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17 de outubro de 2012

El infierno utópico

Claude Roy

No hay mes en que la ya rica biblioteca consagrada al pensamiento utópico deje de enriquecerse con una o dos obras más. Pero aun en los mejores de estos libros, como el notable ensayo de Bronislaw Baczo, Lumières de l’utopie, subsiste al parecer una confusión debida al término mismo de "utopía".

El concepto de utopía es, en efecto, ambiguo porque se aplica a dos construcciones mentales muy diferentes. En el interior de toda utopía subsiste el fantasma utópico original: la proyección en lo imaginario, en el sueño nocturno o diurno, de una satisfacción plenaria de los deseos que sólo pueden verse realizados a medias en la realidad. En la utopía popular la Jauja del Venusberg, el niño, el pobre y el oprimido, nunca sometidos del todo, se hacen a sí mismos el regalo consolador de un universo perfecto, el de la total satisfacción ― un mundo sin prohibiciones, sin obstáculos, sin esfuerzos, sin sufrimiento, sin esperas, sin carencias.

En la que podríamos llamar en cambio utopía institucional, la de los intelectuales que promulgan las leyes de una ciudad perfecta, la imaginación se muestra en seguida tanto o más sedienta de poder que de su puro imaginar. Thomas More imagina un paraíso armonioso y de inmediato le impone leyes indiscutiblemente feroces. "El Hombre en la Luna" de Godwin (1638) se apresura a someter a los naturales del satélite a un despiadado sistema de castas en que las categorías sociales se establecen según las estaturas: los aristócratas miden treinta pies; con veinte pies sólo se puede aspirar a formar parte de la burguesía; con diez, del populacho.

La utopía popular describe un estado ideal del ser. La utopía institucional define al ser dentro de un Estado cuya constitución es ideal y proporciona desde un principio las armas necesarias para la represión. Apenas convertido en supremo líder de la Ciudad ideal, su constructor está obligado asumir la tarea ingrata del capataz, del jef de la obra. Faleas y Platón, Campanella en "la Ciudad del Sol", como Lenin y Stalin o Trotsky, Fidel Castro y el Che Guevara, desde los primeros pasos están destinados a establecer el trabajo obligatorio. Philippe Buonarroti llega hasta precisar cuáles son las categorías de la actividad humana que pueden ser consideradas un trabajo:

"Los individuos que no hacen nada por la patria no pueden ejercer ningún derecho político.(. .. ) Para la ley, son trabajos útiles los de la agricultura, la vida pastoral, la pesca, la navegación, los de las artes mecánicas y manuales, los de la venta al por menor, los del transporte de hombres u objetos, los de la guerra, los de la enseñanza y los de las ciencias." Estos últimos, sin embargo. "no serán considerados útiles" si quienes los practican no presentan "un certificado de civismo". Campanella iba aún más lejos. Adjudicaba diferentes tareas, de acuerdo con las capacidades de cada cual, al que gozara de buena salud, al de salud endeble o al enfermo, y hasta preveía la función social del manco y del lisiado sin piernas: "Quien no posea más que un miembro, trabajará en el campo como espía y rendirá cuentas al Estado de todo lo que oiga". He aquí prefigurado, en dos palabras. "el porvenir radiante" de los socialismos autoritarios: trabajo forzado, policía omnipresente.

Una vez establecidas tales bases y consolidados los dos pilares de su edificio, el dirigente de la utopía debe también reglamentar y regir ese conjunto de actividades anárquicas en que dejan los hombre que reine el capricho y que una peligrosa imprevisibilidad subsista: los sentimientos, la sexualidad, los gustos expresados en el comer y el vestir y también en torno a la muerte, y ese vastísimo imperio del caos, los humores y la subversión, que es el pensamiento en general.

Platón, Campanella, Thomas Moro y la China maoísta son categóricos. Platón: "No será permitido que se formen uniones al azar". Campanella: "La reproducción de los seres humanos es un asunto que concierne a la República" y cuya vigilancia será confiada al "magistrado encargado de la procreación". Thomas Moro precisa, algunos siglos antes que Mao: "Las mujeres no pueden casarse antes de los dieciocho años, los hombres antes de los veintidós". De los orfelinatos stalinianos para hijos de "enemigos públicos", hay un atrevido anticipo en Restif de la Bretonne: "Los Hijos de Hombres Perversos serán separados de sus padres llegado a su término el lapso de lactancia, para ser confiados a Educadores Públicos que no revelarán a nadie el secreto de sus nacimientos"

Ni siquiera la muerte escapa al poder de la ley, que establece de acuerdo con la "razón" cuáles son las funciones naturales del hombre. El griego Jambulos, en la aurora de las utopías, exagera sin duda cuando pretende fijar un límite a la vida de individuos y prohibirle sobrepasar los ciento cincuenta años de edad. Para asegurar el cumplimiento de esta ley, propone que el ciudadano llegado a ese límite se acueste sobre "una planta muy singular” cuyo solo contacto procura "un sueño eterno". Sin llegar a tales extremos, la mayoría de los dirigentes de utopías estudian sin embargo, y codifican meticulosamente, las maneras de dar muerte a los rebeldes.

Siempre están al día en materia de venenos, horca, ahogamiento, asfixia, garrote, hacha y otros suplicios diversos. Campanella ― quien pasó veintisiete años en prisión y fue torturado en siete ocasiones ― es partidario de una pena de muerte democráticamente aplicada ("ejecutada por el pueblo entero, que mata o lapida al criminal”) y recibida con gusto por el culpable: "El acusado se reconcilia con sus acusadores, sus jueces y los testigos, y los abraza", Porque conviene que "los veredictos (sean) vistos como una verdadera terapéutica y no como un castigo". La China maoísta realizará este sueño.

Estas imposiciones en todos los campos ― ya que son de la incumbencia del legislador tanto el acto de dar la vida como el de dar la muerte, el momento en que deben producirse y hasta los sentimientos que deben inspirar ― suponen sin duda un control de las mentes tan riguroso como el de los cuerpos. En su "Código de la naturaleza", Morelly estipula: "Habrá una especie de Código público de todas las ciencias, para que nada pueda añadirse nunca ni a la Metafísica ni a la Moral más allá de los límites prescriptos por las leyes"

Si los libros o los periódicos pretendieran poner en duda la beatitud de esta paz y la seguridad de este definitivo estancamiento de la historia en su terminal, habría que quemar los primeros y prohibir los segundos. Sébastien Mercier, en "El Año 2240", describe con júbilo el eterno incendio de los libros. "Obtenido un consentimiento unánime, escribe, hemos reunido en una enorme llanura todos los libros que juzgamos frívolos o inútiles o peligrosos (y) hemos prendido fuego a esa espantosa masa, como en un sacrificio expiatorio ofrecido a la verdad, al sentido común y al verdadero gusto". En cuanto a los libelos y a los diarios, Cabet y su Viaje a Icaria son vivaces prefiguraciones de Lenin, Stalin, Mao y las naciones en que la prensa es propiedad privada del Estado: "La libertad de prensa es necesaria contra las Aristrocracias y las Monarquías, ¡pero qué libertad falaz! Cortamos el mal de raíz estableciendo una organización social y política que vuelve inútil la hostilidad de la prensa y sólo permite un periódico comunal para cada comunidad y un periódico nacional para la Nación".

Si hay todavía ciudadanos lo bastante insensatos como para rebelarse ante la magnitud y la precisión de semejantes leyes, su insensatez será, en efecto, reconocida e irán a parar a algunos de esos asilos que Dom Deschamps ― el excelente benedictino y utopista del siglo XVIII ― no llama aún psiquiátricos, aunque este sentido está ya implícito en lo que dice: "Si hubiera refractarios, nadie pondría en duda la alienación de sus mentes y serían tratados, de común acuerdo, como los locos ... ". Tal es la opinión de este buen religioso (que por otra parte era ateo).

Previendo que la camisa de fuerza puede resultar inútil para reprimir las rebeliones, el dictador utópico concibe un sistema de represión que sólo se generalizará en el siglo XX, aunque existen de él interesantes antecedentes. En su Utopía, Thomas Moro describe lo que un día se verá realizado en Auschwitz y en Kolyma. El campo de Moro es ya un campo de "reeducación", una expresión cabal del humanismo penitenciario: "No se imponen al condenado ni grillos ni calabozo. Trabaja en libertad y sin trabas corporales. ( ... ) De preferencia, se recurre a los golpes y no a las cadenas. (... ) De tarde, después de pasada la lista de los condenados, se les encierra en cabañas donde pernoctan. La única pena a que están sometidos es la del trabajo continuo. ( ... ) Es fácil reconocerlos por el color de sus vestimentas, iguales para todos y de su uso exclusivo. No se les rasura la cabeza, excepto un poco por encima de las orejas, una de las cuales será mutilada".


Vigilancia y Castigo

Todo ha sido ya pensado: los golpes, el trabajo ininterrumpido, el uniforme, la posibilidad de un cráneo rasurado o "refrescado" por lo menos con un corte del cabello ― más la oreja ebanada para que el Kapo reconozca sin dificultad a sus hombres. Winstanley, durante la Revolución inglesa, añadirá a lo anterior la noción de norma y la sanción alimenticia: "Si los condenados cumplen con la tarea fijada, tienen derecho a cierta ración de alimentos." En el caso contrario, les espera el látigo, el pan seco.

Una importante economía de personal penitenciario queda asegurada cuando la represión es asunto de todos y no del solo especialista, y también cuando los refractarios consienten en cooperar con la autoridad social. En este punto, Campanella resulta maoísta Avant la lettre. Prescribe éste que todos los ciudadanos "confiesen las faltas cometidas a las autoridades encargadadas de purificar a las almas". Por su parte, Etienne Cabet se felicita al ver generalizadas, en lcaria, las funciones de vigilancia y de castigo: "En ninguna otra parte es tan numerosa la policía, porque todos nuestros ciudadanos están obligados a vigilar el cumplimiento de las leyes y a perseguir o a denunciar a aquellos de cuyos delitos sean testigos".

El extremo conmovedor a que puede llegar esta colaboración del pueblo con sus amos, se hace evidente cuando Campanella exalta el consentimiento supremo: el del culpable que ha asimilado tan perfectamente la ley de la ciudad como para ejecutarse a sí mismo. Dice Campanella: "Les es concedido a algunos el favor de quitarse a sí mismos la vida (mientras que) los ciudadanos derraman lágrimas, afligidos de haberse visto obligados a suprimir a aquel miembro enfermo del cuerpo del Estado".

Asi, poniéndose por objetivo la libertad ilimitada ― como el Chigalov de Los poseídos ―, el utopista institucional ha llegado al despotismo sin límites. Legislador del paraíso futuro y profeta de los infiernos reales de nuestros días, ha recorrido el camino que conduce desde el proyecto de una absoluta felicidad para todos hasta la realización absoluta de una desdicha universal.

Publicado em Vuelta nr. 42 de maio de 1980.


16 de outubro de 2012

DECADENCIA DE LAS IDEAS UTOPICAS EN OCCIDENTE

Isaiah Berlin

Mi tema es el "utopismo", pero antes de comenzar quisiera poner mis cartas sobre la mesa. Me propongo hablar acerca de los dos tipos de ideología occidental que a mi parecer se confrontan una a la otra en el mundo moderno. El utopismo puede ser sólo una clavija conveniente sobre la cual quiero colgar mis refléxiones dispersas sobre este tema.

En una de estas ideologías, que pienso ha desempeñado un papel dominante en el mundo occidental durante casi tres milenios, los valores principales son la verdad, la búsqueda y descubrimiento de la verdad, y esto naturalmente acompañado de respeto por aquellos que hacen las cosas bien, ya sea por adquisición de conocimiento ― esto es, aquellos que son sabios, los prudentes ― o por el logro de algo en el reino de la práctica, tal como los hombres de Estado que gobiernan sociedades, o conquistadores, que buscan, adquieren y retienen poder sobre otros hombres. Lo que fue admirado en el mundo occidental, y mostrado como ejemplo, fue el logro en pensamiento o acción, desde los días de Homero o los profetas hebreos y quizás desde antes, hasta bien entrado el siglo XVII. Esta es una generalización cruda y excesivamente simplificada pero pienso que contiene algún grado de veracidad.

Después de eso parece emerger una nueva constelación de valores, cuando el respeto es concedido a virtudes que no fueron contempladas como tales en periodos previos, tales como, por ejemplo, sinceridad e integridad. Hasta donde yo sé, nadie en el Occidente antes del fin del-siglo XVII fue registrado por sus alabanzas a alguien que sinceramente apoyaba una visión que él, el observador, creyó falsa. Puedo estar equivocado en cuanto a esto; pero si hay excepciones a esta proposición general, creo que son muy pocas.

El martirio era, por supuesto, admirado siempre profundamente, pero sólo si el mártir sufría a causa de la verdad. Si el martirio era por algo que el crítico consideraba falso, entonces se trataba de algo tonto o patético, pero no merecía un respeto profundo. Ningún cristiano en la Edad Media, hasta donde yo puedo decirlo, expresó admiración por la sinceridad con la que un musulmán o un pagano se aferró a sus doctrinas falsas; ni durante las guerras de religión occidentales sé de algún católico romano que admitiera que había algo noble y tierno, o incluso conmovedor, en la dedicadón y la pureza de corazón con la cual los herejes protestantes estaban dispuestos a morir por sus malvadas y peligrosas visiones. Y esto era recíproco en el otro lado.

Otro valor que parece comparativamente reciente es, por ejemplo, nuestro respeto por, o interés en, la verdad como tal. De nuevo, no creo que la verdad fuera muy admirada en Occidente antes, diría, de 1600. La visión tradicional, desde Platón en adelante, es que la verdad es una, el error tiene muchas caras; sólo la unidad es buena, la multiplicidad ― para decirlo de una manera cruda ― es siempre mala. Trataré de ilustrar esto con lo que tengo que decir sobre el utopismo. Así, también, hay otros valores que han surgido (en el Occidente) en un pasado comparativamente reciente.

Cuando la gente dice que no hay nada nuevo bajo el sol, esto me parece una falsedad resonante. Nuevas situaciones sí ocurren. Nacen nuevos valores y para el historiador de las ideas es una labor interesante rastrear su origen y su desarrollo.

Llego a mi propio tema. La idea de una sociedad perfecta es un sueño muy viejo, ya sea por las desdichas del presente, que hacen a los hombres concebir lo que su mundo sería sin ellos ― imaginar algún estado ideal en el cual no habría miseria y codicia, peligro o pobreza o trabajo embrutecedor o inseguridad ―, o porque estas utopías son ficciones construidas deliberadamente como sátiras, cuya intención es criticar el mundo actual y apenar a aquellos que controlan regímenes existentes o aquellos que los sufren demasiado humildemente; o quizás son fantasías sociales ― simples ejercicios de imaginación poética.

En términos generales, las utopías occidentales suelen contener los mismos elementos, donde una sociedad vive en un estado de armonía, en la cual todos sus miembros viven en paz, se aman los unos a los otros, están libres de peligro físico, de carencias de cualquier tipo, de inseguridad, de trabajo degradante, de envidia, de frustración; no experimentan injusticias o violencia de cualquier tipo, viven a perpetuidad, hasta ligeros, en un clima templado, en médio de una naturaleza infinitamente fecunda y generosa. La característica principal de muchas, quizás de todas las utopías es el hecho de que son estáticas. Nada se altera en ellas, porque han alcanzado la perfección; no hay necesidad para la novedad o el cambio; nadie puede desear alterar una condición en la que todos los deseos humanos son colmados. La suposisión sobre la cual esto está basado es que los hombres tienen una cierta naturaleza fija, e inalterable, ciertas metas universales, comunes e inmutables. Una vez que estas son realizadas, la naturaleza humana es totalmente colmada. La sola idea de satisfacción universal presupone que los seres humanos como tales buscan las mismas metas esenciales, idénticas para todos, en todos los tiempos, en todo lugar. Porque a menos de que esto sea así, la utopía no puede ser utopía, porque entonces la sociedad perfecta no satisfacerá perfectamente a todos.

La mayoría de las utopías son arrojadas hacia un pasado remoto: había una vez una Era Dorada. Así Hornero habla de los felices faecianos, o de los inocentes etíopes entre los cuales a Zeus le gusta vivir, o canta acerca de las islas de los Blest. Hesíodo habla de una Edad Dorada, seguida por eras progresivamente peores, desceñdiendo hasta los terribles tiempos en los cuales él mismo vivió. Platón habla, en el Simposio, del hecho de que los hombres alguna vez fueron ― en un pasado remoto y feliz ― de forma esférica, y luego se rompieron a la mitad, y desde entonces cada hemisferio está tratando de encontrar su pareja apropiada con el propósito dé volverse una vez más redondeado y perfecto. Y también habla de la vida feliz de Atlántida, perdida, perdida para siempre como resultado de un desastre natural. Virgilio habla de Saturnia regia, el Reino de Satán, en el cual todas las cosas eran buenas. La Biblia hebrea habla de un Paraíso Terrenal, en el cual Adán y Eva fueron creados por Dios y llevaron vidas intachables, felices, serenos; una situación que podía haber seguido para siempre, pero fue traído a un fin desdichado por la desobediencia del hombre a su Creador. Cuando, en el siglo pasado, el poeta Alfred Tennyson habla de un reino en el que "no hay granizo, ni lluvia, ni nieve, ni el viento sopla fuerte", esto refleja una larga, ininterrumpida tradición y mira hacia atrás al sueño homérico de luz eterna brillando sobre un mundo sin viento. Estos son los poetas que piensan que la Edad Dorada es un pasado que nunca puede regresar. Y luego están los pensadores que reflexionan que la Edad Dorada está aún por llegar. El profeta hebreo Isaiah nos dice que "en los últimos días, los hombres harán de sus espadas arados y de sus lanzas ganchos para podar; naciones no alzarán su espada contra nación; ni aprenderán más de la guerra. El lobo también vivirá con el cordero y el leopardo se recostará con el cabrito. Los desiertos florecerán como una rosa, la pena y los suspiros huirán". San Pablo habla en forma similar de un mundo en el que no habrá judío ni griego, ni hombre ni mujer, ni atado ni libre. Todos los hombres serán iguales y perfectos a la vista de Dios.

