolução fracassou por não saber lidar com o próprio povo a quem queria salvar. E as bases para a derrota foi a adoção de quaisquer meios para fins que nunca chegaram. A permanência do czarismo não teria sido tão danosa para o futuro da Rússia comparado com a destruição humana causada pelo bolchevismo. Pelo talento conhecido e comprovado do povo russo, o país estava destinado a ser um dos maiores artífices da evolução tecnológica, cultural e artística do século XX. A revolução não só colocou tudo a perder, como transformou um povo inteiro em zumbis de uma tirania que consumiu 5 gerações.


Minha Desilusão na Rússia

20 de novembro de 2012

Vargas Llosa: El Elefante y la Cultura

Cuenta el historiador chileno Claudio Véliz que, a la llegada de los españoles, los indios mapuches tenían un sistema de creencias que ignoraba los conceptos de envejecimiento y de muerte natural. Para ellos, el hombre era joven y eterno. La decadencia física y la muerte sólo podían resultar de la magia, las malas artes o las armas de los adversarios. Esta convicción, sencilla y cómoda, ayudó a los mapuches a ser los feroces guerreros que fueron. No los ayudó, en cambio, a forjar una civilización original.

La actitud de los viejos mapuches está lejos de ser un caso extravagante. En realidad, se trata de un extendido fenómeno. Atribuir la causa de nuestros infortunios o defectos a los demás ― al 'otro' ― es un recurso que ha permitido a innumerables sociedades e individuos, si no a librarse de sus males, por lo menos a soportarlos y a vivir con la conciencia tranquila. Enmascarada detrás de sutiles razonamientos, oculta bajo frondosas retóricas, esta actitud es la raíz, el fundamento secreto, de una remota aberración a la que el siglo XIX volvió respetable: el nacionalismo. Dos guerras mundiales y la perspectiva de una tercera y última, que acabaría con la humanidad, no nos han librado de él, sino, más bien, parecen haberlo robustecido.

¿En qué consiste el nacionalismo en el ámbito de la cultura? Básicamente, en considerar lo propio un valor absoluto e incuestionable y lo extranjero un desvalor, algo que amenaza, socava, empobrece o degenera la personalidad espiritual de un país. Aunque semejante tesis difícilmente resiste el más somero análisis y es fácil mostrar lo prejuiciado e ingenuo de sus argumentos, y la irrealidad de su pretensión ― la autarquía cultural ―, la historia nos muestra que arraiga con facilidad y que ni siquiera los países de antigua y sólida civilización están vacunados contra ella. Sin ir muy lejos, la Alemania de Hitler, la Italia de Mussolini, la Unión Soviética de Stalin, la España de Franco, la China de Mao practicaron el "nacionalismo cultural", intentando crear una cultura incomunicada, y defendida de los odiados agentes corruptores ― el extranjerismo, el cosmopolitismo ― mediante dogmas y censuras. Pero en nuestros días es sobre todo en el Tercer Mundo, en los países subdesarrollados, donde el nacionalismo cultural se predica con más estridencia y tiene más adeptos. Sus defensores parten de un supuesto falaz; que la cultura de un país es, como las riquezas naturales y las materias primas que alberga su suelo, algo que debe ser protegido contra la codicia voraz del imperialismo, y mantenido estable, intacto e impoluto pues su contaminación con lo foráneo lo adulteraría y envilecería. Luchar por la 'independencia cultural', emanciparse de la 'dependencia cultural extranjera' a fin de 'desarrollar nuestra propia cultura' son fórmulas habituales en la boca de los llamados progresistas del Tercer Mundo. Que tales muletillas sean tan huecas como cacofónicas, verdaderos galimatías conceptuales, no es obstáculo para que resulten seductoras a mucha gente, por el airecillo patriótico que parece envolverlas. (Y en el dominio del patriotismo, ha escrito Borges, los pueblos sólo toleran afirmaciones). Se dejan persuadir por ellas, incluso, medios que se sienten invulnerables a las ideologías autoritarias que las promueven. Personas que dicen creer en el pluralismo político y en la libertad económica, ser hostiles a las verdades únicas y a los estados omnipotentes o omniscientes, suscriben, sin embargo, sin examinar lo que ellas significan, las tesis del nacionalismo cultural. La razón es muy simple: el nacionalismo es la cultura de los incultos y éstos son legión.


Hay que combatir resueltamente estas tesis a las que, la ignorancia de un lado y la demagogia de otro, han dado carta de ciudadanía, pues ellas son un tropiezo mayor para el desarrollo cultural de países como el nuestro. Si ellas prosperan jamás tendremos una vida espiritual rica, creativa y moderna, que nos exprese en toda nuestra diversidad y nos revele lo que somos nosotros mismos y ante los otros pueblos de la tierra. Si los propagadores del nacionalismo cultural ganan la partida y sus teorías se convierten en política oficial del 'ogro filantrópico' ― como ha llamado Octavio Paz al Estado de nuestros días ― el resultado es previsible: nuestro estancamiento intelectual y científico y nuestra asfixia artística, eternizarnos en una minoría de edad cultural y representar, dentro del concierto de las culturas de nuestro tiempo, el anacronismo pintoresco, la excepción folklórica, a la que los civilizados se acercan con despectiva benevolencia Sólo por sed de exotismo o nostalgias de la edad bárbara.

En realidad no existen culturas 'dependientes' y 'emancipadas' ni nada que se les parezca. Existen culturas pobres y ricas, arcaicas y modernas, débiles y poderosas. Dependientes lo son todas inevitablemente. Lo fueron siempre, pero lo son más ahora, en que el extraordinario adelanto de las comunicaciones ha volatizado las barreras entre las naciones y hecho a todos los pueblos copartícipes inmediatos y simultáneos de la actualidad. Ninguna cultura se ha gestado, desenvuelto y llegado a la plenitud sin nutrirse de otras y sin, a su vez, alimentar a las demás, en un continuo proceso de préstamos y donativos, influencias recíprocas y mestizajes, en el que sería dificilísimo averiguar qué corresponde a cada cual. Las nociones de 'lo propio' y 'lo ajeno' son dudosas, por no decir absurdas, en el dominio cultural. En el único campo en el que tienen asidero ― el de la lengua ― ellas se resquebrajan si tratamos de identificarlas con las fronteras geográficas y políticas de un país y convertirlas en sustento del nacionalismo cultural. Por ejemplo ¿es 'propio' o es 'ajeno' para los peruanos el español que hablamos junto con otros trescientos millones de personas en el mundo? Y, entre los quechua hablantes de Perú, Bolivia y Ecuador ¿quiénes son los legítimos propietarios de la lengua y la tradición quechua y quienes los 'colonizados' y 'dependientes' que 'deberían emanciparse de ellas? A idéntica perplejidad llegaríamos si quisiéramos averiguar a qué nación corresponde patentar como aborigen el monólogo interior, ese recurso clave de la narrativa moderna. ¿A Francia, por Edouard Dujardiez, el mediocre novelista que fue el primero en usarlo? ¿A Irlanda, por el célebre monólogo de Molly Bloom en el Ulises de Joyce que lo entronizó en el ámbito literario? ¿O a Estados Unidos donde, gracias a la hechicería de un Faulkner, adquirió flexibilidad y suntuosidad insospechadas? Por este camino ― el del nacionalismo ― se llega en el campo de la cultura, tarde o temprano, a la confusión y al disparate.

Lo cierto es que en este dominio, aunque parezca extraño, lo propio y lo ajeno se confunden y la originalidad no está reñida con las influencias y aun con la imitación y hasta el plagio y que el único modo en que una cultura puede florecer es en estrecha interdependencia con las otras. Quien trata de impedirlo no salva la 'cultura nacional': la mata.

Unos ejemplos de lo que digo, tomados del quehacer que me es más afín: el literario. No es difícil mostrar que los escritores latinoamericanos que han dado a nuestras letras un sello más personal fueron, en todos los casos, aquellos que mostraron menos complejos de inferioridad frente a los valores culturales forasteros y se sirvieron de ellos a sus anchas y sin el menor escrúpulo a la hora de crear. Si la poesía hispanoamericana moderna tiene una partida de nacimiento y un padre, ellos son el modernismo y su fundador: Rubén Darío ¿Es posible concebir un poeta más 'dependiente' y más 'colonizado' por modelos extranjeros que este nicaragüense universal? Su amor desmedido y casi patético por los simbolistas y parnasianos franceses, su cosmopolitismo vital, esa beatería enternecedora con que leyó, admiró y se empeñó en aclimatar a las modas literarias del momento su propia poesía, no hicieron de ésta un simple epígono, una 'poesía subdesarrollada y dependiente'. Todo lo contrario. Utilizando con soberbia libertad, dentro del arsenal de la cultura de su tiempo, todo lo que sedujo su imaginación, sus sentimientos y su instinto, combinando con formidable irreverencia esas fuentes disímiles en las que se mezclaban la Grecia de los filósofos y los trágicos con la Francia licenciosa y cortesana del siglo XVIII y con la España del Siglo de Oro y con su experiencia americana, Rubén Darío llevó a cabo la más profunda revolución experimentada por la poesía española desde los tiempos de Góngora y Quevedo, rescatándola del academicismo en que languidecía e instalándola de nuevo, como cuando los poetas españoles del XVI y el XVII, a la vanguardia de la modernidad.