Lo que es común a todos estos mundos, ya sea si son concebidos como un paraíso terrenal o como algo más allá de la tumba, es que muestran una perfección estática en la cual la naturaleza es finalmente realizada en pleno, y todo es inmóvil e inmutable y eterno. Este ideal puede asumir formas sociales y políticas, tanto jerárquicas como democráticas. En la República de Platón hay una jerarquía rígida, unificada de tres clases, basada en la proposióón de que hay tres tipos de naturaleza humana, cada una de las cuales puede ser plenamente realizada y que juntas forman un todo entrelazado, armonioso. Zeno, el Estoico, concibe una sociedad anarquista en la que todos los seres racionales viven en perfecta paz, igualdad y felicidad sin el beneficio de las instituciones. Si los hombres son racionales, no necesitan control; seres racionales no tienen necesidad del Estado, ni del dinero, ni de las cortes de ley, ni de la vida organizada, institucional. En la sociedad perfecta hombres y mujeres usarán ropa idéntica y "comerán en un apacentadero común". Siempre que sean racionales, todos sus deseos serán necesariamente racionales también, y así capaces de una realización armoniosa total. Zeno fue el primer utópico anarquista, el fundador de una larga tradición que ha tenido repentino, a veces violento, florecimiento en nuestro propio tiempo.

El mundo griego generó una buena cantidad de utopías después de que la ciudad-estado mostró los primeros signos de decadencia. Junto con las utopias satíricas de Aristófanes hay un plan para el estado perfecto de Theopompas. Está la utopía de Euhemerus, en la que hombres felices viven en islas en el mar Arábigo, donde no hay animales salvajes, invierno, primavera, sino un verano eterno, suave, cálido, donde frutas caen desde los árboles a las bocas de los hombres, y donde no hay necesidad para el trabajo. Estos hombres viven en un estado de placer incesante en islas divididas por el mar de la malvada y caótica tierra firme, en la cual los hombres son tontos, injustos y miserables.

Puede haber habido intentos de poner esto en práctica. El discípulo de Zeno, Blossio de Cumae, un estoico romano, probablemente predicó un igualitarismo social que puede haber sido derivado de los comunistas iambulus tempranos. Fue acusado de inspirar revueltas anti-romanas de tipo comunista y fue debidamente investigado, prácticamente "atormentado" por un comité de senadores que lo acusó de esparcir ideas subversivas ― similar a las investigaciones McCarthy en Estados U nidos. Blossio, Aristonicus, Cayo Graco fueron acusados ― la historia termina con la ejecución de Gracchi. Sin embargo, estas consecuencias políticas son contingentes a mi tema. Durante la Edad Media hay una distintiva decadencia en las utopías, quizás porque según la fe cristiana el hombre no puede obtener la perfección a través de sus propios esfuerzos, sin ayuda; sólo la gracia divina puede salvalo ― y la salvación no puede llegarle mientras esté sobre esta tierra, es una criatura nacida en el pecado. Ningún hombre puede construir una habitación duradera en este valle de lágrimas, pues todos somos tan sólo peregrinos aquí abajo, buscando entrar a un reino no de este mundo.

El tema constante que corre a través de todo el pensamiento utópico, cristiano y pagano por igual, es que hubo una vez un estado perfecto, luego tuvo lugar un enorme desastre: en la Biblia es el pecado de la desobediencia ― la fatal comida de la fruta prohibida ― o si no, es el Diluvio; o malvados gigantes vinieron y perturbaron el mundo; o los hombres en su arrogancia construyeron la Torre de Babel y fueron castigados. También en la mitología griega el estado perfecto fue sólo por algún desastre, como en la historia de Prometeo, o de Deucalión y Pyrrha, o de la caja de Pandora ― la unidad original es destrozada y el resto de la historia humana es un intento continuo por unir los fragmentos para reestablecer la serenidad, para que el estado perfecto pueda ser realizado de nuevo. La estupidez humana, la maldad o la debilidad pueden prevenir esta consumación; o los dioses pueden impedirla; pero las vidas de los hombres son concebidas, particularmente en el pensamiento de los gnósticos y en las visiones de los místicos, como un esfuerzo agónico de unir los rotos fragmentos de un todo perfecto con el cual el universo empezó, y al cual puede aún regresar. Esta es una idea persistente que recorre el pensamiento europeo desde sus principios más tempranos; subyace a todas las viejas utopías y ha influido profundamente en las ideas metafísicas, morales y políticas de Occidente. En este sentido, el utopismo ― la noción de una unidad rota y su restauración ― es un hilo central en todo el pensamiento de Occidente. Por esta razón podría ser no poco ventajoso tratar de revelar muchas de las proposiciones principales que parecen subyacer en él.

Las proposiciones en el caso del pensamiento europeo son tres, una especie de banco de tres patas sobre el cual la tradición central del pensamiento político occidental parece descansar. De nuevo, temo, simplificaré demasiado estos asuntos, pero una ponencia no es un libro y la simplificación excesiva ― sólo puedo esperarlo así ― no siempre es falsificación y frecuentemente sirve para cristalizar los temas. La primera proposición es esta: para todas las preguntas genuinas sólo puede haber una respuesta correcta, siendo incorrectas todas las otras respuestas. Si no hay una respuesta correcta a ella, entonces la pregunta no puede ser genuina. Cualquier pregunta genuina debe, por lo menos en principio, ser contestable, y si estoes así, sólo una respuesta puede ser correcta. Ninguna pregunta dada, siempre que sea claramente establecida, puede tener dos preguntas que son diferentes y sin embargo correctas ambas. Los fundamentos de las respuestas posibles deben ser ciertas; todas las otras respuestas posibles deben englobar, o descansar sobre la falsedad, que tiene ambas caras. Esta es la primera suposición cardinal.

La segunda suposición es que existe un método para el descubrimiento de estas respuestas correctas. Sialgún hombre lo conoce, o puede de hecho conocerlo, es otra cuestión; pero debe, por lo menos en principio, ser cognoscible, siempre que el procedimiento adecuado para establecerlo sea utilizado.

La tercera suposición, y quizás la más importante en el contexto de esta ponencia, es que todas las respuestas correctas deben, por lo menos, ser compatibles unas con las otras. Esto se deriva de una verdad simple y lógica: una verdad no puede ser incompatible con otra verdad; todas las respuestas correctas engloban o descansan sobre verdades; de allí que todas las respuestas correctas, ya sea si son respuestas a preguntas acerca de lo que hay en el mundo, o de lo que los hombres deberían hacer o, en otras palabras, de lo que los hombres deberían ser, ya sea si contestan preguntas concernientes a hechos o valores (y para pensadores que creen en esta tercera proposición, las preguntas de valor son en algún sentido preguntas de hechos) ― nunca pueden estar en conflicto una con la otra. En el mejor de los casos, estas verdades lógicamente se encadenarán una a la otra en un solo todo, sistemático e interconectado; por lo menos serían consistentes entre sí: esto es, formarán un todo armónico. Así que cuando uno haya descubierto todas las respuestas correctas a las preguntas, centrales de la vida humana, y las haya juntado, el resultado formará una especie de esquema de la suma de conocimiento necesario para una ― o más bien la ― vida perfecta. Es posible que hombres mortales no puedan obtener tal conocimiento. Puede haber muchas razones para esto. Algunos pensadores cristianos sostenían que el pecado original hace a los hombres incapaces de tener tal conocimiento. O quizás vivimos a la lúz de tales verdades alguna vez, em El Jardín de Edén antes de la edad del pecado; y luego esta luz nos falló porque probamos el fruto del Arbol del Conocimiento, conocimiento que, como nuestro castigo, está sujeto a permanecer incompleto durante la vida sobre la tierra. O quizás lo sabremos todo un día, ya sea antes o después de la muerte del cuerpo. O de nuevo, puede ser que los hombres nunca lo sabrán; sus mentes pueden ser demasiado débiles o los obstáculos ofrecidos por la naturaleza intratable pueden ser demasiado grandes para hacer posible tal conocimiento. Quizás sólo los ángeles pueden saber lo, o quizás sólo Dios lo sabe; o si no hay Dios, entonces uno debe expresar esta creencia diciendo que en principio tal conocimiento puede ser concebido, aun si nadie lo ha alcanzado o es capaz de hacerlo. Porque, en principio, la respuesta debe ser cognoscible; a menos de que esto sea así, las respuestas no serían genuinas; hablar de una pregunta que es en principio incontestable es no entender qué tipo de pregunta es, porque el entender la naturaleza de una pregunta es saber qué tipo de respuesta podría ser la respuesta correcta, ya sea si la sabemos correcta o no; de allí que el rango de posibles respuestas debe ser concebible: y una en el rango debe ser la correcta. De otro modo, para pensadores racionalistas de este tipo, el pensamiento racional terminaría en enigmas inexplicables. Si esto es descartado por la misma naturaleza de la razón, debe derivarse que el patrón de la suma (quizás de una infinidad) de las soluciones posibles a todos los problemas posibles, constituirá el conocimiento perfecto.

Permítanme continuar con este argumento. Se afirma que a menos de que podamos concebir algo perfecto, no podremos comprender qué se entiende por imperfección. Si, digamos, nos quejamos acerca de nuestra condición aquí, sobre la tierra, señalando el conflicto, la miseria, la crueldad, el vicio ― "las desgracias, locuras, crímenes de la humanidad" ― si, en breve, declaramos nuestro estado lejos de ser perfecto; ésto es inteligible sólo en comparación con un mundo más perfecto; es en la medición de la brecha entre los dos que podemos medir la extensión por la cual nuestro mundo se queda corto. ¿Corto de qué? La idea de la cual se queda corto es la idea de un estado perfecto. Esto es, pienso, lo que subyace el pensamiento utópico, y ciertamente, a una gran parte del pensamiento occidental en general; de hecho parece serle central, desde Pitágoras y Platón en adelante.

Ahora podemos preguntarnos ¿dónde, si este es el caso, deben ser buscadas las soluciones? , ¿quiénes son los expertos?, ¿quiénes pueden, mostrarnos el camino correcto para la teoría y la práctica? Sobre esto (como era de esperarse) ha habido poco acuerdo en Occidente. Algunos nos han dicho que las verdaderas respuestas pueden encontrarse en textos sagrados, dadas por profetas inspirados o por sacerdotes que son los intérpretes autorizados de estos textos. Otros niegan la validez de la revelación o la prescripción o la tradición y dicen que sólo el conocimiento exacto de la naturaleza provee las respuestas verdaderas ― a ser obtenidas por medio de la observación controlada, el experimento, la aplicación de técnicas lógicas y matemáticas ―, la naturaleza no es un templo, sino un laboratorio y las hipótesis deben ser probadas a través de métodos que cualquier ser racional puede aprender, aplicar, comunicar y checar; la ciencias, declaran, podrá no contestar; y todas las preguntas que queremos hacer, pero lo que no pueda contestarse a través de ella ningún otro método lo proveerá: es el único instrumento confiable que tenemos o tendremos alguna vez. De nuevo, algunos nos dicen que sólo los expertos saben: hombres dotados de visión mística o percepción metafísica y poder especulativo, con habilidades científicas o dotados de sabiduría natural ― sabios, hombres de intelecto elevado. Pero otros niegan esto y declaran que las verdades más importantes son accesibles a todos los hombres; cada hombre que mire dentro de su propio corazón, su propia alma, se entenderá a sí mismo ya la naturaleza que lo rodea; sabrá cómo vivir y qué hacer siempre y cuando no haya sido cegado por la triste influencia de otros hombres cuyas naturalezas han sido pervertidas por malas instituciones. Esto es lo que Rousseau hubiera dicho: la verdad no debe buscarse en las ideas o en el comportamiento de los corruptos habitantes de ciudades sofisticadas, y que muy probablemente se encuentra en la gente sencilla o en un niño inocente ― y Tolstoi en efecto se hace eco de esto. Es una visión que tiene adherentes hoy apesar del trabajo de Freud y sus discípulos.

Casi no hay ninguna visión acerca de las fuentes del verdadero conocimiento que no haya sido apasionadamente sostenida, o dogmática mente afirmada, en el curso de la meditación consciente alrededor de este problema en la tradición helénica y judeo-cristiana. Sobre estas diferencias han surgido grandes conflictos y guerras sangrientas fueron peleadas, y no sorprende, ya que la salvación humana fue hecha depender de la solución correcta a estas preguntas ― los temas más agónicos y cruciales en la vida humana. Lo que quiero enfatizar es que todas las partes asumieron que estas preguntas podían ser contestadas. La creencia ― que puede ser cualquier cosa menos universal ―, a la que llega esto, es que las respuestas, son, como tales, tesoro escondido: el problema es encontrar el camino hacia él. O, para usar otra metáfora, a la humanidad se le han presentado las partes dispersas de un rompecabezas: si puedes unir las partes, formará un todo perfecto que constituye la meta de lá búsqueda de verdad, virtud y felicidad. Esa, yo pienso, es una de las suposiciones comunes de una gran parte del pensamiento occidental.

Esta convicción sin duda subyació a las utopías que proliferaron tan ricamente durante el Renacimiento europeo, cuando en el siglo XV hubo un gran redescubrimiento de los clásicos griegos y latinos que se pensaba contenían verdades olvidadas durante la larga noche de la Edad Media, suprimidas o distorsionadas por las supersticiones frailescas de las edades cristianas de la fe. La Nueva Enseñanza estaba basada en la creencia de que el conocimiento y sólo el conocimiento ― la rilente humana liberada ― podría salvarnos. Esto, a su vez, descansaba sobre la más fundamental de todas las proposiciones racionalistas ― que la virtud era conocimiento ― pronunciada por Sócrates, desarrollada por Platón y su más grande discípulo, Aristóteles, y las principales escuelas socráticas de la Grecia antigua. Para Platón, el paradigma de conocimiento era de carácter geométrico, para Aristóteles biológico y para varios pensadores durante' el Renacimiento debe haber sido neo-platónico o místico intuitivo o matematico, orgánico o mecánico, pero ninguno dudaba que el conocimiento por sí solo ofrecía la salvación espiritual y moral y política. Se asumía, yo creo, que si los hombres tienen una naturaleza común, esta naturaleza debe tener un propósito. La naturaleza del hombre podía ser plenamente realizada sólo si él sabía lo que verdaderamente deseaba. Si un hombre puede descubrir lo que hay en el mundo, y cuál es su relación con él, y qué es para sí mismo, como quiera que sea que lo haya descubierto, por cualquier método, por cualquier camino recomendado o tradicional al conocimiento ― él sabrá qué lo satisfacerá, qué, en otras palabras lo hará feliz, justo, virtuoso y sabio. Saber qué lo liberará a uno del error y la ilusión, y verdaderamente entender que como un ser espiritual y físico uno sabe buscarse, y sin embargo, a pesar de esto, abstenerse de actuar de tal modo, es no estar cuerdo ― ser irracional y quizás no del todo sano mentalmente. Que uno sepa cómo trazar sus propias metas y después no tratar de hacerlo es, en el fondo, no entender verdaderamente esas metas. Entender es actuar: hay un cierto sentido en el cual estos pensadores antecedieron a Karl Marx en su creencia en la unidad de teoría y práctica.