El caso de Darío es el de casi todos los grandes artistas y escritores; es el de Machado de Assis, en el Brasil, que jamás hubiera escrito su hermosa comedia humana sin haber leído antes la de Balzac; el de Vallejo en el Perú, cuya poesía .aprovechó todos los' ismos' que agitaron la vida literaria en América Latina y en Europa entre las dos guerras mundiales, y es, en nuestros días, el caso de un Octavio Paz en México y el de un Borges en Argentina. Detengámonos un segundo en este último. Sus cuentos, ensayos y poemas son, seguramente, los que mayor impacto han causado en otras lenguas de autor contemporáneo de nuestro idioma y su influencia se advierte en escritores de los países más diversos. Nadie como él ha contribuido tanto a que nuestra literatura sea respetada como creadora de ideas y formas originales. Pues bien: ¿hubiera sido posible la obra de Borges sin 'dependencias' extranjeras? ¿Nos llevaría el estudio de sus influencias por una variopinta y fantástica geografía cultural a través de los continentes, las lenguas y las épocas históricas? Borges es un diáfano ejemplo de cómo la mejor manera de enriquecer con una obra original la cultura de la nación en que uno ha nacido y el idioma en el que escribe es siendo, culturalmente, un ciudadano del mundo.


II

La manera como un país fortalece y desarrolla su cultura es abriendo sus puertas y ventanas, de par en par, a todas las corrientes intelectuales, científicas y artísticas, estimulando la libre circulación de las ideas, vengan de donde vengan, de manera que la tradición y la experiencia propias se vean constantemente puestas a prueba, y sean corregidas, completadas y enriquecidas por las de quienes, en otros territorios y con otras lenguas, y diferentes circunstancias, comparten con nosotros las miserias y las grandezas de la aventura humana. Sólo así, sometida a ese reto continuo, será nuestra cultura auténtica, contemporánea y creativa, la mejor herramienta de nuestro progreso económico y social.

Condenar el 'nacionalismo cultural' como una atrofia para la vida espiritual de un país no significa, por supuesto, desdeñar en lo más mínimo las tradiciones y modos de comportamiento nacionales o regionales ni objetar que ellos sirvan, incluso de manera primordial, a pensadores, artistas, técnicos e investigadores del país para su propio trabajo. Significa, únicamente, reclamar, en el ámbito de la cultura, la misma libertad y el mismo pluralismo que deben reinar en lo político y en lo económico en una sociedad democrática. La vida cultural es más rica mientras es más diversa y mientras más libre e intenso es el intercambio y la rivalidad de ideas en su seno.

Los peruanos estamos en una situación de privilegio para saberlo, pues nuestro país es un mosaico cultural en el que coexisten o se mezclan 'todas las sangres', como escribió Arguedas: las culturas prehispánicas y España y todo el occidente que vino a nosotros con la lengua y la historia española; la presencia africana, tan viva en nuestra música; las inmigraciones asiáticas y ese haz de comunidades amazónicas con sus idiomas, leyendas y tradiciones. Esas voces múltiples expresan por igual al Perú, 'país plural, y ninguna tiene más derecho que otra a atribuirse mayor representatividad. En nuestra literatura advertimos parecida abundancia. Tan peruano es Martín Adán, cuya poesía no parece tener otro asiento ni ambición que el lenguaje, como José María Eguren, que creía en las hadas y resucitaba en su casita de Barranco a personajes de los mitos nórdicos, o como José María Arguedas que transfiguró el mundo de los Andes en sus novelas, o como César Moro que escribió sus más bellos poemas en francés. Extranjerizante a veces y a veces folklórica, tradicional con algunos y vanguardista con otros, costeña, serrana o selvática, realista y norteamericanizada, en su contradictoria factura ella expresa esa compleja y múltiple verdad que somos. Y la expresa porque nuestra literatura ha tenido la fortuna de desenvolverse con una libertad de la que no hemos disfrutado siempre los peruanos de carne y hueso. Nuestros dictadores eran incultos que privaban de la libertad a los hombres, rara vez a los libros. Pero eso pertenece al pasado. Las dictaduras de ahora son ideológicas y quieren dominar también los espíritus. Para eso se valen de pretextos, como el de que la cultura nacional debe ser protegida contra la infiltración foránea. No lo admitamos. No admitamos que, con el argumento de defender la' cultura contra el peligro de 'desnacionalización', los gobiernos establezcan sistemas de control del pensamiento y la palabra que, en verdad, no persiguen otro objetivo que impedir las críticas. No admitamos que, con el cuento de preservar la pureza o la salud ideológica de la cultura, el Estado se atribuya una función rectora y carcelera del trabajo intelectual y artístico de un país. Cuando esto ocurre, la vida cultural queda atrapada en la camisa de fuerza de una burocracia y se anquilosa [paralisa] sumiendo a la sociedad en el letargo espiritual.

Para asegurar la libertad y el pluralismo cultural es preciso fijar claramente la función del Estado en este campo. Esta función sólo puede ser la de crear las condiciones más propicias para la vida cultural y la de inmiscuirse lo menos posible en ella. El Estado debe garantizar la libertad de expresión y libre tránsito de las ideas, fomentar la investigación y las artes, garantizar el acceso a la educación y a la información de todos, pero no imponer ni privilegiar doctrinas, teorías o ideologías, sino permitir que éstas florezcan y compitan libremente. Ya sé que es difícil y casi utópico conseguir esa neutralidad frente a la vida cultural del Estado de nuestros días, ese elefante tan grande y tan torpe que con sólo moverse causa estragos. Pero si no conseguimos controlar sus movimientos y reducirlos al mínimo indispensable acabará pisoteándonos y devorándonos.

No repitamos, en nuestros días, el error de los indios mapuches, combatiendo supuestos enemigos extranjeros sin advertir que los principales obstáculos que tenemos que vencer están entre o dentro de nosotros mismos. Los desafíos que debemos enfrentar, en el campo de la cultura, son demasiado reales y grandes para, además, inventarnos dificultades imaginarias como las de potencias forasteras empeñadas en agredimos culturalmente y en envilecer nuestra cultura. No sucumbamos ante esos delirios de persecución ni ante la demagogia de los politicastros incultos, convencidos de que todo vale en su lucha por el poder y que, si llegaran a ocuparlo, no vacilarían, en lo que concierne a la cultura, en rodearla de censuras y asfixiarla con dogmas para, como el Calígula de Albert Camus, acabar con los contradictores y las contradicciones. Quienes proponen esas tesis se llaman a sí mismos, por una de esas vertiginosas sustituciones mágicas de la semántica de nuestro tiempo, 'progresistas'. En realidad, son los retrógrados y oscurantistas contemporáneos, los continuadores de esa sombría dinastía de carceleros del espíritu, como los llamó Nietzsche, cuyo origen se pierde en la noche de la intolerancia humana, y en la que destacan, idénticos y funestos a través de los tiempos, los inquisidores medievales, los celadores de la ortodoxia religiosa, los censores políticos y los comisarios culturales fascistas y estalinistas.

Además del dogmatismo y la falta de libertad, de las intrusiones burocráticas y los prejuicios ideológicos, otro peligro ronda el desarrollo de la cultura en cualquier sociedad contemporánea: la sustitución del producto cultural genuino por el producto seudo-cultural que es impuesto masivamente en el mercado a través de los grandes medios de comunicación. Esta es una amenaza cierta y gravísima y sería insensato restarle importancia. La verdad es que estos productos seudo-culturales son ávidamente consumidos y ofrecen a una enorme masa de hombres y mujeres un simulacro de vida intelectual, embotándoles la sensibilidad, extraviándoles el sentido de los valores artísticos y anulándoles para la verdadera cultura. Es imposible que un lector cuyo gusto literario se ha establecido leyendo a Corín Tellado aprecie a Cervantes o a Cortázar, o que otro que ha aprendido todo lo que cabe en el Reader's Digest, haga el esfuerzo necesario para profundizar en un área cualquiera del conocimiento, y que mentes condicionadas por la publicidad se atrevan a pensar por cuenta propia. La chabacanería [grosseria] y el conformismo, la chatura intelectual y la indigencia artística, la miseria formal y moral de estos productos seudo-culturales afectan profundamente la vida espiritual de un país. Pero es falso que este sea un problema infligido a los países subdesarrollados por los desarrollados. Es un problema que unos y otros compartimos, que resulta del adelanto tecnológico de las comunicaciones y del desarrollo de la industria cultural, y al que ningún país del mundo, rico o pobre, adelantado o atrasado, ha dado aún solución. En la culta Inglaterra el escritor más leído no es Antony Burgess ni Graham Green sino Bárbara Cartland y las telenovelas que hacen las delicias del público francés son tan ruines como las mexicanas o norteamericanas. La solución de este problema no consiste, por supuesto en establecer censuras que prohíban los productos seudo-culturales y den luz verde a los culturales. La censura no es nunca una solución, o, mejor dicho, es la peor solución, la que siempre acarrea males peores que los que quiere resolver. Las culturas "protegidas ", se tiñen [tingem] de oficialismo y terminan adoptando formas más caricaturales y degradadas que las que surgen, junto con los auténticos productos culturales, en las sociedades libres.

Ocurre que la libertad, que en este campo es también, siempre, la mejor opción, tiene un precio que hay que resignarse a pagar. El extraordinario desarrollo de los medios de comunicación ha hecho posible, en nuestra época, que la cultura, que en el pasado fue, por lo menos en sus formas más ricas y elevadas, patrimonio de una minoría, se democratice y esté en condiciones de llegar, por primera vez en la historia, a la inmensa mayoría. Esta es una posibilidad que debe entusiasmamos. Por primera vez existen las condiciones técnicas para que la cultura sea de verdad popular. Es, paradójicamente, esta maravillosa posibilidad la que ha favorecido la aparición y el éxito de la industria masiva de productos semi-culturales. Pero no confundamos el efecto con la causa. Los medios de comunicación masivos no son culpables del uso mediocre o equivocado que se haga de ellos. Nuestra obligación es conquistarlos para la verdadera cultura, elevando mediante la educación y la información el nivel del público, volviendo a éste cada vez más riguroso, más inquieto y más crítico, y exigiendo sin tregua a quienes controlan estos medios ― el Estado y las empresas particulares ― una mayor responsabilidad y un criterio más ético en el empleo que les dan. Pero es, sobre todo, a los intelectuales, técnicos, artistas y científicos, a los productores culturales de todo orden, a quienes les incumbe una tarea audaz y formidable: asumir nuestro tiempo, comprender que la vida cultural no puede ser hoy, como ayer, una actividad de catacumbas, de clérigos encerrados en conventos o academias, sino algo a lo que puede y debe tener acceso el mayor número. Esto exige una reconversión de todo el sistema cultural, que abarque desde un cambio de psicología en el productor individual, y de sus métodos de trabajo, hasta la reforma radical de los canales de difusión y medios de promoción de los productos culturales, una revolución, en suma de consecuencias difíciles de prever. La batalla será larga y difícil, sin duda, pero la perspectiva de lo que significaría el triunfo debería damos fuerza moral y coraje para librarla; es decir, la posibilidad de un mundo en el que, como quería Lautreamont para la poesía, la cultura sea por fin de todos, hecha por todos y para todos.