El conocimiento, para la tradición central del pensamiento occidental, significa no sólo conocimiento descriptivo de lo que hay en el universo de valores, o de cómo vivir, qué hacer, qué formas de vida son las mejores y las más valiosas y por qué. De acuerdo con esta doctrina ― que la virtud es conocimiento ― cuando los hombres cometen crímenes, lo hacen porque están en un error; han errado en lo que de hecho los beneficiará. Si verdaderamente supieran qué les beneficiaría, no harían esas cosas destructivas ― actos que deben terminar con la destrucción del actor a través de la frustración de sus verdaderos fines como ser humano, del bloqueo del desarrollo adecuado de sus facultades y poderes. Crimen, vicio, imperfección y miseria, todo surge de la ignorancia y la indolencia mental o el enredo. Esta ignorancia puede ser fomentada por personas malvadas que desean arrojar polvo a los ojos de otros para dominarlos, y que, al final, las más de las veces, son engañados por su propia propaganda. “La virtud es conocimiento" significa que si sabes el bien para el hombre, no puedes, si eres un ser racional, vivir de úna manera distinta a aquella en la que todos los deseos, esperanzas, plegarias y aspiraciones van encaminadas hacia la satisfacción; eso es lo que significa llamarles esperanzas. Para distinguir la realidad de la apariencia, para distinguir lo que verdaderamente satisfacerá al hombre de aquello que simplemente parece prometerlo, eso es conocimiento y sólo eso lo salvará. Es esta vasta suposición platónica, algunas veces en su forma cristiana, bautizada, la que anima a las grandes utopías del Renacimiento: la maravillosa fantasía de Moro, la Nueva Atlántida de Bacon, la Ciudad del Sol de Campanella, y una docena o más de utopías cristianas del siglo XVII ― de las cuales la de Fenelon es la mejor conocida. La fe absoluta en las soluciones racionales y la proliferación de escritos utópicos son dos aspectos de etapas similares de desarrollo cultural, en la Atenas clásica y el Renacimiento italiano y el siglo XIX francés y los doscientos años que siguieron, no menos en el presente que en el pasado reciente o distante. Hasta los relatos de los viajeros, que se afirma han ayudado a abrir los ojos de los hombres a la variedad de la naturaleza humana y por tanto a desacreditar la creencia en la uniformidad de las necesidades humanas, y consecuentemente en un solo remedio final a sus males, a menudo parecen haber tenido el efecto contrario. El descubrimiento, por ejemplo, de hombres en un estado salvaje en los bosques de América fue utilizado como evidencia de una naturaleza humana básica, del llamado hombre natural, con necesidades naturales tales y como hubieran existido en todas partes si los hombres no hubieran sido corrompidos por la civilización, por instituciones artificiales hechas por el hombre, debido al error o la maldad por parte de sacerdotes y reyes y otros que buscan el poder, que practicaron decepciones monstruosas sobre las crédulas masas, para dominarlas mejor y explotar su trabajo. El concepto del salvaje noble fue parte del mito de la pureza inmaculada de la naturaleza humana, inocente, en paz con su alrededor y consigo misma, arruinada sólo por el contacto con los vicios de la cultura corrupta de las ciudades occidentales. La noción de que en alguna parte, ya sea en una sociedad real o imaginada, el hombre habita en su estado natural al cual todos los hombres deberían regresar, está en el centro de las teorías primitivistas; es encontrada bajo varias apariencias en cada programa anarquista y populista de los últimos cien años y ha afectado hondamente al marxismo y a una vasta variedad de movimientos juveniles con metas radicales o revolucionarias.

Debo repetir que la doctrina común a todas estas visiones y movimientos es la noción de que existen verdades universales, ciertas para todos los hombres, en todas partes, en todo momento, y que estas verdades son expresadas en reglas universales: la ley natural de los estoicos y la iglesia medieval y los juristas del Renacimiento, desafío que sólo conduce al vicio, miseria y caos. Es cierto que algunas dúdas fueron arrojadas sobre esta idea, por ejemplo, por ciertos sofistas y escépticos en la Grecia antigua, así como por Protágoras, Hippias, Carneades, Pyrrho, Sexto Empírico, y en una fecha posterior por Montaigne y los pyrrhonistas del siglo XVII y sobre todo por Montesquieu, quien pensaba que formas de vida diferentes se ajustaban a hombres en medios y climas diferentes, con tradiciones y costumbres diferentes. Pero esto necesita mesura. Es cierto que un sofista citado por Aristóteles pensaba que "el fuego arde tanto aquí como en Persia mientras que las costumbres cambian debajo de nuestros propios ojos", y que Montesquieu pensaba que uno debería usar ropas abrigadoras en climas fríos y ropas delgadas en climas calientes, y que las costumbres persas no serían adecuadas para los habitantes de París. Pero a lo que llega esta súplica de variedad es a que diferentes medios son más efectivos en diferentes circunstancias dirigidas hacia la realización de fines similares. Esto es cierto incluso del conocido escéptico David Hume. Ninguno de estos dudosos desean negar que las metas humanas centrales son universales y uniformes: todos los hombres buscan comida y bebida, abrigo y seguridad; todos los hombres desean procrear; todos los hombres buscan intercambio social, justicia, un grado de libertad, medios de autoexpresión, etcétera. Los medios pueden diferir de país a país, y de edad a edad, pero los fines permanecen sin alteración: esto es resaltado por el alto grado de semejanza familiar en las utopías sociales tanto de los tiempos modernos como de los antiguos.

Es cierto que un golpe aún más grave en contra de estas suposiciones fue dirigido por Maquiavelo, quien sugirió dudas en cuanto a si era posible, aun en principio, cambiar una visión cristiana de la vida que involucra auto-sacrificio y humildad, con la posibilidad de construir y mantener una república poderosa y gloriosa, que requeria no humildad o auto-sacrificio por parte de sus gobernantes y ciudadanos, sino las virtudes paganas de valor, vitalidad, auto-afirmación y, en el caso de los gobernantes, de una capacidad de acción insensible, sin escrúpulos y cruel cuando esto fuese dictado por las necesidades del Estado.

Maquiavelo no desarrolló las implicaciones totales de este conflicto de ideales ― no era filósofo profesional ―, pero lo que dijo causó gran inquietud en algunos de sus lectores durante cuatro siglos y medio. Sin embargo, en términos generales, el tema que él concibió tendió a ser mayoritariamente ignorado. Sus trabajos fueron declarados inmorales, condenados por la iglesia y no tomados demasiado en serio por los moralistas y pensadores políticos que, representaban la corriente central del pensamiemo occidental en estos campos.

En algún grado, yo pienso, Maquiavelo sí tuvo alguna influencia sobre Hobbes, sobre Rousseau, sobre Fichte y Hegel, seguramente sobre Federico el Grande, de Prusia, que se tomó el trabajo de publicar una refutación formal a sus visiones; y más claramente que todos, sobre Nietzsche y aquellos influidos por él. Pero, por amplio margen, la suposición más incómoda en Maquiavelo es, particularmente, que ciertos valores, y aún más, ciertos ideales, pueden ser incompatibles ― una noción que ofende la proposición que yo he enfatizado, que todas las respuestas verdaderas a preguntas serias deben ser compatibles ―; esa suposición fue silenciosamente ignorada por la mayor parte. Nadie parecía ansioso de asirse a la posibilidad de que las respuestas cristianas, y las respuestas paganas a preguntas morales o políticas, podrían ser ambas correctas dadas las premisas de las cuales parten: que esas premisas no eran demostrablemente falsas, sólo incompatibles, y que ningún estándar en forma de bóveda o criterio estaba disponible para decidir entre ellas o para reconciliar estas moralidades totalmente opuestas. Esto resultó ser algo preocupante para aquellos que se creían cristianos pero deseaban darle al César lo que era de César. Una división clara entre vida pública y privada, o política y moralidad, nunca funciona bien. Demasiados territórios han sido reclamados por ambos. Esto ha sido y puede ser un probléma agónico y, como frecuentemente ha sucedido en tales casos, los hombres no estaban demasiado ansiosos de enfrentarlo.

Hubo también otro ángulo desde el cual estas suposiciones fueron cuestionadas. Estas suposiciones, debo repetir al precio de ser aburrido, son las de la Ley Natural: que la naturaleza humana es una esencia estática, inalterable, que sus fines son eternos, inalterables y universales para todos los hombres, en todos los tiempos, y pueden ser conocidos y quizás satisfechos por todos aquellos que poseen el tipo apropiado de conocimiento.

Cuando los nuevos estados-nación surgieron en el curso y parcialmente como resultado de la Reforma en el siglo XVI en el oeste y norte de Europa, algunos entre los abogados involucrados en formular y defender las demandas y leyes de esos reinos, en su mayor parte reformistas, ya fuera por oposición a la autoridad de la iglesia de Roma (o, en algunos casos, a las políticas centralizadas del rey de Francia) empezaron a argumentar que la ley romana, con su pretensión a la autoridad universal, no era nada para ellos; ellos no eran romanos, ellos eran francos, celtas, escandinavos; tenían sus propias tradiciones francesas, bátavas, escandinavas; ellos vivían en Languedoc; tenían sus costumbres languedocenses desde tiempos inmemoriales: ¿qué era romano para ellos? En Francia eran descendientes de los conquistadores francos, sus antepasados habían sometido a los galo-romanos, ellos habían heredado, querían reconocer sólo sus leyes francas o borgónanas o helvéticas; lo que la ley romana tenía que decir no era aquí ni allá; no les era aplicable. Dejad que los italianos obedezcan a Roma. ¿Por qué tendrían los francos, teutones, descendientes de piratas vikingos, acetar el dominio de un solo código legal, universal; extranjero? Naciones diferentes, raíces diferentes, ideales diferentes. Cada uno tenía su propia manera de vivir ―¿qué derecho tenía uno para dictar sobre los otros? Menos que todos el Papa, cuyas pretensiones a la autoridad espiritual la Reforma negó. Esto rompió el hechizo de un solo mundo, una ley universal y consecuentemente una meta universal de todo los hombres. La sociedad perfecta que los guerreros francos o aún sus descendientes, concibieron como su ideal podría ser muy diferente a la visión utópica de un italiano, antiguo o moderno, y totalmente disímil a la de un indio o un sueco un turco. De aquí en adelante, el espectro del relativismo hace su temible aparición, y con ella, el principio de Ia disolución de la fe en el mismo concepto de metas universalmente válidas, por lo menos en la esfera social y política. Esto fue acompañado, en su transcurso, por un sentido de que quizás no habría tan sólo una falla histórica o política, sino también lógica en la misma idea de un universo igualmente aceptable a comunidades de origen diferente, con tradiciones diferentes, carácter, perspectivas, conceptos, categorías, visión de vida.

Pero de nuevo, las implicaciones de esto no fueron plenamente clasificadas, principalmente, quizás, por el enorme triunfo en este mismo tiempo de las ciencias naturales. Como resultado de los descubrimientos revolucionarios de Galileo y Newton, y el trabajo de otros matemáticos, físicos y biólogos de genio, el mundo externo fue visto como un solo cosmos, tal que, para tomar el ejemplo mejor conocido, por la aplicación de relativamente pocas leyes, el movimiento y la posición de cada partícula de materia podría ser determinado con precisión. Por primera vez fue posible organizar una masa caótica de datos de observaciones en un solo sistema, coherente, perfectamente ordenado. ¿Por qué no utilizar los mismos métodos y aplicados a asuntos humanos, a moral, a política, a la organización de la sociedad, con el mismo éxito? ¿Por qué tenía que ser asumido que los hombres pertenecen a algún orden fuera del sistema de la naturaleza? Lo que es válido para objetos materiales, de animales y plantas y minerales, en zoología, botánica, química, física, astronomía ― todas estas nuevas ciencias, en camino de ser unificadas, que proceden de hipótesis acerca de datos observados y de conclusiones científicas comprobables y que juntas forman un sistema coherente y científico ― ¿Por qué no podría ser esto también aplicable a los problemas humanos? ¿Por qué no puede uno crear una ciencia o ciencias del hombre y aquí también proveer soluciones tan claras y tan seguras como aquellas obtenidas en las ciencias del mundo externo?

Esta era una propuesta novedosa, revolucionaria y altamente plausible que los pensadores de la Ilustración, particularmente en Francia, aceptaron con entusiasmo natural. Era seguramente razonable suponer que el hombre tiene una naturaleza capaz de ser observada, analizada, probada como otros organismos y formas de materia viviente. El programa parecía claro: uno debe descubrir científicamente en qué consiste el hombre y qué necesita para su crecimiento y su satisfacción. Cuando uno ha descubierto quién es y qué requiere, uno entonces preguntará dónde puede ser encontrado esto último y entonces, por medio de inventos apropiados y descubrimientos, suplir las necesidades del hombre: y de esta manera obtener, si no perfección total, por lo menos un estado de cosas más feliz y más racional que el que prevalece en el presente. ¿Por qué no existe? Porque la estupidez, el prejuicio, la superstición, la ignorancia, las pasiones que oscurecen la razón, avaricia, miedo, lujuria de dominación y los barbarismos, la crueldad, la intolerancia y el fanatismo que los acompañan, han conducido a una condición deplorable en la cual a los hombres se les ha forzado a vivir demasiado tiempo. La falla, inevitable o deliberada, de observar lo que hay en el mundo, le ha robado al hombre el conocimiento necesario para mejorar su vida. Sólo el conocimiento científico puede salvamos. Esta es la doctrina fundamental de la Ilustración francesa, un gran movimiento liberador, que en su día eliminó una gran cantidad de crueldad, superstición, injusticia y oscurantismo.

Con el curso del tiempo, esta gran ola de racionalismos indujo a una reacción inevitable. Me parece que este es un dato histórico, que toda vez que el racionalismo va lo suficientemente lejos, tiende a asumir una resistencia emocional, un backlash, por decido así, que surge de aquello que es irracional en el hombre. Esto tuvo lugar en Grecia en los siglos IV y III d.C, cuando las grandes escuelas socráticas produjeron sus magníficos sistemas racionalistas: rara vez, nos dicen los historiadores de los cultos griegos, florecieron tan ricamente religiones misteriosas, ocultismos, irracionalismos y misticismos de todo tipo. Así, también, el rígido y poderoso edificio de la ley romana, uno de los grandes logros de la civilización, junto con la gran estructura legal-religiosa del judaísmo antiguo, fueron seguidas de una resistencia apasionada, emocional, culminando en la subida y triunfo de la cristiandad. En la vieja Edad Media hubo, siinilarmente, una reacción frente a las construcciones lógicas de los escolásticos. Algo parecido ocurrió durante la Reforma y hace cerca de dos siglos, siguiendo los triunfos del espíritu científico en el Occidente.

Esta reacción, que me gustaría traer a su atención, provino principalmente de Alemania. Algo tiene que ser dicho acerca de la situación social y espiritual de la Alemania de ese tiempo. Para el siglo XVII, aun antes de la devastación de la Guerra de los Treinta Años, los países germano-parlantes se encontraron, por razones que no tengo ni el tiempo ni ― una razón de mayor fuerza ― la competencia para discutir, culturalmente inferiores a sus vecinos del otro lado del Rhin. Durante todo ese siglo, los franceses parecían ser dominantes en cada esfera de la vida, tanto espiritual como material. Su fuerza militar, su organización social y económica, sus pensadores, científicos y filósofos, pintores y compositores, sus poetas, dramaturgos y arquitectos ― su excelencia en las artes generales de la vida ― los colocaron a la cabeza de toda Europa. Bien podrían ser disculpados si entonces y luego identificaron la civilización como tal con su propia cultura.

Si durante el siglo XVII la influencia francesa alcanzó una estatura sin ejemplos, también hubo un notable florecimiento de la cultura en otros países occidentales; esto es claramente cierto de Inglaterra en el periodo isabelino tardío y el de los Estuardo, que coincidió con la edad dorada de España y el gran renacimiento artístico y científico de los Países Bajos. Italia, si no quizás a lá altura que alcanzó en el Cuatrocento, produjo artistas y especialmente científicos de logros sobresalientes. Incluso Suecia en el lejano norte empezaba a moverse.

Los pueblos germano-parlantes no podían presumir de nada similar; si nos preguntamos cuáles fueron las contribuciones más distinguidas hechas a la civilización europea en el siglo XVII por estos pueblos que se explica por lo menos en parte por la guerra, hay muy poco que decir: aparte de la arquitectura y el genio aislado de Kepler, el talento original parece fluir sólo en la teología; los poetas, académicos, pensadores, rara vez sobrepasaron la mediocridad: Leibniz parece tener muy pocos predecesores nativos. Esto puede, yo creo, ser explicado por la decadencia económica y las divisiones políticas en Alemania; pero yo estoy preocupado sólo en enfatizar los hechos por sí mismos. Aunque el nivel general de la educación alemana permaneció bastante alto, vida, arte y pensamiento permanecieron profundamente provincianos. La actitud hacia las tierras alemanas por parte de las naciones avanzadas de Occidente, particularmente de los franceses, parecía ser una especie de indiferencia condescendiente. Con el transcurso del tiempo los humillados alemanes empezaron una febril imitación de los modelos franceses y esto, como ocurre frecuentemente, fue seguido por una reacción cultural. La conciencia nacional herida se afirmó, a veces de una manera algo agresiva.


Esta es una respuesta suficientemente común por parte de naciones atrasadas que son vistas con demasiado desprecio arrogante, con un aire de superioridad consciente demasiado grande por las sociedades más avanzadas. Para el inicio del siglo XVIII algunos líderes espirituales de los principados alemanes devotos, con la vista hacia adentro, empezaron a contraatacar. Esto tomó la forma de desprecio sobre el éxito mundano de los franceses; estos franceses y sus imitadores en otras partes podían presumir tanto de sólo un espectáculo vacío. La vida interior, la vida del espíritu, preocupada por la relación de hombre con hombre, consigo mismo, con Dios ― sólo eso era de importancia suprema; los sabihondos franceses, vacíos y materialistas, no tenían sentido de los verdaderos valores; de aquello por lo cual sólo viven los hombres. Dejadlos tener sus artes, sus ciencias, sus saloons, su riqueza y su gloria ostentosa. Todo esto era, al final, escoria ― los bienes perecederos de la carne corruptible. Los philosophes eran líderes ciegos de los ciegos, ajenos a toda concepción de aquello que verdaderamente importaba, el oscuro, agónico, infinitamente gratificante descenso hasta el fondo de su pecadora pero inmortal alma, hecha a semejanza de la propia naturaleza divina. Este era el reino de la visión devota, interior del alma alemana.