Publicado em Vuelta nr. 70 de setembro de 1982.

13 de novembro de 2012

Paz: Dostoievsky

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Dostoievski: el diablo y el ideólogo

Octavio Paz

Hace un siglo, el 28 de enero de 1881, murió Fedor Dostoievski. Desde entonces su influencia no ha cesado de crecer y extenderse; primero en su patria ― ya había alcanzado en vida la celebridad ―, después en Europa, América y Asia. Esta influencia no ha sido exclusivamente literaria sino espiritual y vital: varias generaciones han leído sus novelas no como ficciones sino como estudios sobre el alma humana y cientos de miles de lectores en todo el mundo han conversado y discutido silenciosamente con sus personajes, como si fuesen viejos conocidos. Su obra ha marcado a espíritus tan diversos como Nietzsche y Gide. Faulkner y Camus; en México dos escritores lo leyeron con pasión, sin duda porque pertenecían a su misma familia intelectual y se reconocían en muchas de sus ideas y obsesiones: Vasconcelos y Revueltas. Es (o fue) un autor preferido por los jóvenes: todavía recuerdo las conversaciones interminables que sostenía, al finalizar el bachillerato, con algunos compañeros de clase, en caminatas que comenzaban al anochecer en San Ildefonso y terminaban, pasada la medianoche, en Santa María o en la Avenida de los Insurgentes, en busca del último tranvía. Iván y Dimitri Karamazov peleaban en cada uno de nosotros.

Nada más natural que aquel fervor: a pesar del siglo que nos separa, Dostoievski es nuestro gran contemporáneo. Muy pocos escritores del pasado poseen su actualidad: leer sus novelas es leer una crónica del siglo XX. Pero su actualidad no es la de la novedad intelectual o literaria. Por sus gustos y sus preocupaciones estéticas es un escritor de otra edad; es prolijo y, si no fuese por su humor, extrañamente moderno, muchas de sus páginas serían tediosas. Su mundo histórico no es el nuestro. El Diario de un escritor tiene muchas páginas que me repugnan por su esclavismo y antisemitismo. Sus tiradas antieuropeas me recuerdan, aunque son más inspiradas, los desahogos y resentimientos del nacionalismo mexicano e hispanoamericano. Su visión de la historia a veces es profunda pero también confusa: carece de esa comprensión del acontecimiento, a un tiempo rápida y aguda, que nos deleita, por ejemplo, en un Stendhal. Tampoco tuvo la mirada de un Tocqueville, que traspasa la superficie de una sociedad y de una época. No fue, como Tolstoy, un cronista épico. No nos cuenta lo que pasa sino que nos obliga a descender al subsuelo para que veamos qué es lo que está pasando realmente: nos obliga a vernos a nosotros mismos. Dostoievski es nuestro contemporáneo porque adivinó cuáles iban a ser los dramas y conflictos de nuestra época. Y lo adivinó no porque tuviese el don de la doble vista o fuese capaz de prever los sucesos futuros sino porque tuvo la facultad de penetrar en el interior de las almas.

Fue uno de los primeros ― tal vez el primero ― que se dio cuenta del nihilismo moderno. Nos ha dejado descripciones de ese fenómeno espiritual que son inolvidables y que, todavía, nos estremecen por su penetración y su misteriosa exactitud. El nihilismo de la Antigüedad estaba emparentado con el escepticismo y el epicureísmo; su ideal era una noble serenidad: alcanzar la ecuanimidad ante los accidentes de la fortuna. El nihilismo de la India antigua, que tanto impresionó a Alejandro y a sus acompañantes, según cuenta Plutarco, era una actitud filosófica no sin analogía con el pirronismo y que terminaba en la contemplación de la vacuidad. El nihilismo era, para Nagarjuna y sus seguidores, la antesala de la religión. Pero el nihilismo moderno, aunque también nace de una convicción intelectual, no desemboca ni en la impasibilidad filosófica ni en la beatitud de la ataraxia; más bien es una incapacidad para creer y afirmar algo, una falla espiritual más que una filosofía.