Gradualmente esta auto-imagen alemana creció en intensidad alimentada por lo que podría ser llamado una especie de resentimiento nacionalista. El filósofo, poeta, crítico, pastor espiritual Johann Gottfried Herder fue quizás el primer profeta totalmente articulado con esta actitud y elevó esta auto-conciencia cultural a un principio general. Empezó como un historiador literario y ensayista y mantuvo que los valores no eran universales; cada sociedad humana, cada pueblo, de hecho cada edad y civilización, posee su propio ideal único, estandarizado, forma de vida y pensamiento y acción. No hay reglas inmutables, universales, eternas, ni criterios de juicio en términos de diferentes culturas y naciones que pueden ser calificadas por un solo orden de excelencia, que colocaría a los franceses ― si Voltaire tenía razón ― en la cima de la escalera del logro humano y a los alemanes muy abajo en las regiones crepusculares del oscurantismo religioso y dentro de los límites estrechos del provincianismo y la sombría vida rural. Cada sociedad, cada época, tiene sus propios horizontes culturales. Cada nación tiene sus propias tradiciones, su propio carácter, su propia cara. Cada nación tiene su centro de gravedad moral, que difiere de la de todos los demás; allí y sólo allí se encuentra su felicidad ― en el desarrollo de sus propias necesidades nacionales, su propio carácter único.

No hay una razón de peso para buscar imitar modelos extranjeros, o regresar a un pasado remoto. Cada edad, cada sociedad difiere en sus metas y hábitos y valores de cualquier otra. La concepción de la historia humana como un solo proceso universal de lucha hacia la luz, donde la etapa posterior y sus expresiones concretas son necesariamente superiores a la etapa anterior, donde lo primitivo es necesariamente inferior a lo sofisticado, es una enorme falacia. Homero no es un Ariosto primitivo; Shakespeare no es un Racine rudimentario. Juzgar a una cultura por los estándares de otra es un argumento sin imaginación ni comprensión. Cada cultura tiene sus propios atributos que deben ser asidos en y por sí mismos. Para entender una cultura uno debe emplear las mismas facultades de percepción comprensiva con las cuales nos entendemos los unos a los otros, sin las cuales no hay amor o amistad, ni relaciones humanas verdaderas. La actitud de un hombre hacia otro es, o debería, estar basada en percibir lo que es en sí mismo, singularmente, no lo que tiene en común con todos los otros hombres; sólo las ciencias naturales abstraen lo que es común, generalizan: las relaciones humanas están fundadas sobre el reconocimiento de la individualidad, que puede, quizás, nunca ser descrita exhaustivamente, mucho menos analizada; es así en la comprensión de comunidades, culturas, épocas, y lo que son y por lo que luchan, sienten, sufren y crean, cómo se expresan y se ven a sí mismos, cómo piensan y actúan.

Los hombres se congregan en grupos porque están conscientes de lo que los une ― lazos de descendencia común, lenguaje, tierra, experiencia colectiva; estos lazos son únicos, impalpables y esenciales. Las fronteras culturales son naturales a los hombres, surgen de la acción recíproca entre su esencia interior y el medio ambiente y la experiencia histórica. La cultura griega es única e inagotablemente griega; India, Persia, Francia, son lo que son, no otra cosa. Nuestra cultura es nuestra; las culturas son inconmensurables: cada una es como es, cada una de valor infinito, así como las almas están a la vista de Dios. Eliminar una, en favor de la otra, subyugar a una sociedad y destruir una civilización, así como lo han hecho los grandes conquistadores, es un crimen monstruoso en contra del derecho de ser uno mismo, de vivir ala luz de los valores ideales propios. Si envías al exilio a un alemán y lo siembras en América, será infeliz; sufrirá porque la gente puede ser feliz, puede funcionar libremente, sólo entre aquellos que la entienden. Sentir-se solo es estar entre hombres que no saben lo que quieren decir. Exilio, soledad, es encontrarse entre gentes cúyas palabras, gestos, escritura es ajena; cuyo comportamiento, reacciones, sentimientos, respuestas instintivas y pensamientos, placeres y dolores son demasiado remotos; cuya educación y perspectiva, el tono y la calidad de cuya vida y ser, no son nuestros. Hay muchas cosas que los hombres sí tien en común, pero no lo que más importa. Lo que los indidualiza, los hace lo que son y hace posible la comunicaciones lo que no tienen en común con todos los otros. Diferencias, peculiaridades, matices, caracteres individuales son más importante.

Esta es una doctrina desusada. Herder identifica diferencias culturales y esencia cultural, y la misma idea del desarrollo histórico, de manera muy distinta a la de Voltaire. Lo que para él hace alemanes a los alemanes es cómo comen o beben, administran la justicia, escriben poesía, idolatran, deshacen de la propiedad, se levantan y sientan, obtienen comida, usan la ropa, cantan, pelean guerras, ordenan vida política; tienen un cierto carácter común, una propiedad cualitativa, un patrón que es únicamente alemán, en que difieren de las actividades correspondientes a los chinos o los portugueses: Ninguno de estos pueblos o culturas es para Herder, superiores a alguno de los otros, son meramente diferentes; ya que son diferentes, persiguen diferentes fines; aquí reside tanto su carácter específico como valor. Valores, cualidades de carácter, no son conmensurables: una orden de mérito que presupone una sola varilla medición es, para Herder, evidencia de una ceguera frente a lo que hace humanos a los seres humanos. Un alemán puede ser feliz a pesar del esfuerzo de convertirlo en francés de segunda categoría. Los islandeses no serán felices viviendo en Dinamarca, ni los europeos emigrando a America. Los hombres pueden desarrollar sus plenos poderes sólo porque continúan viviendo donde ellos y sus ancestrales nacieron, al hablar su idioma y vivir su vida dentro del marco de costumbres de su sociedad y cultura. Los hombres no son auto-creados; nacen dentro de una corriente, sobretodo de idioma que moldea sus pensamientos y sentimientos, que no puede descartar o cambiar, que forma su vida interior. Las cualidades que los hombres tienen en común no son suficientes para asegurar la satisfacción de la natuleza de un hombre o un pueblo, que depende por lo menos lo mismo de las características debidas al lugar, el tiempo y cultura a la cual los hombres particularmente pertenecen: ignorar o borrar estas características es destruir las almas y los cuerpos de los hombres por igual. "Yo no estoy aquí para pensar, yo estoy aquí para ser, para vivir, para actuar". Para Herder cada acción, cada forma de vida, tiene un patrón que difiere de la de cada otro. La unidad natural para él es lo que llama das Volk, el pueblo, del cual los principales componentes son la tierra y el idioma, no la raza ni el color o religión. Ese es el sermón de toda la vida de Herder ― después de todo, él era un pastor protestante ― a los pueblos germano-parlantes.

Pero si esto es así, si la doctrina de la Ilustración francesa ― y de hecho, la suposición occidental central, de la cual he hablado, que todos los valores verdaderos son inmutable sin tiempo y universales ―, necesita tan drásticamente una revisión, entonces hay algo radicalmente equivocado en idea de una sociedad perfecta. La razón básica para esto se encontraba entre aquellos que usualmente estaban contra de las ideas utópicas ― que tal sociedad no puede ser obtenida porque los hombres no son lo suficientemer sabios, ni hábiles ni virtuosos, y tampoco pueden reunir grado requerido de conocimiento o resolución ni pueden manchados como están por el pecado original, obtener perfección en esta vida ―, pero es algo totalmente diferente. La idea de una sola sociedad perfecta para toda la humanidad debe ser internamente auto-contradictoria, porque el Valhalla de los alemanes necesariamente es diferente al ideal de vida futura de los franceses, porque el paraíso de los musulmanes no es el de los judíos o cristianos, porque una sociedad en la que un francés obtendría una satisfacción armoniosa es una sociedad que a un alemán le resultaría sofocante. Pero si vamos a tener tantos tipos de perfección como hay tipos de cultura, cada una con su constelación ideal de virtudes, entonces la misma noción de la posibilidad de una sola sociedad perfecta es lógicamerite incoherente. Este, yo pienso, es el principio del ataque moderno sobre la noción de utopía, utopía como tal.

El movimiento Romántico en Alemania, que le debió mucho a la influencia del filósofo Fichte, contribuyó con su propio ímpetu poderoso a este nuevo y genuinamente revolucionario Weltanschauung. Para el joven Friedrich Schlegel, o Tieck, o Novalis, valores éticos, políticos, estéticos, no están dados objetivamente, no son estrellas fijas en algún firmamento platónico, eterno e inmutable, que los hombres pueden descubrir empleando sólo el método adecuado ― percepción metafísica, investigación científica, argumento filosófico o revelación divina. Los valores son generados por el ser humano creativo. El hombre es, sobre todo, una criatura dotada no únicamente de razón sino de voluntad. La voluntad es la función creativa del hombre. El nuevo modelo de la naturaleza del hombre es concebido por analogía con la nueva concepción de la creación artística, ya no sujeta por las reglas objetivas derivadas de la naturaleza universal idealizada (la bella natura) o por las verdades eternas del clasicismo, o la ley natural, o quien da leyes divinas. Si uno compara doctrinas clásicas ― incluso esas de teóricos neoclásicos tardíos tales como Joshua Reynolds o Jean Philippe Rameau, con los de sus opositores românticos ―, esto emerge claramente. Reynolds, en sus famosas ponencias sobre el Gran Estilo, dijo en efecto que si uno está pintando a un rey, tiene que estar guiado por la.concepción de realeza. David, rey de Israel, puede haber sido en vida de una estatura mínima y haber tenido defectos físicos. Pero no puedes pintarlo así, porque es un rey. De tal modo, debes pintarlo como un personaje real; y la realeza es un atributo eterno, inmutable, uno e igualmente accesible a la visión de todos los hombres, en todos los tiempos, en todas partes; no se altera con el paso del tiempo o diferencia de perspectiva, algo parecido a una "idea" platónica, más allá del alcance del ojo empírico, y el asunto del pintor o escultor es penetrar el velo de la apariencia, concebir la esencia de la realeza pura y traspasada al lienzo, o al mármol o a la madera o a cualquier medio que el artista escoja usar. De la misma manera, Rameau estaba convencido de que el asunto del compositor era evidenciar la armonía profunda ― las proporciones matemáticas eternas ― que están contenidas en la naturaleza de las cosas, en el gran cosmos, no dadas al oído mortal, y sin embargo es aquello que le da al patrón de sonidos musicales el orden y la belleza que el artista inspirado crea ― o más bien, reproduce "imitaciones" ― lo mejor que puede.

Pero no lo creen así los que están influidos por la nueva doctrina romántica. El pintor crea; no copia. El no imita; no sigue reglas; las hace. Los valores no son descubiertos, son creados; no son encontrados, sino hechos por un acto de voluntad imaginativa, creativa, como son creadas obras de arte, políticas, planes y patrones de vida. ¿Pero la imaginación de quién, la voluntad de quién? Fichte habla del ser, el ego; como una regla lo identifica con un espíritu mundial, trascendente, infinito, del cual el humano individual es una mera expresión espacio-temporal, mortal, un centro finito que deriva su realídad del espíritu, con el cual busca obtener unión perfecta. Otros identifican este ser con algún otro espíritu superpersonal o fuerza ― la nación ―, el verdadero ser en el cual el individuo es sólo un elemento; o de nuevo el pueblo (Rousseau se acerca más a hacer esto), o el Estado (como lo hace Hegel); o es identificado con una cultura, o el Zeitgeist (una concepción altamente ridiculizada por Goethe en Fausto); o una clase que representa la marcha progresiva de la historia (como en Marx), o algún otro movimiento igualmente impalpable o fuerza o grupo. Esta fuente algo misteriosa supuestamente genera y transforma valores que estoy obligado a seguir porque, para el grado en el que estoy, es lo mejor y más verdadero, un agente de Dios, o de la historia, o del progreso, o de la nación, yo los reconozco como propios. Esto constituye un rompimiento agudo con toda la tradición previa, para la cual lo verdadero y lo bello, lo innoble, lo correcto y lo incorrecto, deber, pecado, bien último, eran valores inalterables, ideales, y sus opuestos, creados eternos e idénticos para todos los hombres: es la vieja fórmula, quod semper, quod ubique, quod ab omnibus: el único problema era cómo conocerlos y conociéndolos realizados o evitados, hacer el bien y evitar el mal.


Pero si estos valores son no creados, sino generados por mi cultura o por mi nación o por mi clase, diferirán de los valores generados por tu cultura, tu nación, tu clase; no son universales y pueden chocar. Si los valores generados por los alemanes son diferentes de los generados por los portugueses, si los valores generados por los antiguos griegos son diferentes de los generados por los franceses modernos, entonces una relatividad más profunda que cualquiera enunciada por los sofistas o Montesquieu o Hume destruirá el único universo moral e intelectual. Aristóteles, Herder declararon es "suyo" ― Leibniz, es "nuestro". Leibniz nos habla a nosotros los alemanes, no Sócrates ni Aristóteles. Aristóteles era un gran pensador, pero no podemos regresar a él: su mundo no es el nuestro. Así, tres cuartos de siglo después, fue asentado que, si mis verdaderos valores son la expresión de mi clase ― el proletariado ―, entonces la noción de que todos los valores, todas las respuestas verdaderas a las preguntas, son compatibles una con la otra, no puede ser cierta, ya que mis valores inevitablemente chocarán con los tuyos, porque los valores de mi clase no son los valores de la tuya. Como los valores de los antiguos romanos no son los de los italianos modernos, así el mundo moral de la cristiandad medieval no es el de los demócratas liberales, y, sobretodo, el mundo de los trabajadores no es el de quienes los contratan. El concepto de un bien común, válido para toda la humanidad, descansa sobre un error cardinal.

La noción de que existe una esfera cristiana celestial, no afectada por el mundo de cambio y apariencia, en la cual verdades matemáticas y valores morales o estéticos forman una armonía perfecta, garantizada por vínculos lógicos indestructibles, ahora es abandonada, o en lo mejor de los casos es ignorada. Eso está en el corazón del movimiento romántico, cuya expresión extrema es la auto-afirmación de la personalidad creativa individual como el hacedor de su propio universo; estamos en el mundo de los rebeldes en contra de la invención, de los artistas libres, de los proscritos satánicos, los desterrados de Byron, la generación "pálida y febril" celebrada por los escritores románticos franceses y alemanes del temprano siglo XIX, los tormentosos héroes prometeicos que rechazan las leyes de su sociedad determinados a obtener una auto-realización y encontrar una auto¬expresión en contra de cualquier obstáculo.

Este puede haber sido un tipo de auto-preocupación romántica exagerada y a ratos histérica, pero la esencia de ella, las raíces de la cual crear, no desaparecieron con el decaimiento de la primera ola del movimiento Romántico, y se convirtieron en la causa de inquietud permariente; de hecho, la ansiedad en la conciencia europea ha permanecido hasta este día. Es claro que la noción de una solución armoniosa para el problema de la humanidad aún en principio, y consecuentemente para el concepto mismo de utopía, es incompatible con la interpretación del mundo humano como una batalla de voluntarios perpetuamente nueva e incesantemente conflictiva, individual o colectiva. Fueron hechos intentus para frenar esta marea peligrosa. Hegel, y después de él Marx, buscaron regresar a un esquema histórico racional. Para ambos hay una marcha de la historia ― un solo ascenso de la humanidad, de la barbarie a la organización racional.

Conceder que la historia es una historia de luchas y colisiones, pero que éstas serán resueltas finalmente. Se deben a la particular dialéctica del auto-desarrollo del Espíritu Mundial, o al progreso tecnológico que crea división del trabajo y guerra de clases; pero estas "contradicciones son los factores que en sí son indispensables para el movimiento hacia adelante que culminará en un todo armonioso, ya sea concebido como un progreso infinito hacia una meta tra¿cendente, como en Hegel, o en una sociedad racional obtenible, como en Marx. Para estos pensadores la historia es un drama en el que hay contendientes violentos. Ocurren tribulaciones terribles, colisiones, batallas, destrucción, sufrimiento espantoso; pero la historia tiene, debe tener, un final feliz. Para los pensadores utópicos de esta tradición, el resplandor de una sociedad estática, libre de conflicto después de la desaparición del Estado, se ha marchitado y toda autoridad constituida ha desaparecido ― una anarquía pacífica en la que los hombres son racionales, cooperativos, virtuosos, felices y libres. Este es un intento por tener lo mejor de ambos mundos: por permitir el conflicto inevitable, pero creer que es a su vez ineludible y una etapa temporal en el camino a la total auto-satisfacción de la humanidad.

Sin embargo, las dudas persisten, y lo han hecho desde que el reto fue lanzado por los racionalistas. Esta es la inquietante herencia del movimiento romántico; ha entrado en la conciencia moderna a pesar de todos los esfuerzos por eliminado o circunnavegado, o explicado como un mero síntoma del pesimismo de la burguesía inquieta por la conciencia de, pero incapaz de enfrentada, su inescapable perdición que se acerca.

Desde entonces la "filosofía perenne" con sus verdades objetivas inalterables, fundadas sobre la percepción de un orden eterno detrás del caos de las apariencias, ha sido puesta a la defensiva enfrentada a ataques de relativistas, pluralistas, irracionalistas, pragmáticas, subjetivistas, y ciertos tipos de empirismo; y con su decadencia, la concepción de la sociedad perfecta que deriva de esta gran visión unitaria, pierde su poder persuasivo. De este tiempo en adelante, creyentes en la posibiliead de la perfección social tienden a ser acusados por sus opositores de tratar de introducir un orden artificial a una humanidad renuente, de tratar de encajar a seres humanos, como ladrillos, en una estructura preconcebida, forzados a vivir en camas procusteanas, y disecar a hombres vivos en la búsqueda de un esquema fanáticamente sostenido. De allí la protesta, y anti-utopías de Aldous Huxley, o Orwell, o Zamiatin (en Rusiá en los tempranos veinte), quienes pintan un cuadro horripilante de una sociedad sin fricciones en la que las diferencias entre seres humanos son, en la medida de lo posible, eliminadas, o por lo menos reducidas, y el patrón multi-color de la variedad de temperamentos humanos, inclinaciones, ideales ― en breve, el flujo de vida ― es brutalmente reducido a la uniformidad, presionado en una camisa de fuerza social y política que lastima y mutila y termina aplastando a los hombres en el nombre de una teoría monística, el sueño de un orden estático y perfecto. Este es el corazón de la protesta en contra de la ola totalitaria, que Tocqueville y J. S. Mill sentían estaba avanzando sobre la humanidad.

Nuestros tiempos han visto el conflicto de dos visiones irreconciliables; una es la visión de aquellos que creen que existen valores eternos, obligatorios para todos los hombres, y que la razón por la cual los hombres no los han; hasta ahora, reconocido o realizado todos, es por falta de capacidad moral, intelectual o material, necesaria para trazar este fin. Puede ser que este conocimiento haya sido referido de nosotros por las leyes de la historia misma: una interpretación de estas leyes es la guerra de clases que tanto ha distorsionado nuestras relaciones con nosotros mismos como para cegar a los hombres de la verdad, y así impedir una organización racional de la vida humana. Pero ha ocurrido el progreso suficiente para permitir a algunas personas ver la verdad; en la plenitud del tiempo la solución universal será clara a los hombres en general: entonces la prehistória terminará y la verdadera historia empezará. Así lo creen los marxistas, y quizás otros profetas socialistas y optimistas. Esto no es aceptado por aquellos que declaren que los temperamentos de los hombres, dones, perspectivas, deseos, permanentemente difieren unos de otros, que la uniformidad mata; que los hombres pueden vivir vidas plenas sólo en sociedades con una textura abierta, en la que la variedad no es meramente tolerada sino aprobada y fomentada; que el desarrollo más vivo de las potencialidades humanas puede ocurrir sólo en sociedades en las que hay un amplio espectro de opiniones ― formas de lo que J. S. Mill llamaba "experimentos de vida" ― en las cuales hay libertad de pensamiento y de expresión, visiones y opiniones que chocan una con la otra, sociedades en que la fricción e incluso el conflicto nos son permitidas, con todo y leyes para controlarlas y prevenir destrucción y violencia; que la sujeción a una sola ideología, no importa qué tan razonable e imaginativa sea, roba libertad y vitalidad a los hombres. Esto puede ser lo que Goethe quería decir cuando, después de leer Systeme de la Nature de Holbach (una de las obras más famosas del materialismo francés del siglo XVIII, que parecía una especie de utopía racionalista), declaró que no podría entender cómo alguien podía aceptar un asunto tan gris, cadavérico, cimeriano, escaso de color, vida, arte, humanidad. Para aquellos que abrazaron este individualismo teñido románticamente, lo que importa no es la base común sino las diferencias, no el uno, sino los muchos; para ellos la súplica de unidad ― la regeneración de la humanidad mediante la recuperación de una inocencia perdida y armonía, el regreso de una existencia fragmentada al todo completo, es una ilusión infantil y peligrosa: aplastar toda diversidad e incluso conflicto en el interés de la uniformidad es, para ellos, aplastar la vida misma.

Estas doctrinas no son compatibles una con la otra. Son antagonistas antiguas; en su disfraz moderno, ambas dominan a la humanidad hoy, y ambas son resistidas: organización industrial versus derechos humanos; reglas burocráticas versus "hacer la cosa de uno"; buen gobierno versus auto-gobierno; seguridad versus libertad. Algunas veces una demanda se transforma en su opuesto: pretensiones de democracia participativa se convierten en opresión de minorías, medidas para establecer equidad social aplastan la autodeterminación y sofocan el genio individual. Junto con esta colisión de valores, persiste un sueño de viejas eras: hay, debe haber ― y puede ser encontrada ― una solución final a los males humanos puede ser obtenida. Mediante la revolución o por fines pacíficos seguramente vendrá. Y entonces todos, o la vasta mayoría de los hombres serán virtuosos y felices, sabios, buenos y libres; si tal posición puede ser obtenida, y una vez obtenida dura para siempre, ¿qué hombre cuerdo desearía regresar a las miserias de los hombres deambulando en el desierto? Si esto es posible, ¿entonces seguramente ningún precio es demasiado alto para pagar por él; ninguna cantidad de opresión, crueldad, represión, coerción será demasiado alto, si esto, y sólo esto, es el precio de la salvación última de todos los hombres? Esta convicción da una amplia licencia para inflingir sufrimiento sobre otros hombres, siempre que sea hecho por puros motivos desinteresados. Pero si uno cree que esta doctrina es una ilusión, y sólo porque valores últimos pueden ser incompatibles uno con los otros, y la misma noción de un mundo ideal en el cual están reconciliados es una imposibilidad (y no meramente práctica) conceptual, entonces, quizás, lo mejor que uno puede hacer es tratar de promover algún tipo de equilibrio, necesariamente inestable, entre las diferentes aspiraciones de diferentes grupos de seres humanos ― por lo menos para prevenir que intenten exterminarse los unos a los otros, y, en la medida de lo posible, promover el grado máximo practicable de simpatia y comprensión entre ellos. Pero esto no es, prima facie, un programa salvajemente excitante: un sermón liberal que recomienda maquinaria diseñada para impedir que la gente se haga demasiado daño, para darle a cada grupo humano el suficiente espacio para realizar sus propios fines idiosincráticos, únicos, particulares sin demasiada interferencia con los fines de otros, no es un grito de batalla apasionado para inspirar a los hombres el sacrificio y el martirio y los actos heroicos. Sin embargo, si fuese adoptado, podría prevenir derramamiento de sangre y, al final, transformar al mundo. C. S. Lewis dice en alguna parte que no hay ninguna razón a priori para suponer que la verdad, al ser descubierta, necesariamente probará ser interesante; será suficiente si es cierta.

(Publicado em Vuelta, março de 1986)


ANARQUÍA, ESTADO y UTOPÍA

Octavio Paz, Robert Noszik y Enrique Krauze

Esse diálogo tuvo lugar durante el Congreso Mundial de la Cultura organizado por la UNESCO en la Ciudad de México en noviembre de 1982. La versión que publicamos fue editada y revisada por Enrique Krauze, Octavio Paz y Francisco Segovia.

Octavio Paz: Usted es autor de dos libros muy comentados, uno de filosofía: Philosophical Explanations, y otro de política: Anarchy, State and Utopia. ¿Cuál es la relación entre ambos?

R. Noszik: En lo político sufrí dos cambios. Aunque entonces no me percaté de ello, ambos estaban relacionados. En los cincuentas participé políticamente en el movimiento socialista estudiantil pero, poco después de terminar el bachillerato, cuando estudiaba filosofía en la Universidad, comenzó a inquietarme la posición socialista y llegue a convencerme de que existían argumentos morales en favor del capitalismo, del mercado libre y de la propiedad privada. Esa fue una transformación: de ser socialista pasé a defender el mercado libre ― aunque tendremos que hablar de lo que esto significa. Mi posición coincidía con lo que en Estados Unidos se llama actitud libertaria. Ya sé que para Hispanoamérica y Europa la palabra libertario evoca un sistema anarquista. Existen interesantes afinidades y diferencias entre los libertarios que defienden el mercado libre y los libertarios anarquistas. Ambos concuerdan en la zona de la libertad personal pero se bifurcan en el asunto de la propiedad privada. El segundo cambio que sufrí fue el siguiente: yo estaba educado en el estilo de la filosofía analítica, que es la filosofía que se practica más comúnmente en los Estados unidos, y en Inglaterra. Llegué a ella estimulado por muchas de sus grandes cuestiones: ¿tenemos libre albedrío?, ¿existen verdades éticas objetivas?, ¿tiene significado la vida, y cuál es? Conforme uno se hace profesional, va estudiando las cosas más y más técnicamente. Yo mismo lo hice así durante algunos años, no sólo como los filósofos analíticos, sino también como se ha estudiado la filosofía desde los griegos: siguiendo un razonamiento, discutiéndolo y, al llegar a una conclusión, tratar de que los otros la acepten y crean en ella… incluso contra su voluntad, a través de una coerción intelectual. La misma terminología filosófica es coercitiva: ¿no hablamos de forzar a alguien a llegar a una conclusión y no decimos que existen argumentos contundentes en favor de esta o aquella opinión? Todo esto me llevó a pensar: "¿Esto es filosófico? ¿Por qué siempre estamos tratando de obligar a la gente a creer en algo?". La mayoría de las personas que se interesan por la filosofía lo hacen porque desean resolver algún problema intelectual. Este interés se manifiesta en una actividad interpersonal en la que se trata de convencer a alguien de algo, usualmente contradiciendo a un tercero. Los filósofos intentan resolver sus problemas discutiendo con los demás.

O. P: Sin embargo, la filosofía es diálogo y los filósofos tienen que encontrar una comunidad, un grupo que discuta y comparta sus opiniones.

R. N: Desde luego. Pero hay muchas maneras de encontrar una comunidad sin apabullar a la gente con nuestras opiniones. Mi último libro no sólo expone nuevas opiniones filosóficas sino que propone una manera diferente de hacer filosofía. Lo hace sin agredir a la gente. El libro se llama Explicaciones filosóficas porque explicar es algo muy distinto a lo que en general se hace ― hacemos ― con la filosofía. No imponer intelectualmente sino explicar cómo pueden existir verdades éticas objetivas, cómo puede existir el libre albedrío, cómo puede haber conocimiento…

O. P: Si existen verdades éticas objetivas, o verdades acerca del tiempo, la materia o la vida, entonces uno debe decirlo inmediatamente.

R. N: ¿Por qué su objetividad convencería a los demás?

O. P: Sí...

R. N: No deberíamos obligar a los demás a ver. Al escribir poesía usted intenta crear ― disculpe la crudeza de mi ejemplo ― usted trata de crear un objeto hermoso, un objeto que mueva emocionalmente. A usted le gustaría que los demás lo apreciaran pero no es esa su primera meta. Quizá lo que más le importa es comunicarse.

O. P: El primer propósito del poeta es hacer algo. Al mismo tiempo, cuando uno escribe quiere comunicarse consigo mismo. Aunque el objeto que se construye, el poema, es independiente de su constructor, uno espera que sea reconocido por los demás como un objeto de gozo, de belleza, de tristeza...

R. N.: La filosofía que ahora practico es como usted ha descrito la práctica de la poesía. Primero quiero hacer un objeto que me satisfaga, y después desearía que los demás pudieran apreciarlo y aprender de él. Pero creo que la filosofía se ha practicado tradicionalmente como una actividad impositiva, que no doblega por las armas sino mediante razones y argumentos. Ahora veo la relación entre los dos libros que he escrito: un libro político que dice: "no hay que forzar políticamente", y un libro de filosofía que dice: "no hay que forzar intelectualmente". La posición libertaria, en lo político, no busca que el gobierno obligue a los demás a hacer esto o aquello; sostiene la libertad personal ― tendremos que hablar con más detenimiento sobre qué es esta libertad personal ― y no trata de que unos obliguen a otros a vivir como ellos desean.

O. P: Una de las críticas que puede hacerse a la filosofía se refiere a la arrogancia de los filósofos. Nos dicen: "Mi razonamiento es una demostración: deben aceptarlo". Si no estamos de acuerdo, nos condenan: "Ustedes no son racionales".

E. K: ¿Encuentra usted la misma actitud coercitiva en los principales filósofos griegos de la antigüedad?

R. N: Sí, en los sofistas y en Sócrates. Si retrocedemos un poco más, encontramos que los presocráticos dejaban hablar en ellos al poeta. Parménides escribió un largo poema, Heráclito utiliza un lenguaje poético. No es claro si trataba de obligar a la gente a creer en algunas cosas. Los impulsaba una visión, como a los profetas hebreos. De otros sólo se conservan fragmentos. A partir de Aristóteles, sin embargo, los filósofos siempre han querido forzar a la gente.

O. P: Quizá los únicos que no trataron de imponer nada fueron los escépticos.

R. N: Tal vez desearon imponer la duda a los demás. No desearon imponer creencias sino dudas.

O. P: No estaban seguros de lo que decían. Suspendían el juicio, lo aplazaban.

R. N: Y si eran más rigurosos, aplazaban el aplazar y el no aplazar.

O.P: El problema del escepticismo es que es invivible. Por eso los escépticos se recogen en el silencio o abrazan una religión.

R. N: Si esa opinión es verdadera, entonces puede ser que los grandes pensadores guardaran silencio y no comunicaran a los demás lo que creían realmente. Pero eso no podemos saberlo.

O. P: Hume comprendió muy claramente el dilema del escéptico: la duda lo conduce, en un primer momento, a la inmovilidad pero, en un segundo momento, el dudar de la duda misma le abre las puertas de esta o de aquella creencia. Con frecuencia el escepticismo es la antesala de una fe.

R. N: Es cierto. Hume decía que cuando se encontraba en su estudio, meditando sobre las cuestiones filosóficas, era escéptico pero que no podía conservar esta actitud cuando salía a jugar a las cartas con sus amigos y se mezclaba con la sociedad... Aun que existen muchos intentos filosóficos de refutar el escepticismo, ninguno de ellos intenta siquiera explicar por qué algunos filósofos, a solas, en sus estudios, son escépticos, pero no lo son cuando salen a la calle. Esta fue una de las cosas que traté de explicar en mi capítulo sobre el escepticismo. La explicación implica que los hechos biográficos de los filósofos no son biográficos en sentido personal sino en sentido intelectual. Esto es algo que las teorías filosóficas deberían tratar de comprender y explicar.

O. P: Ahora podemos pasar a la relación entre sus ideas políticas y sus puntos de vista filosóficos. Cuando usted habla de filosofía, dice que la tradición filosófica ha sido autoritaria y que los filósofos siempre han tratado de imponer sus ideas a los demás. Cuando se pasa de las ideas a la política, se entra en otro tipo de realidad. Uno tropieza con el Estado y los grupos de interés, con las clases, las iglesias, las instituciones, los ejércitos, en una palabra, con la fuerza, no con las demostraciones.

R. N: Creo que cada una de esas instituciones tiene una función propia. Su papel está limitado por el acuerdo voluntario de los demás. La iglesia, por ejemplo, desempeña un papel legítimo en la vida de las personas que eligen participar en ella. No creo que ninguna iglesia deba imponer sus doctrinas a los demás. La Inquisición, desde luego, no manejó la sociedad de la manera más deseable. En esto concuerdo con las ideas más comunes. Mi punto de partida es el siguiente: conceder la más amplia gama de opciones al individuo, sin que su elección implique una oposición a los demás. Surge la primera objeción cuando alguien dice: ¿De qué sirve esta elección si a la gente le faltan los medios económicos para llevarla a cabo? Recordará usted la conocida afirmación de Anatole France: "La ley permite por igual al rico y al pobre dormir en las bancas de los parques". ¿Qué valor tiene la libertad si la gente no tiene medios para utilizarla? Creo, sin embargo, que uno no debe conformarse con la frase de Anatole France: la libertad que uno no puede ejercer puede ser muy importante para otros. Aunque yo no esté en posición de aprovechar mi libertad o prefiera no utilizarla, puedo beneficiarme del hecho de que otros lo hagan.

O. P: Mi pregunta era un poco distinta. En el caso de la filosofía existe una larga tradición que limita a la libre elección. Hay una supuesta verdad inherente a la filosofía, expresada desde Platón: "Si usted es suficientemente racional, tiene que aceptar esto". En el caso de la sociedad, esta clase de imposición no sólo se basa en la razón sino en la ley, que a su vez es coactiva. Se trata de dos tipos de autoridad.

R. N: En efecto, el suyo es un punto de vista distinto. La gente diría que es legítima la existencia de una fuerza en la sociedad. Desde el punto de vista de la razón, está bien que existan diferencias: yo puedo aceptar las opiniones de Platón y usted las de Aristóteles, y no hay razón para que no sigamos disintiendo. Pero en el mundo práctico las cosas son distintas. Por ejemplo, si yo sostengo que usted no tiene derecho a matar me a mí ni a nadie, entonces no podemos simplemente estar de acuerdo en el desacuerdo. Uno de nosotros tiene que establecer el modo en que vamos a vivir juntos. Yo deseo una sociedad en la cual el espacio de conflicto se minimice todo lo posible, ya sea gracias a la descentralización o a las comunidades independientes en que la gente podría vivir como quisiera, sin imponerse a los demás. Si la doctrina de uno de estos grupos desea imponer-se a los demás, entonces es imperialista. Supone que "hay que imponer, no ofrecer" un modo de vida a los otros ...