Nietzsche imaginó el advenimiento de un "nihilista completo", encarnado en la figura del Superhombre, que juega, danza y ríe en los giros del Eterno Retorno. La danza del Superhombre celebra la insignificancia universal, la evaporación del sentido y la subversión de los valores. Pero el verdadero nihilista, como lo vio con mayor realismo Dostoievski, no danza ni ríe: va de aquí para allá ― alrededor de su cuarto o, es igual para él, alrededor del mundo ― sin poder jamás descansar pero también sin poder hacer nada. Está condenado a dar vueltas, hablando con sus fantasmas. Su mal, como el de los libertinos de Sade o la acidia de los monjes medievales, atacados por el demonio de mediodía, es una continua insatisfacción, un no poder amar a nadie ni a nada, una agitación sin objeto, un disgusto ante sí mismo ― y un amor por sí mismo. El nihilista moderno, Narciso desdichado, mira en el fondo del agua su imagen rota en pedazos. La visión de su caída lo fascina: siente náuseas ante sí mismo y no puede apartar los ojos de sí. Quevedo adivinó su estado en dos líneas difíciles de olvidar:

las aguas del abismo
donde me enamoraba de mí mismo.

Stavrogin, el héroe de Demonios (aunque sea menos literal, la antigua traducción: Los poseídos, era más exacta), escribe a Daria Pavlovna, que lo amaba: "He puesto a prueba, en todas partes, mi fuerza ... Durante esas pruebas, ante mí mismo o ante los otros, esa fuerza se ha revelado siempre sin límites. Pero ¿a qué aplicarla? Esto es lo que nunca supe y lo que continúo sin saber, a pesar de todo el ánimo que quieres darme ... Puedo sentir el deseo de realizar una buena acción y esto me da placer; sin embargo, experimento el mismo placer ante el deseo de cometer una maldad ... Mis sentimientos son mezquinos, nunca fuertes ... Me lancé al libertinaje ... pero no amo ni me gusta el libertinaje... ¿ Crees, porque me amas, que podrás darle algún propósito a mi existencia? No seas imprudente: mi amor es tan mezquino como yo ... Tu hermano me dijo un día que aquel que ya no tiene lazos con la tierra, pierde inmediatamente a sus dioses, es decir, a sus designios. Se puede discutir de todo indefinidamente pero yo sólo puedo negar, negar sin la menor grandeza de alma, sin fuerza. En mí, la negación misma es mezquina. Todo es fofo, blanduzco mole. El generoso Kirilov no pudo soportar su idea y se voló la tapa de los sesos estourou os miolos ... Yo nunca podría perder la razón ni creer en una idea, como él ... Yo nunca, nunca, podría darme un tiro en la sien." ¿Cómo definir a esta situación? Desánimo, falta de ánima. Stavrogin: el desalmado.

Sin embargo, después de haber escrito esa carta, Stavrogin se ahorca en el desván. Ultima paradoja: el cordón era de seda y el suicida, previa y cuidadosamente, lo había untado de jabón. La grandeza del nihilista no reside ni en su actitud ni en sus ideas sino en su lucidez. Su claridad lo redime de lo que Stavrogin llamaba su bajeza o mezquindad. ¿O el suicidio, lejos de ser una respuesta, es otra prueba? Si es así, es una prueba insuficiente. No importa: el nihilista es un héroe intelectual pues se atreve a penetrar en su alma dividida, a sabiendas de que se trata de una exploración sin esperanza. Nietzsche diría que Stavrogin es un "nihilista incompleto": le falta el saber del Eterno Retorno. Pero quizá sea más exacto decir que el personaje de Dostoievski, como tantos de nuestros contemporáneos, es un cristiano incompleto. Ha dejado de creer pero no ha podido substituir las antiguas certidumbres por otras ni vivir a la intemperie, sin ideas que justifiquen o den sentido a su existencia. Dios ha desaparecido, no el mal. La pérdida de las referencias ultraterrenas no extinguen al pecado: al contrario, le dan una suerte de inmortalidad. El nihilista está más cerca del pesimismo gnóstico que del optimismo cristiano y su esperanza en la salvación. Si no hay Dios no hay redención de los pecados pero tampoco hay abolición del mal: el pecado deja de ser un accidente, un estado y se transforma en la condición permanente de los hombres. Es un agustinismo al revés: el mal es ser. El utopista quisiera traer el cielo a la tierra, hacernos dioses; el nihilista se sabe condenado de nacimiento: la tierra ya es el infierno.