E. K: Veo en sus ideas una relación con el anarquismo clásico. Usted habla de pequeñas comunidades y de descentralización, de la importancia de la cantidad y del tamaño. ¿Resabios de Kropotkin?

R. N: No quiero decir que todos tuviéramos que elegir una comunidad pequeña; podría suceder que algunos deseen las cosas que sólo las grandes ciudades proporcionan.

O. P: Antes dijo que la diferencia principal entre su posición libertaria y la de los anarquistas estribaba en el asunto de la propiedad privada. Quizá convenga destacar diferencias: la primera es que los anarquistas buscan la abolición del Estado y, con él, la de la propiedad privada. ¿Cómo reconcilia esto?

R. N: Entre los libertarios de los Estados Unidos, algunos sostienen una visión anarquista y no desean un Estado. Mi primer libro, Anarquia, Estado y Utopia, comienza con una discusión con los anarquistas. Allí decía: "No, la anarquía no es realmente el mejor sistema. Debemos tener un Estado pequeño, mínimo, sólo para impedir que la gente cometa asesinatos y para aplicar otras reglas semejantes". En lo que se refiere a la propiedad: siempre ha sido un punto difícil para la tradición anarquista de la izquierda. No es que yo diga que todos tienen que tener una propiedad. Creo que un grupo puede elegir, por ejemplo, unirse al comunismo.

O. P: Pensemos primero en el Estado. Su proposición se funda, esencialmente, en motivos lógicos y éticos. Pero las consideraciones históricas, sobre todo las relativas al origen del Estado, son también fundamentales. Entre los primeros que se ocuparon de este problema, en el siglo XVI, destacan los filósofos neotomistas españoles, casi todos jesuitas, que postularon el status naturae. Pero al pasar del estado de naturaleza al de civilización, los hombres tuvieron que organizarse políticamente, fundaron el Estado y, con él, la desigualdad. Después Hobbes afirmó que, para evitar la violencia de unos contra otros, los hombres habían fundado al Estado, es decir, habían aceptado la autoridad de un soberano que diese paz y seguridad a la colectividad; a su vez, los hombres, para cumplir este fin, cedieron al soberano parte de su libertad. Un antropólogo francés, discípulo de Levi-Strauss ― no sé si usted lo conoce: Pierre Clastres, murió muy joven ― confirma hasta cierto punto a Hobbes. Las observaciones de Clastres confirman también a los primeros viajeros que conocieron a los "salvajes" americanos. Los "salvajes" eran orgullosos guerreros libres, no conocían realmente el Estado y vivían en guerra permanente unos contra otros. Además, su régimen era el de la propiedad privada, pero no existía acumulación de riquezas por la índole de vida de estas comunidades ― nómadas o seminómadas ― y por la naturaleza perecedera de sus bienes. Clastres muestra que el famoso status naturae, para hablar como los teólogos del XVI, designa a una sociedad libre, sin autoridad ni gobierno fijo pero con propiedad privada y en la que los guerreros asociados están en lucha permanente contra los otros grupos y entre ellos mismos. Además, es una sociedad de abundancia aunque sin acumulación: los bienes de los "salvajes" eran perecederos, no se podían guardar ni atesorar. No fue la escasez, como piensan los marxistas y Sartre, la que produjo la dominación y, con ella, el Estado: fue la guerra perpetua. Con el Estado desaparece la violencia en el interior del grupo pero asimismo desaparece la libertad; en cambio, aparecen las clases y la vida sedentaria. Este cuadro no es paradisíaco. Ahora bien, es un mal menor tener un Estado que evite las matanzas y las luchas intestinas, pero ¿qué ocurre si hay más de un Estado? La guerra entre los Estados no es menos mortífera que las guerras intestinas.

R. N: Cuando hablé de un Estado mínimo quise decir un Estado limitado en sus funciones, con un número definido de cosas que hacer, no necesariamente limitado en su tamaño, ni siquiera en su poder. Una de sus funciones podría ser la defensa de la gente, la defensa de la libertad de la gente dentro de sus fronteras. Esta es una tarea aceptable del Estado. Para realizada a veces tendría que ser muy fuerte. Así pues, no quise decir que el Estado tuviera que ser geográficamente pequeño ni tampoco débil o inerme; en un mundo agresivo, necesitamos vivir en una configuración que nos defienda de los demás.

O. P: Si usted necesita un Estado capaz de defender a la gente, ese Estado debe tener un ejército poderoso, una gran industria y, al fin, bombas atómicas.

R. N: Exactamente. De modo que la pregunta es: si tenemos un Estado suficientemente fuerte para defendernos de los enemigos del exterior, ¿cómo podremos impedir que oprima a su propio pueblo?

O. P: Ese es el problema. Antes de la Primera Guerra Mundial los norteamericanos tenían un Estado relativamente débil, comparado con el francés, el alemán o el ruso. Pero al entrar en la guerra y al encarar sus consecuencias tuvieron que crear no sólo un ejército sino una burocracia. Ese fue el inicio del intervencionismo estatal en los asuntos internos. Empezó como una organización hacia el exterior y después se extendió al interior.

R. N: Y eso nunca retrocede. Es como un sistema de engranes que no puede dar marcha atrás. Se presenta una emergencia temporal, que convence a la gente de que el gobierno necesita más poder: así se crea una burocracia, que no se desmantela cuando termina la emergencia porque la burocracia busca siempre nuevas funciones en qué ocuparse.

O. P: Nixon y Watergate son un ejemplo. En la Unión Soviética el proceso tuvo orígenes distintos. El Estado soviético fue opresor desde el principio. Con el sofisma de que la Unión Soviética estaba amenazada por las fuerzas imperialistas y capitalistas, Stalin fortaleció el terror interior iniciado por los bolcheviques. En fin, por todo esto no veo cómo se puede tener un Estado mínimo y al mismo tiempo una pluralidad de Estados.

R. N: Porque el peligro externo de los demás Estados siempre conducirá a que el primer Estado crezca y sobrepase sus funciones legítimas, ¿no es cierto? Hasta donde yo sé, la teoría política de los Estados Unidos no ofrece una buena solución. Al principio, el sistema norteamericano trató de establecer un sistema de frenos y equilibrios, de descentralización, a través del federalismo y la fundación de los estados locales. Este sistema preveía que los diferentes estados sirvieran de freno al gobierno federal. Además, existían los tres poderes, y de los cuales, el judicial, actuaba como freno de los otros dos. Hoy en día la situación es diferente: el Gobierno norteamericano es una entidad muy fuerte. No quiero decir que gobierne sin control ― los norteamericanos siguen controlando la política a través de las elecciones, lo que constituye un factor muy importante ― pero desempeña muchas más funciones que les que hubiera deseado cualquiera de los fundadores del país.

O. P: Ahora podemos pasar al problema de la propiedad. Cada vez me convenzo más de que la libertad debe basarse en la propiedad. Esto puede escandalizar a mucha gente de izquierda pero es porque se confunde socialismo con propiedad estatal. El programa de Marx era otro: para él los trabajadores deben recuperar y administrar la propiedad que los capitalistas les han quitado. De modo que la libertad ― y esto es algo que muchos intelectuales latino-americanos ignoran o han olvidado ― es inseparable de la propiedad. Usted no puede gozar de libertad si no puede disponer de sus propias cosas. Sin embargo, esta propiedad debe tener algún límite para que no llegue a oprimir a los demás. El problema de la propiedad es semejante al del Estado: ¿cómo evitar que sea una instrumento de dominación?

R. N: Una de las corrientes originales del radicalismo planteaba el problema de la propiedad en esos mismos términos: consideraba que los trabajadores tenían derecho al fruto de su trabajo. Asimismo, una de sus vertientes concebía la propiedad de una manera cercana al socialismo. Bien. Usted habló de una propiedad pequeña personal y limitada, pero en realidad el anarquismo no tiene modo de limitar esa propiedad. Le daré un ejemplo: la gente podría tener alguna pequeña propiedad personal y después, por un convenio mutuo que los anarquistas tendrían que permitir, esa propiedad aumentaría. Si yo tuviera alguna propiedad personal, y deseara que usted me diera lecciones de poesía, podría decirle: "Señor Paz, ¿querría dedicar una hora a criticar mi poesía, a cambio de lo cual le daría algo de mi propiedad personal?" Este es un convenio entre nosotros dos; un anarquista no podría impedirlo. ¿En qué momento podría detenerse este proceso en una sociedad anarquista? Si esta sociedad fuera amante de la poesía, habría muchas personas que desearían estudiar con usted. Podría dar gratis las lecciones, es cierto, pero no habría nada malo en que pidiera algo a cambio de sus enseñanzas. Esto muestra cómo crecería la propiedad privada, incluso en un sistema anarquista que originalmente sólo proveyera a sus individuos de una propiedad limitada. La libertad anarquista tendría que asegurarme, también, la libertad de darle mi propiedad.

O. P: La historia verifica lo que usted dice. En la sociedad feudal, el rey era débil. Era el par de los barones. Dilema: o los barones se hacen más y más poderosos o la monarquía los somete. Al someterlos, la monarquía se vuelve absoluta. En una sociedad con un Estado débil, la propiedad privada comienza a crecer espontáneamente y convierte al Estado en un instrumento de los barones, es decir, de las grandes compañías capitalistas. El Estado reacciona y busca la ayuda de los que no son barones: en la sociedad moderna, de los trabajadores unidos en sindicatos. Así resultan tres poderes: los grandes sindicatos, los grandes capitalistas, y un Estado fuerte que no tarda en abusar de su poder. La única manera de contrarrestar su fuerza es crear una serie de frenos y equilibrios, que realmente sólo funcionan en las pequeñas sociedades.

R. N: Quisiera agregar una consideración. La izquierda socialista sostiene que el Estado sirve frecuentemente para reforzar los derechos de propiedad existentes. No creo que esto sea necesariamente malo; depende de si estos derechos son justos o no. En buena parte de América Latina se han otorgado grandes extensiones de tierra, según el capricho del rey o del gobernante. Me parece que en estos casos no se puede alegar un derecho justo a la propiedad. El Estado refuerza y sostiene usurpaciones. Una de las maneras en que el Estado actúa a favor de los grandes propietarios consiste en excluir la competencia: las sociedades capitalistas utilizan al Estado para adquirir monopolios. Estos monopolios no son resultado de las fuerzas libres del mercado sino de los derechos exclusivos que el gobierno concede a algunas empresas. Los empresarios privados usan al Estado para proteger su posición económica y lograr que la competencia sea ilegal. Si pudiéramos impedir que el Estado favoreciera a unos, en detrimento de otros, si impidiéramos que interviniera en la economía, dejando libre la competencia, entonces tendríamos un sistema más fluido con un menor crecimiento de los grandes capitales y con otros beneficios.

E. K: Se me ocurre un caso distinto. Hay países que han tenido que imponer algunas restricciones a la desmedida derrama de productos transnacionales. Algunos de estos productos son inofensivos, es cierto, pero otros...

R. N: ¿Puede darme un ejemplo?

E. K: La propaganda en los medios masivos de comunicación. Por ejemplo: "Alimente a su bebé con la maravillosa leche Nestlé". Con este mensaje, la radio y la televisión inducen indebidamente a la gente a consumir un producto perjudicial. En este tipo de situaciones el Estado puede quizá, intervenir de manera positiva.

R. N: Es un ejemplo interesante. Se trata de un producto particular, de algo parecido a una sustancia que engendra un hábito. En casos de este tipo siempre puede uno preguntarse: "¿ Dejaremos que la gente que no conoce las consecuencias del uso del tabaco comience a fumar, a sabiendas de que es tan difícil dejar de hacerlo una vez que se ha comenzado?". Lo que ocurre con la leche, es un poco distinto pues, de todos modos, hay que alimentar a los niños. Sin embargo, si las madres utilizan una fórmula durante cierto tiempo, luego no podrán darle el pecho a sus hijos. Elegir una cosa ahora les impedirá elegir otra cosa después; fumar cigarrillos ahora puede hacernos muy difícil dejar de hacerlo después ... Desearía saber más sobre la leche Nestlé. Sé que mucha de su propaganda provino de fuentes en las que normalmente no confío, que se discutió si era perjudicial o si era más sana, aunque se mezclara con agua, que la leche de una madre mal alimentada. Se discutió qué era lo mejor para los niños. En cuanto a los adultos: para mí no representa un problema dejar que hagan sus propias elecciones.

O. P: Tomemos otro ejemplo, que en esta ocasión afecta a los adultos: los ingleses vendían opio a los chinos.

R. N: En cierta ocasión, el editor de un importante periódico chino me hablaba de la libertad individual y trajo a colación este mismo caso. ¿De qué modo podían los ingleses dominar a la sociedad china mediante la venta del opio? ¿Cómo se puede realmente dominar a una sociedad? Le vendían opio a la gente, lo cual provocaba que algunas personas fueran menos activas que lo normal: sólo deseaban irse a un fumadero, a aspirar opio. Esto debilitaba a la sociedad en cierta medida, ya que la gente no era capaz de participar en ella de manera activa y creadora. Pero ¿cómo se permitió que los británicos "dominaran" a la sociedad china? Fue así: un sector de la sociedad china deseaba el opio; entre ellos, algunos lo fumaban sin llegar a lo más bajo, sin volverse viciosos. Los ingleses no querían que fueran otros los que los surtieran y, por la fuerza, impusieron un monopolio. Las amapolas no podían cultivarse en China. Si los ingleses hubieran tenido el monopolio de la comida, o de cualquier otra cosa que la gente necesitara mucho, entonces esta misma gente habría tenido que hacer lo que los ingleses desearan. No se trataba tanto del vicio que provoca el opio, ni del opio mismo, sino de que los ingleses impusieron un monopolio: "Si desean adquirir esto, ― decían ― tendrán que adquirirlo con nosotros y sólo con nosotros". Lo que hicieron los ingleses fue eliminar la competencia.

O. P: Hay dos formas de considerar esto. Por un lado, los ingleses tenían el monopolio e imponían al gobierno chino la venta del opio; por otro lado, podemos suponer que el gobierno chino no tenía nada que ver en ello y que los ingleses tenían libertad total para vender el opio en China. ¿Debía permitirlo el gobierno chino? ¿Era o no moral impedir la venta libre del opio?

R. N: Aquí hay dos preguntas: una se refiere a los individuos y otra a la colectividad. La primera es esta: ¿debe un gobierno permitir que sus individuos echen a perder sus vidas? La segunda puede plantearse así: si un número grande de individuos desea echar a perder su vida hasta el punto en que esto tiene consecuencias sociales importantes, ¿debe dejar el gobierno que esto suceda? O. P: Si se trata de una persona, podemos lamentar que beba mucho. Si se trata de una colectividad, entonces uno tiene que pensar en... R. N: ... lo que le sucederá a la sociedad. Si un gran porcentaje de la población escoge hacerlo, entonces... Supongamos que toda esa gente quisiera abandonar el país: el gobierno no tendría que permitirlo.

E. K: Algo similar a lo que usted describe está ocurriendo ahora en México. Una parte significativa de la burguesía compra bienes y propiedades en los Estados Unidos. Se trata de un fenómeno colectivo de desnacionalización. Este es otro ejemplo de una situación en la que el Estado tiene que decidir si debe actuar o no. Aunque quizá la mejor actuación sería manejar con inteligencia la economía.

R. N: La gente no es propiedad de la sociedad. La opinión que dice: "deseamos que el pueblo desempeñe un papel importante en el desarrollo económico, porque es lo que nuestra sociedad necesita", puede ser una noble opinión, pero tal vez no beneficie efectivamente a la actividad económica. Supongamos que una buena cantidad de personas, deseosas de dedicarse a la poesía, desempeñan actividades económicas mínimas para vivir y pasan el resto de su tiempo escribiendo y leyendo poesía. No sugiero que esto sea como ser opiómanos, pero podría considerarse así desde el punto de vista de la sociedad. El gobierno no podría decir: "Lo sentimos, pero necesitamos que esta sociedad se desarrolle por otros cauces; es cierto que a ustedes les gusta leer poesía y escribirla, pero no cooperan con nosotros, de modo que no vamos a permitir que sigan con la poesía". Aún así, la gente podría contestar: "No tienen derecho a impedírnoslo. No somos propiedad suya y no tenemos por qué cooperar con ustedes. Lo que deben hacer es no molestarnos".

O. P: Si fuéramos absolutamente libres podríamos hacer cualquier cosa, inclusive matarnos unos a otros. Por eso decidimos tener un Estado y cederle parte de nuestra libertad. Esto implica que personalmente debo ayudar al Estado a defenderme. Tengo que cumplir con el servicio militar, o trabajar todos los días en la fábrica, o ir a la escuela. El Estado me permite cierta libertad y me protege de mis vecinos y de la intervención extranjera. Eso le concede derecho a pedirme algo en cambio. Podría pedirme que no consumiera heroína, porque afecta mi capacidad para trabajar el número de horas necesario.

R. N: El problema es saber qué estaríamos dispuestos a ceder nosotros. Podría suceder que diferentes personas cedieran porciones distintas de su libertad para recibir protección del Estado. Si yo deseo que me proteja, puedo renunciar a determinadas libertades: cedo mi libertad de atacar a los demás, por ejemplo. Pero esto no quiere decir que puedan hacer conmigo lo que quieran. Cuando voy al médico, dedico parte de mi tiempo y de mi dinero a que me cure. El puede aconsejarme que deje de fumar, o que haga .más ejercicio, pero nada más. En ningún momento le concedo derecho para obligarme a hacer esas cosas. Así que puede haber limites a la libertad que yo cedo.

O. P: Pienso en la sociedad internacional. Si el Estado y la sociedad son buenos y poderosos, pero se ven amenazados desde fuera, no sé como se podría evitar la coerción. ¿La solución consistiría quizá en tener un Estado mundial? Pero ese Estado, ¿no sería más tiránico?

R. N: Supongamos que la mayoría de una sociedad no desea ceder ninguna de sus libertades a cambio de protección y que, además, desea dedicarse a la poesía o a cualquier otra actividad que no contribuya a la defensa del país. Si un grupo percibe el peligro que esto implica para la sociedad, habla sobre él con los demás, y aun así encuentra que la mayoría no desea la protección del Estado, entonces puede inferirse que, para la mayoría, algunas cosas son más importantes que la protección que ofrece el Estado. Ellos dirían que vivir la vida de un poeta es más importante que recibir protección. Tal vez pensarían que seguirían siendo poetas aunque otro Estado los conquistara. Hace un momento se habló de limitar algunos productos para proteger a la gente. Esos límites siempre son impuestos por el gobierno, que tiene una opinión particular acerca de cómo debería vivir la gente. La mayoría de los que creen que es razonable que el gobierno imponga esos límites ―, porque la gente no tiene toda la información pertinente, y cosas por el estilo ― supone que los funcionarios gubernamentales son gente como ellos. En realidad, no lo son. Incluso si alguna vez lo fueron, dejaron de serlo al convertirse en funcionarios. Por esto desconfiaría si el gobierno me aconsejara que viviese de esta o aquella manera. Hay que ver cómo se elije a los funcionarios del gobierno y hay que ver quiénes llegan a ser funcionarios. Si tuviese que pedirle a alguien consejos acerca de cómo vivir mi vida, me cuidaría mucho de preguntárselo a un funcionario. Cuando uno destaca estos problemas y los discute, las cosas siempre se complican. Sin embargo, me parece que la limitación es peor que la libertad. En el caso de la publicidad, por ejemplo, alguien puede decir: "utilice este producto" y otro: "no lo utilice. En un sistema plural, y aunque a uno no le gusten las elecciones de mucha gente, algunos eligen cosas diferentes, lo cual permite que haya un cierto número de opciones distintas. En cambio, si es el gobierno el que toma las decisiones con el pretexto de que él tiene más medios para saber qué es lo que conviene, y si al tomarlas se equivoca, sus errores nos afectan a todos. Es imposible creer que el gobierno toma siempre las decisiones adecuadas. También es imposible diseñar un sistema general que compense los errores del gobierno y evite que sus consecuencias sean atroces.

O. P: No nos gusta el Estado porque impone cosas y no creemos que quienes dirigen al Estado sean más prudentes que nosotros. Esto es lo fundamental y en lo que coincidimos.

R. N: No sólo se trata de que cometan errores o sean imprudentes. Mis objeciones van un poco más allá: tampoco quiero que me impongan decisiones acertadas.

O. P: Sin embargo, la inclinación a imponer ideas y conductas no es exclusiva del Estado. Aparece también en las iglesias, en los grandes consorcios capitalistas y en los poderosos sindicatos obreros. En parte, el excesivo crecimiento del Estado moderno se debe a que tuvo que limitar el poder de las organizaciones. La lucha entre ellas favoreció el crecimiento de corporaciones cada vez más grandes e impersonales: el Estado con su burocracia, los capitalistas, que son como un Estado más pequeño, y los sindicatos.

R. N: ¿Puede hablar un poco más sobre los capitalistas como un estado más pequeño? No sé si estoy de acuerdo con usted, o si estamos hablando de diferentes clases de capitalistas.

O. P: Los capitalistas, como el Estado, pueden imponer productos a través de un monopolio. Como los ingleses, que vendían opio a los chinos. R. N: No concuerdo con usted: lo que hacen los capitalistas lo hacen a través del Estado. No podrían imponer los productos por sí mismos. Sólo pueden imponer los productos impidiendo que otros los vendan.

E. K: Volvamos al Estado y al individuo. Tradicionalmente ha existido en México una actitud paternalista por parte del gobierno. En las pequeñas poblaciones rurales se niega a la genta la libertad de decidir; las cosas les son impuestas, especialmente a los indígenas. Un amigo nuestro, Gabriel Zaid, ha desarrollado una teoría que contiene muchos puntos sugestivos. Ha escrito sobre cómo las grandes burocracias gubernamentales imponen sus políticas; ventila el problema de cómo debiera uno tratar a la gente indefensa; sostiene que deberíamos dejar que la gente tome la iniciativa; al mismo tiempo propone que el gobierno reparta dinero en efectivo y que, mediante una oferta pertinente de medios de producción baratos y adecuados, se propicie y apoye lo que él llama "modelos de vida pobre".

O. P: En México tenemos pequeñas comunidades campesinas que siempre han sido esquilmadas por los agiotistas. El gobierno fundó bancos para protegerlas y ahora son esos bancos los que explotan a los campesinos. Zaid ha mostrado que los antiguos agiotistas eran mejores que los actuales bancos del gobierno. Otro de sus ejemplos son los grandes hospitales e institutos del Seguro Social. Propone que en lugar de pagar la enorme burocracia del Seguro Social con el dinero de los impuestos, se distribuya ese dinero entre la gente para pagar el tratamiento que desee cada uno.

R. N: Seguramente los médicos y las enfermeras les responderán mejor, porque les estarán pagando. A propósito del paternalismo del Estado, les contaré dos casos interesantes. En la mayor parte de los Estados Unidos es ilegal fumar o vender mariguana. Sin embargo, su uso está extendido. Lo mismo ocurre con la heroína, pero su caso es mucho más sencillo. La ilegalidad de la heroína crea una serie de delitos. Aunque muchos creen que la heroína provoca los delitos, no es así. La verdad es la siguiente: como la heroína es ilegal, existe un mercado negro donde se vende a precios muy altos. Si existiera un mercado legal, su precio sería mucho menor. Los viciosos delinquen para obtener dinero y comprar la heroína que necesitan. En las grandes ciudades estos delitos alcanzan cierta gravedad. ¿Por qué es ilegal la heroína? Para proteger a la gente de sí misma. Los norte-americanos temen que alguien eche a perder su vida con la heroína, de manera que decretan una ley que la prohíbe. Ahora bien, esta ley no funciona con mucha eficacia: hay una gran cantidad de heroinómanos. Además, el resto de la sociedad paga un precio muy alto: los delitos que cometen los viciosos para pagar el precio de la heroína en el mercado negro. Quizá esto demuestre cuánto se preocupa la sociedad norteamericana por los adictos: no vacila en soportar todos estos delitos con tal de conservar la ley que condena el uso de la heroína. ¿No les parece extraño? Hay un caso aún más interesante: es más peligroso conducir una motocicleta que un automóvil, pero un motociclista que sufre un accidente no está tan bien protegido como un automovilista. Así que hay leyes que obligan a los motociclistas a llevar un casco. Esto es legislación paternalista. Una de las razones por las que a la gente le gusta andar en motocicleta es porque es emocionante y atrevido. Desean sentir el viento entre los cabellos. Si se les obliga a usar un casco, se les quita la diversión. He preguntado a muchas personas: "¿por qué no dejan que los motociclistas decidan si quieren o no usar el caso?" Replican que si alguno de ellos sufre un accidente, irá al hospital y que la sociedad tendrá que pagar las atenciones médicas que requieran. Yo preferiría que estos gastos se hicieran de manera particular ― es algo que podemos discutir ― pero, aún así, pregunto: "¿Quiere usted decir que prohíbe las actividades peligrosas porque no desea pagar si alguien se lastima? ¿Aceptaría una ley contra el alpinismo?". Responden: "Bueno, si lo practicara mucha gente y fuera muy costoso para la sociedad, entonces si'. Yo replico que a quienes desean practicar el alpinismo o andar en motocicleta sin casco debiera permitírseles escoger: "Díganles que no se harán cargo de ellos, pero déjenlos elegir". Las personas con quienes he discutido esto, dicen: "No, no podemos permitido. Aunque los alpinistas y los motociclistas elijan, nosotros seguiremos teniendo la responsabilidad de atenderlos si se lastiman, y nos costará dinero." Prefieren intervenir en la libertad de la gente y así evitarse el costo de cuidada si se lastima.

O. P: Estoy de acuerdo con usted en que han aumentado los delitos como resultado de la ilicitud de la heroína. ¿Qué cree usted que sucedería si fuera legal?

R. N: Más gente la utilizaría y la consumiría, pero la gente que no la consume sufriría menos atentados.

E. K: Regreso a la cuestión del paternalismo. ¿No cree usted que a través de la educación se podría hacer que las personas fueran más responsables con respecto a lo que consumen?

R. N: Si se trata de una intervención del gobierno para proteger a la gente por su propio bien, como decíamos antes, entonces es una actitud paternalista. Pero no es la única manera en que el gobierno interviene; también lo hace en la redistribución. El gobierno legisla para lograr lo que considera una mejor distribución de los ingresos. Yen este sentido me obliga a hacer algo no por mi propio bien sino por el bien de otro.

O. P: Ya dijimos que el Estado podría establecer impuestos con el propósito de redistribuir luego el dinero entre los pobres.

R. N: Todo depende de cómo haya adquirido cada uno su propiedad. Si la adquirió sin tener un verdadero derecho a ella ― si la robó, o la recibió del gobierno, por ejemplo ― entonces está bien. Pero consideremos el caso de una gran figura del deporte: Pelé en un partido de football. Supongamos que todo aquel que entre a verlo jugar en un estadio debe depositar veinticinco pesos en una caja reservada para Pelé. Aún así, miles de personas asistirían al espectáculo y entre ellas habría muchas muy pobres. Podrían haber elegido gastar su dinero en cualquier otra cosa ― en caramelos, en la revista Vuelta, en lo que sea ― pero algunos prefieren ver el partido de football y así Pelé recibe una suma enorme. Supongamos que, al final del partido, el gobierno considera que Pelé tiene demasiado dinero y desea gravar sus ingresos. Yo no estaría de acuerdo en que lo hiciera porque dentro de un sistema en el que todos tuvieran el derecho a hacer lo que desean, él habría adquirido justamente ese dinero.

E. K: Supongamos que esto ocurre en un país muy pobre y que, por ir a ver a Pelé, a la gente no le queda ya dinero suficiente para alimentar a sus familias.

R. N: Los niños plantean siempre un problema muy difícil. Pero yo quisiera que los adultos tuvieran derecho a hacer un lío con sus vidas, si así lo desean, aunque espero que no lo deseen.

E. K: Supongamos, de nuevo, que un hombre se emborracha o incurre en cualquier acto de irresponsabilidad y, por un descuido relacionado con ese acto, mueren sus hijos. Aquí, como en otros casos de indefensión, se requieren límites a la libertad y una política de protección.

R. N: No tengo una opinión clara acerca de esto. Creo que los padres tienen obligaciones para con sus hijos y que sería razonable impedir que hicieran cosas que les perjudicasen o hiciesen daño. En este sentido podríamos justificar algunas restricciones. Podría hacerse una legislación selectiva y considerar que aquellos que han formado una familia tienen responsabilidades que los demás no tienen. En teoría podemos imaginar que las cosas funcionarían mejor de esta manera. Sin embargo, es difícil decidir si podría existir una sociedad en la que ciertos adultos jóvenes pudieran hacer cosas que otros no. Por ejemplo: ¿se prohibiría a los padres andar en motocicleta porque es una actividad peligrosa? Podría pensarse en un sistema de licencias que sólo permitiera andar en motocicleta a los padres que hubieran apartado un fondo, de manera que si algo les sucediera, sus hijos no padecieran. O que sólo pudiesen manejar una moto aquellos que hubiesen adquirido un seguro especial. Aunque he insistido mucho en la libertad personal, tratándose de niños el problema se vuelve especialmente espinoso, y estaría dispuesto a introducir algunas restricciones.

O. P: Sería necesario aplicar los mismos principios no sólo a los niños sino a todos los débiles y los indefensos.

E. K: Que en México son la mayoría... Pero regresemos al tema de la cultura popular. Tengo una pregunta.

R. N: ¿Cuál?

E.K: Si la gente eligiese el modo de vida que más le gustara; por ejemplo, que tuviera derecho a comer en restaurantes dietéticos o de cualquier otro tipo. Sin embargo, puede haber cosas en ese modo de vida que no sólo no hayan sido elegidas verdaderamente sino que hayan sido impuestas, digamos, a través de la publicidad. Algunos dicen que en México sería bueno reglamentar la propaganda, como se hace en Inglaterra. Prohibir los mensajes subliminales y hacer más modesta la publicidad. ¿Qué opina usted?

R. N: La publicidad que más leo se refiere a los libros. La encuentro en revistas, periódicos y publicaciones literarias. También en una lista de editores, que aparece trimestralmente e incluye todos los libros que están por imprimirse, Como lo que busco es que alguien llame mi atención sobre los libros que puedo adquirir, estos anuncios cumplen una función para mí. No sólo por la información que contienen, sino por el modo en que llaman mi atención. No sería lo mismo si yo tuviera que buscar esa información en una lista aburrida. Sería menos efectiva si no me agradaran sus imágenes, su tipografía o su estilo.

O. P: Los medios de comunicación no han cambiado a la humanidad. Su acción se ejerce sobre gente predispuesta y ya receptiva. A la misma gente que en tiempo de los romanos iba a ver a los gladiadores.

R. N: Sin embargo, es esa misma gente la que se queja de los medios de comunicación. En los Estados Unidos, los medios le dan a la gente lo que la gente desea. A los anunciantes les encanta patrocinar programas de televisión, muy populares.

E. K: De modo que usted no cree que la publicidad crea necesidades artificiales...

E. K: ¿Pero a su juicio no hay momentos de la historia en que los sindicatos tienen una función positiva?

O. P: Los sindicatos defienden a los trabajadores ...

E. K: Bueno, digamos que esto no siempre es cierto.

R. N: Octavio Paz es una de las personas más escépticas que he conocido en cuanto a las opiniones de moda. Es tranquilizador ver que, cuando menos en un área, se ha tragado la opinión general sin pensarlo. El tema de los sindicatos tiene dos aspectos. Uno es si benefician a sus propios miembros, y el otro si benefician a los trabajadores en general. No existe una demostración empírica, cuando menos en los Estados U nidos, de que los salarios de los trabajadores sean más altos gracias a los sindicatos. En cambio excluyen a otros trabajadores ― que suelen ser más pobres ― de algunas oportunidades: uno tiene que ser miembro del sindicato para poder ser empleado y no siempre es tan sencillo ser miembro de un sindicato. El derecho de ser miembro de un sindicato es como el derecho de propiedad: pasa, como una herencia, de padre a hijo.

O. P: Yo pensaba, más bien, en el siglo pasado. Después de todo, Marx no inventó los informes de los inspectores de las fábricas inglesas, donde se muestra que la condición de los trabajadores era espantosa.

E. K: ¿Qué piensa usted de la explotación? ¿Para usted no existe esa palabra?

R. N:. Dado que se funda en la teoría del valor como trabajo, creo que es un concepto vacío, porque la teoría es vacía e inadecuada. Según entiendo, existe una controversia entre los historiadores acerca de la situación de los trabajadores durante la Revolución Industrial. No sólo sobre sus condiciones sino sobre esas condiciones en relación con las condiciones del lugar de donde provenían.

O. P: Creo que, en el fondo, mis objeciones se deben a que usted no considera el contexto histórico real. Por otra parte, la idea de la armonía social no fue, en el pasado, sino un aspecto de la visión de la armonía cósmica. Esto es algo que echo de menos en la actitud moderna frente a la sociedad y la política. Hay una tradición muy antigua, que va desde Platón hasta Fourier, que vio en la armonía de las estrellas el modelo de la armonía de la sociedad.

R. N: Si no existe la armonía cósmica ― pensamos ―, debiera haber armonía social; y luego pensamos que, si no existe la armonía social, debiera por lo menos haber armonía en el individuo. Después, Freud nos dijo que ni siquiera dentro del individuo hay armonía. No soy individualista. Parece que lo soy porque siempre afirmo que las personas tienen derecho a no participar en la colectividad. También creo que tienen derecho a participar. Lo que no me gustaría sería una sociedad en la que la gente no pudiera cooperar de maneras diferentes. En una sociedad libre, la gente puede elegir entre volverse trapense y no tener absolutamente ninguna propiedad (el kibbutz de Israel constituye una aventura social interesantísima: a nadie se le fuerza a vivir en él) o vivir en pequeñas comunidades comunistas, compartiendo todas sus propiedades. Los que postulamos la libertad individual sostenemos que se puede hacer una u otra elección. Por lo tanto, hay un nivel en que no puede decirse que yo sea individualista. Tampoco socialista. Lo determinante es la decisión de ser una u otra cosa. La manera de usar nuestra libertad (en armonía y concordia con los demás o no) es algo que nos corresponde decidir. Lo que esto quiere decir, desde luego, es que no podrá haber un modelo armonioso que se impusiera a toda la sociedad. Algunos decidirían vivir armoniosamente con los demás; otros, irse de ermitaños a las cavernas.