El retrato del nihilista, ¿es un autorretrato? Si y no: Dostoievski quiere escapar del nihilismo no por el suicidio y la negación sino por la afirmación y la alegría. La respuesta al nihilismo, enfermedad de intelectuales, es la simplicidad vital de Dimitri Karamazov o la alegría sobrenatural de Aliocha. De una y otra manera, la respuesta no está en la filosofía y las ideas sino en la vida. La refutación al nihilismo es la inocencia de los simples. El mundo de Dostoievski está poblado de hombres, mujeres y niños a un tiempo cotidianos y prodigiosos. Unos san angustiados y otros sensuales, unos cantan en la abyección y otros se desesperan en la prosperidad. Hay santos y criminales, idiotas y genios, mujeres piadosas como un vaso de agua y niños que son ángeles atormentados por sus padres. (¡Qué opuestas visiones de la niñez la de Dostoievski y la de Freud! Mundo de criminales y justos: para unos y otros están abiertas las puertas del reino de los cielos. Todos pueden salvarse o perderse. El cadáver del padre Zósima despide un tufo exala um cheiro de corrupción, revelador de que, a pesar de su piedad, no murió en olor de santidad; en cambio, al recordar a los bandidos y criminales que fueron sus compañeros de prisión en Siberia, Dostoievski dice: "allá el hombre, de pronto, escapa a toda medida". El hombre, "criatura improbable", puede salvarse en cualquier momento. En esto el cristianismo de Dostoievski está cerca de las ideas sobre la libertad y la gracia de Calderón, Tirso y Mira de Amescua.

Para nosotros, los santos y las prostitutas, los criminales y los justos de Dostoievski poseen una realidad casi sobrehumana; quiero decir, son seres insólitos y de otro tiempo. Un tiempo en vías de extinción: pertenecen a la era preindustrial. En este sentido Marx fue más lúcido pues previó la disgregación de los vínculos tradicionales y la erosión de las antiguas formas de vida por la doble acción del mercado capitalista y la industria. Pero Marx no adivinó el surgimiento de un nuevo tipo de hombres que, aunque llamándose sus herederos, consumarían en el siglo XX la ruina de los sueños y aspiraciones socialistas. Dostoievski fue el primero en describir esta clase de hombres. Nosotros los conocemos muy bien pues en nuestros días se han convertido en legión: son los sectarios y los fanáticos de la ideología, los prosélitos de los Stavrogin y los Iván. Su prototipo es Smerdiakov, el parricida, discípulo de Iván.

Los sectarios no han heredado de los nihilistas la lucidez sino la incredulidad. Mejor dicho, han convertido a la incredulidad en una nueva y más baja superstición. Dostoievski los llama endemoniados aunque, a diferencia de lván y de Stavrogin, no tienen conciencia de que están poseídos por los diablos. Por eso los compara con los cerdos del Evangelio (San Lucas, VII, 32-36). Al perder su antigua fe, veneran ídolos falsamente racionales: el progreso, las utopías sociales y revolucionarias. Han abjurado de la religión de sus padres, no de la religión: en lugar de Cristo y la Virgen adoran dos o tres ideas de manual. Son los antepasados de nuestros terroristas. El mundo de Dostoievski es el de una sociedad enferma de esa corrupción de la religión que llamamos ideología. Su mundo es la prefiguración del nuestro.

Dostoievski fue revolucionario en su juventud. Por sus actividades fue encarcelado. condenado a muerte y después perdonado. Pasó varios años en Siberia ― los campos de concentración de la Rusia actual son una herencia perfeccionada y amplificada del sistema de represión zarista ― y a su regreso rompió con su pasado radical. Fue conservador, cristiano, monárquico y nacionalista. Sin embargo, sería un error reducir su obra a una definición ideológica. No fue un ideólogo ― aunque las ideas tengan una importancia cardinal en sus novelas ― sino un novelista. Uno de sus héroes, Dimitri Karamazov, dice: Debemos amar más a la vida que al sentido de la vida. Dimitri es una respuesta a Iván, pero no es la respuesta: Dostoievski no opone una idea a otra sino una realidad humana a otra. A diferencia de Flaubert, James o Proust, las ideas son reales para él, pero no en sí mismas sino como una dimensión religiosa de la existencia. Las únicas ideas que le interesaron fueron las ideas encarnadas. Algunas vienen de Dios, es decir, de la profundidad del corazón; otras, las más, vienen del diablo, es decir, del cerebro. Como el alma de los clérigos medievales, la conciencia del intelectual moderno es un teatro de batalla. Las novelas de Dostoievski, desde esta perspectiva, son parábolas religiosas y su arte está más cerca de San Pablo, San Agustín y Pascal que el realismo moderno. Al mismo tiempo, por el rigor de sus análisis psicológicos, su obra anticipa a Freud y, en cierto modo, lo trasciende.