O. P: Permítame recordarle un libertario que ha tenido muy mala reputación a lo largo de la historia.

R. N: ¿Fourier? ¿Proudhon?

O. P: No: el marqués de Sade. Escribió un folleto durante la Revolución Francesa en el que llevó la teoría de la libertad hasta sus últimas consecuencias. En la sociedad que proponía Sade se habría abolido la pena de muerte: el Estado no tenía derecho de matar a nadie. En cambio, había libertad absoluta de "jouissance" ― y uno de los grandes placeres, según Sade, es matar a un semejante o torturarlo. Cuando hablamos de la heroína, esencialmente hablábamos del masoquismo ¿pero qué hacemos con un sádico, con alguien que mata niños porque le deleita hacerlo? En una sociedad libre, ¿quién y qué principios pueden fijar límites a la libertad? ¿Hasta dónde se puede llegar?

R. N: Depende. En una sociedad libertaria hay cabida para el kibbutz, los monjes trapenses y cualquier cosa en que la gente desee participar voluntariamente. Pero si alguien dice: "Yo quiero secuestrar a la gente y traerla conmigo contra su voluntad", entonces se está pasando de la raya. Puedo ponerle otro ejemplo: los encuentros de box son legales en los Estados Unidos. Dos adultos eligen golpearse. Lo hacen para el placer de otros. Sería mejor que lo hicieran por su propio placer, y no por el placer de otros. Si lo hacen por el placer de los demás son "trabajadores alienados".

O. P: ¿Qué piensa del circo romano? Era un espectáculo popular: a nadie se le obligaba a presenciar los combates entre los gladiadores.

R. N: Existen varios tipos de valoraciones que pueden aplicarse a una actividad o institución. Una de ellas puede resumirse en una sencilla pregunta: ¿será contra la ley? Se trata de un tipo de valoración poco interesante desde muchos puntos de vista. Si la pregunta se refiriera a los combates gladiatorios entre participantes espontáneos, yo diría que debiera ser legal. Por lo demás, no animaría a Ia gente a asistir a ellos. No sé, necesitaría pensarlo un poco. Mucha gente de países en que no hay corridas de toro piensa que no deberían permitirse. Pero podría haber otras objeciones, estéticas o morales, no sólo legales.

O. P: La idea de la sociedad libre se basea, salvo en el caso de Sade y otros pocos, en el supuesto de que el hombre es esencialmente bueno y de que la crueldad y la violencia son reacciones exasperadas frente a las prohibiciones. Pero también existe la idea contraria: que la naturaleza humana es mala.

R. N: Aunque uno piense que la naturaleza humana es mala ― y creo que es difícil decidirlo ― puede replicarse que la única manera en que ésta puede mejorarse es permitiendo que se desarrolle libremente. Si se la limita constantemente, la gente nunca aprenderá cómo ser mejor, y será necesario seguir oprimiéndola. Esto no quiere decir que no se pudieran establecer algunas restricciones ― por ejemplo, leyes contra el asesinato ― destinadas a impedir que unas personas opriman a otras y abusen de ellas. No es necesario creer que la naturaleza humana es buena para confiar en que los buenos potenciales se desarrollan mejor mientras menos limitaciones tengan. Existe, sin embargo, una tercera posición, que propone que la naturaleza humana es neutra, puede ir en cualquier dirección, y no tiene una tendencia inherente.

R. N: La primera vez que leí esto fue en The Affluent Society de John Kenneth Galbraith, que describe el deseo de cosas creadas por la publicidad. Creo que, de una u otra manera, la mayoría de mis deseos son artificiales. No creo que sea particularmente natural, por ejemplo, que yo quiera leer a Proust. Hay mucho de la cultura que a uno al principio no le gusta.

O. P: ¡Tampoco Proust consideraba que fuese natural leerlo!

R. N: No sólo no nacemos con el instinto de las altas formas de la música, la literatura, etc., sino que, en buena medida, nos apegamos a algo que en principio no nos gusta sólo porque la gente dice que debiera gustarnos. Es un grupo muy selecto el que opina que sólo debiera apreciarse la alta cultura.

O. P: Hay que pedirle a los medios de comunicación que respondan a las diferentes necesidades de la sociedad con mayor equidad. Es muy importante que haya rock and roll y circo, y lo demás, pero no es menos importante que a un grupo de personas le guste escuchar poesía o ver Hamlet.

R. N: Yo pediría al gobierno que no limitara las posibilidades de los medios de comunicación. La televisión de hoy, por ejemplo, nos permite tener muchos canales. La programación debe depender de públicos que, por ser numerosos, la hacen rentable. A quienes estuvieran interesados, digamos, en un escritor poco conocido del Renacimiento, se les explicaría que el número de interesados en él no justifica la producción de un programa que lo tenga como tema principal.

O. P: Creo que ahora, con la facilidad de los video-cassettes y el cablevisión, ya existe la posibilidad de satisfacer las necesidades y deseos no sólo de las mayorías sino de las minorías.

R. N: De modo que usted afirma que la tecnología abre el camino para satisfacer los gustos de las minorías.

O. P: Así es. También la nueva tecnología abre mayores posibilidades de comunicación entre las diferentes sociedades y culturas. Sin embargo, el problema de la comunicación internacional está todavía por resolverse, como atestiguan los fracasos de la UNESCO y de las Naciones Unidas. La ideología y el nacionalismo son los grandes obstáculos.

E. K: Esto es una verdad en lo que al gobierno de México se refiere. El nacionalismo ha sido una constante histórica.

R. N: ¿Por qué hablar de nacionalismo y no de regionalismo? Apuesto a que la Ciudad de México es la mayor fuente de información del país.

E. K: Los microhistoriadores reforzarían esta idea diciendo que pueden existir hondas diferencias entre pueblos separados por diez kilómetros. Creo que el nacionalismo tiene que ver con las necesidades políticas del gobierno.

R. N: Me veo a mí mismo como un producto de muchas culturas diferentes. Pertenezco a los Estados Unidos del siglo veinte y a su civilización industrial, crecí en una familia judía y pertenezco a las tradiciones judías tanto como a la filosofía griega, que ha afectado todo lo que leo. Estoy en el cruce de todo esto y no me parece mal. Ahora bien, el desarrollo de la tecnología llegará a tal punto que todos, en cualquier lugar, podrán tener pequeños receptores, que serán muy baratos y podrán adquirirse fácilmente. Así como no podemos detener el tráfico mundial de drogas, tampoco podremos detener la expansión de las comunicaciones. Aunque su gobierno trate de impedirlo, si la gente desea escuchar los mensajes de otros países encontrará el modo de hacerlo, pirateando las transmisiones y los satélites, creando un contrabando de cassettes, etc. Estamos en un punto de transición: la comunicación masiva es una cosa nueva y por eso parece posible detenerla, pero si se piensa en ello con detenimiento, resulta claro que no va a ser posible. Ni siquiera los que quieren conservar a su país en un nicho aislado y protegido lo lograrán.

E. K: ¿Y qué me dice de los cubanos? Ellos lo han logrado.

R. N: ¡Esperemos a que alguien les vuele encima y les arroje cassettes!

O. P: Mis objeciones a sus puntos de vista son, esencialmente, dos. La primera: el Estado no está solo, es un Estado entre otros Estados. La historia muestra que, en todas las épocas y entre todos los sistemas políticos, el conflicto y la agresión han sido hechos permanentes. Cada sociedad necesita defenderse y de ahí nace el Estado y, con el Estado, las restricciones. La segunda: las amenazas y las violaciones a los derechos y a la integridad de cada uno no son únicamente el resultado del monopolio del poder de estado. También hay monopolios de otros poderes: la iglesia, los señores feudales, las grandes compañías, los sindicatos. El Estado debe defender al individuo de estas instituciones y poderes.

R. N: Son dos objeciones muy interesantes, y me gustaría examinarlas más atentamente. Parece plausible decir que existen otras instituciones poderosas en la sociedad, y que el Estado tiene que actuar para defender al individuo de estas instituciones. Creo que en la actualidad estas instituciones adquieren su poder por medio del Estado, o lo ejercen a través de él. ¿Qué tipo de poder tendría la iglesia de hoy si no actuara a través del Estado? Consideremos también el caso de los sindicatos. No conozco las leyes laborales de México, pero supongo que habrá alguna que diga que, si por decisión de los trabajadores de una fábrica se forma un sindicato, ese sindicato puede prohibir que alguien trabaje en esa fábrica sin ser antes miembro del sindicato. Esta exclusión del trabajador no sindicalizado puede efectuarse mediante un contrato entre el dueño de la fábrica y el sindicato. Desde mi punto de vista, el dueño tiene derecho de hacerlo: puede convenir en no emplear trabajadores que no estén sindicalizados. Sin embargo, a veces es el gobierno, y no el dueño de la fábrica, el que decreta que, si la mayoría de los trabajadores forma un sindicato, los demás trabaja-dores deben pertenecer a él, lo deseen o no. Esto es muy importante en cuanto al poder de los sindicatos. No se trata ya del poder que el sindicato recibe de sus trabajadores sino del que adquiere a través del Estado. Probablemente en México exista también una legislación que prohíba al patrón reemplazar a los obreros en huelga con nuevos trabajadores permanentes. De esta manera el poder de los sindicatos se alente principalmente a través del Estado. Cuando la gente dice que necesita al Estado para controlar el poder de los sindicatos, olvida que ese poder es en buena medida creación del Estado. El Estado crea el problema y luego se ofrece a resolverlo.

E. K: ¿Pero a su juicio no hay momentos de la historia en que los sindicatos tienen una función positiva?

O. P: Los sindicatos defienden a los trabajadores ...

E. K: Bueno, digamos que esto no siempre es cierto.

R. N: Octavio Paz es una de las personas más escépticas que he conocido en cuanto a las opiniones de moda. Es tranquilizador ver que, cuando menos en un área, se ha tragado la opinión general sin pensarlo. El tema de los sindicatos tiene dos aspectos. Uno es si benefician a sus propios miembros, y el otro si benefician a los trabajadores en general. No existe una demostración empírica, cuando menos en los Estados U nidos, de que los salarios de los trabajadores sean más altos gracias a los sindicatos. En cambio excluyen a otros trabajadores ― que suelen ser más pobres ― de algunas oportunidades: uno tiene que ser miembro del sindicato para poder ser empleado y no siempre es tan sencillo ser miembro de un sindicato. El derecho de ser miembro de un sindicato es como el derecho de propiedad: pasa, como una herencia, de padre a hijo.

O. P: Yo pensaba, más bien, en el siglo pasado. Después de todo, Marx no inventó los informes de los inspectores de las fábricas inglesas, donde se muestra que la condición de los trabajadores era espantosa.

E. K: ¿Qué piensa usted de la explotación? ¿Para usted no existe esa palabra?

R. N:. Dado que se funda en la teoría del valor como trabajo, creo que es un concepto vacío, porque la teoría es vacía e inadecuada. Según entiendo, existe una controversia entre los historiadores acerca de la situación de los trabajadores durante la Revolución Industrial. No sólo sobre sus condiciones sino sobre esas condiciones en relación con las condiciones del lugar de donde provenían.

O. P: Creo que, en el fondo, mis objeciones se deben a que usted no considera el contexto histórico real. Por otra parte, la idea de la armonía social no fue, en el pasado, sino un aspecto de la visión de la armonía cósmica. Esto es algo que echo de menos en la actitud moderna frente a la sociedad y la política. Hay una tradición muy antigua, que va desde Platón hasta Fourier, que vio en la armonía de las estrellas el modelo de la armonía de la sociedad.

R. N: Si no existe la armonía cósmica ― pensamos ―, debiera haber armonía social; y luego pensamos que, si no existe la armonía social, debiera por lo menos haber armonía en el individuo. Después, Freud nos dijo que ni siquiera dentro del individuo hay armonía. No soy individualista. Parece que lo soy porque siempre afirmo que las personas tienen derecho a no participar en la colectividad. También creo que tienen derecho a participar. Lo que no me gustaría sería una sociedad en la que la gente no pudiera cooperar de maneras diferentes. En una sociedad libre, la gente puede elegir entre volverse trapense y no tener absolutamente ninguna propiedad (el kibbutz de Israel constituye una aventura social interesantísima: a nadie se le fuerza a vivir en él) o vivir en pequeñas comunidades comunistas, compartiendo todas sus propiedades. Los que postulamos la libertad individual sostenemos que se puede hacer una u otra elección. Por lo tanto, hay un nivel en que no puede decirse que yo sea individualista. Tampoco socialista. Lo determinante es la decisión de ser una u otra cosa. La manera de usar nuestra libertad (en armonía y concordia con los demás o no) es algo que nos corresponde decidir. Lo que esto quiere decir, desde luego, es que no podrá haber un modelo armonioso que se impusiera a toda la sociedad. Algunos decidirían vivir armoniosamente con los demás; otros, irse de ermitaños a las cavernas.

O. P: Permítame recordarle un libertario que ha tenido muy mala reputación a lo largo de la historia.

R. N: ¿Fourier? ¿Proudhon?

O. P: No: el marqués de Sade. Escribió un folleto durante la Revolución Francesa en el que llevó la teoría de la libertad hasta sus últimas consecuencias. En la sociedad que proponía Sade se habría abolido la pena de muerte: el Estado no tenía derecho de matar a nadie. En cambio, había libertad absoluta de "jouissance" ― y uno de los grandes placeres, según Sade, es matar a un semejante o torturarlo. Cuando hablamos de la heroína, esencialmente hablábamos del masoquismo ¿pero qué hacemos con un sádico, con alguien que mata niños porque le deleita hacerlo? En una sociedad libre, ¿quién y qué principios pueden fijar límites a la libertad? ¿Hasta dónde se puede llegar?

R. N: Depende. En una sociedad libertaria hay cabida para el kibbutz, los monjes trapenses y cualquier cosa en que la gente desee participar voluntariamente. Pero si alguien dice: "Yo quiero secuestrar a la gente y traerla conmigo contra su voluntad", entonces se está pasando de la raya. Puedo ponerle otro ejemplo: los encuentros de box son legales en los Estados Unidos. Dos adultos eligen golpearse. Lo hacen para el placer de otros. Sería mejor que lo hicieran por su propio placer, y no por el placer de otros. Si lo hacen por el placer de los demás son "trabajadores alienados". O. P: ¿Qué piensa del circo romano? Era un espectáculo popular: a nadie se le obligaba a presenciar los combates entre los gladiadores.

R. N: Existen varios tipos de valoraciones que pueden aplicarse a una actividad o institución. Una de ellas puede resumirse en una sencilla pregunta: ¿será contra la ley? Se trata de un tipo de valoración poco interesante desde muchos puntos de vista. Si la pregunta se refiriera a los combates gladiatorios entre participantes espontáneos, yo diría que debiera ser legal. Por lo demás, no animaría a Ia gente a asistir a ellos. No sé, necesitaría pensarlo un poco. Mucha gente de países en que no hay corridas de toro piensa que no deberían permitirse. Pero podría haber otras objeciones, estéticas o morales, no sólo legales.

O. P: La idea de la sociedad libre se basea, salvo en el caso de Sade y otros pocos, en el supuesto de que el hombre es esencialmente bueno y de que la crueldad y la violencia son reacciones exasperadas frente a las prohibiciones. Pero también existe la idea contraria: que la naturaleza humana es mala.

R. N: Aunque uno piense que la naturaleza humana es mala ― y creo que es difícil decidirlo ― puede replicarse que la única manera en que ésta puede mejorarse es permitiendo que se desarrolle libremente. Si se la limita constantemente, la gente nunca aprenderá cómo ser mejor, y será necesario seguir oprimiéndola. Esto no quiere decir que no se pudieran establecer algunas restricciones ― por ejemplo, leyes contra el asesinato ― destinadas a impedir que unas personas opriman a otras y abusen de ellas. No es necesario creer que la naturaleza humana es buena para confiar en que los buenos potenciales se desarrollan mejor mientras menos limitaciones tengan. Existe, sin embargo, una tercera posición, que propone que la naturaleza humana es neutra, puede ir en cualquier dirección, y no tiene una tendencia inherente.

O. P: Sería espléndido que la opinión optimista fuera la verdadera. Rousseau creía que las deformaciones de nuestra educación nos llevaron por el camino de la violencia. Es difícil probar que esta opinión sea algo más que un buen deseo.

R. N: Existen muchas opiniones y es muy difícil construir un cuadro consistente con ellas. La teoría de que la naturaleza humana es buena aclara algunos aspectos importantes sobre nuestros comportamientos y sentimientos. Pero la doctrina del pecado original, que sostiene que la naturaleza humana es mala, también aclara algunas cosas. Tenemos que conservar los dos cuadros en nuestro bagaje intelectual, como una especie de pluralismo intelectual.

O. P: La "bondad" y la "maldad" de las pasiones depende, en parte, del contorno social. En una sociedad bélica, el guerrero es un hombre virtuoso; en una sociedad armoniosa, es un hombre peligroso.

R. N: Nos gustaría encontrar un canal por el que pudieran expresarse el deseo de brillar y de sobresalir sin dominar a los demás...

FIM