Debemos a Dostoievski el diagnóstico más profundo y completo de la enfermedad moderna: la escisión psíquica, la conciencia dividida. Su descripción es, simultáneamente, psicológica y religiosa. Stavrogin e Iván padecen visiones: ven y hablan con espectros que son demonios. Al mismo tiempo, como ambos son modernos, atribuyen esas apariciones a trastornos psíquicos: son proyecciones de su alma perturbada. Pero ninguno de los dos está muy seguro de esa explicación. Una y otra vez, en sus conversaciones con sus espectrales visitantes, se ven constreñidos a aceptar, con desesperación, su realidad: en verdad hablan con el diablo. La conciencia de la escisión es diabólica: estar poseído significa saber que el yo se ha roto y que hay un extraño que usurpa nuestra voz. ¿Ese extraño es el diablo o nosotros mismos? Cualquiera que sea nuestra respuesta, la identidad de la persona se escinde. Estos pasajes son alucinantes: las conversaciones de Iván con sus demonios están relatadas con gran realismo y como si se tratase de sucesos cotidianos. Abundan las situaciones absurdas y las reflexiones irónicas. Alternativamente el miedo nos hace reír y nos hiela la sangre. Experimentamos una fascinación ambigua: la descripción psicológica se transforma insensiblemente en especulación metafísica, esta en visión religiosa y, en fin, la visión en cuento que mezcla de modo inextricable lo sobrenatural y lo cotidiano, lo grotesco y lo abismal.

Los diablos de Dostoievski poseen una veracidad única en la literatura moderna. Desde el siglo XVIII los fantasmas de nuestros poemas y novelas son poco convincentes. Son personajes de comedia y la afectación de su lenguaje y de sus actitudes es, a un tiempo, pomposa e insoportable. Los de Goethe y Valéry son plausibles por su mismo carácter extremadamente intelectual y simbólico; también son aceptables los que de manera deliberada e irónica se presentan como ficciones fantásticas: el diablo de La mano encantada de Nerval o el delicioso Diablo enamorado de Cazotte. Pero los diablos modernos hacen todo lo posible por hacernos saber que vienen de allá, del mundo subterráneo. Son los parvenus de lo sobrenatural. Aunque los diablos de Dostoievski también son modernos y no se parecen a los antiguos demonios medievales y barrocos ― lascivos, astutos y un poco estúpidos ― no son literarios. Tienen una realidad clínica, por decirlo así. En esto reside, quizá, su gran descubrimiento: vio el parentesco oculto entre el mal y la enfermedad, entre la posesión y la reflexión. Son diablos que razonan y que, como si fuesen psicoanalistas, se empeñan en probar su inexistencia, su naturaleza imaginaria. Triunfan gracias a esos razonamientos irrefutables; Iván y Savrogin, dos intelectuales, no tienen más remedio que creerles: son verdaderamente el diablo pues solamente el diablo puede razonar así. Pero también estarían poseídos por el diablo si se aferrasen a la creencia de que se trata de meras alucinaciones de una mente enferma. En uno y otro caso, los dos están poseídos por la negación, esencia del demonio. Así se cumple el pensamiento que aterra a Iván: para creer en el diablo no es necesario creer en Dios.

Hay una especie inmune a la seducción del diablo: el ideólogo. Es el hombre que ha extirpado la dualidad. No conversa: demuestra, adoctrina, refuta, convence, condena. Llama a los otros camaradas pero jamás habla con ellos: habla con su idea. Tampoco habla con el otro que todos llevamos dentro. Ni siquiera sospecha que existe: el otro es una fantasía idealista, una superstición pequeño-burguesa. El ideólogo es el mutilado del espíritu: le falta la mitad de sí mismo. Dostoievski amaba a los pobres y a los simples, a los humillados y ofendidos pero nunca ocultó su antipatía hacia los que se decían sus salvadores. Le parecía absurda su "pretensión de querer liberar al hombre de la carga de la libertad". Carga terrible y preciosa. Los ideólogos han correspondido a su antipatía con otra no menos intensa. En una carta a su amiga Inés Armand, Lenin lo llama "el archimediocre Dostoievski". En otra ocasión dijo: "no pierdo el tiempo con esa basura". En la época de Stalin fue un autor casi prohibido y todavía hoy, en los círculos oficiales, es visto como reaccionario y un enemigo. A pesar de la hostilidad gubernamental, sus libros son los más leídos en Rusia, sobre todo entre los estudiantes, los intelectuales y, claro, los detenidos en los campos de concentración.

El tirano es arbitrario y caprichoso; contra los excesos de locos y desequilibrados como Nerón o Calígula, el remedio tradicional ha sido el puñal del regicida. Es un recurso inutilizable contra el despotismo ideológico, que es sistemático e impersonal: no se puede asesinar a una abstracción. Pero la ideología, que es inmune a las balas, no lo es a la crítica. De allí que el déspota ideológico no conozca, como forma de expresión, sino el monólogo y el discurso. La tiranía del ideólogo es el soliloquio de un profesor sádico y pedante, empeñado en hacer de la sociedad un cuadrado y de cada hombre un triángulo. Por esto, aparte de la permanente fascinación que sentimos ante su obra, Dostoievski es actual. Su actualidad es moral y política: nos enseña que la sociedad no es un pizarrón quadro-negro y que el hombre, criatura imprevisible, escapa a todas las definiciones y prisiones, incluso a las del tirano convertido en geómetra.


Publicado em Revista Vuelta nr. 52, março de 1981.